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crees que funcionará?” preguntó Aidan.

      Motley sonrió.

      “Chico, cosas más descabelladas,” dijo, “ya han pasado.”

      CAPÍTULO OCHO

      Duncan trataba de ignorar el dolor mientras entraba y salía del sueño. Estaba de espaldas contra la pared de piedra y los grilletes le cortaban tobillos y muñecas manteniéndolo despierto. Más que nada, deseaba agua. Su garganta estaba tan reseca que no podía tragar, y tan áspera que le dolía el respirar. No podía recordar cuántos días habían pasado desde que había tenido un trago, y se sentía tan débil por el hambre que apenas podía moverse. Sabía que se estaba desgastando aquí abajo y que si el verdugo no venía por él pronto, el hambre lo acabaría.

      Duncan perdía el conocimiento por ratos al igual que los otros días, y el dolor era tan constante que ya casi se había convertido en parte de él. Tuvo algunas visiones de su juventud, de momentos que había pasado en campo abierto, en campos de entrenamiento y en la batalla. Tenía memorias de sus primeras batallas, cuando Escalon era libre y floreciente. Pero estas siempre se veían interrumpidas por los rostros de sus dos hijos muertos elevándose frente a él y persiguiéndolo. Estaba destrozado por la agonía y, sacudiendo la cabeza, trató sin lograrlo de despejar su mente.

      Duncan pensó en el hijo que le quedaba, Aidan, y desesperadamente deseó que estuviera seguro en Volis y que los Pandesianos no hubieran llegado ahí todavía. Su mente entonces se enfocó en Kyra. La recordó como una niña joven y recordó el orgullo que había sentido al criarla. Pensó en su viaje a través de Escalon y se preguntaba si habría llegado a Ur, si había conocido a su tío y si ahora estaba segura. Ella era parte de él, la única parte de él que importaba ahora, y su seguridad importaba más que el que él siguiera con vida. ¿Volvería a verla otra vez? se preguntaba. Deseaba verla, pero también deseaba que se mantuviera lejos de ese lugar y en seguridad.

      La puerta de la celda se abrió repentinamente y Duncan observó sorprendido en medio de la oscuridad. Botas se acercaron en la oscuridad y, mientras escuchaba la marcha, Duncan supo que no eran las botas de Enis. Su oído se había vuelto más agudo en la oscuridad.

      Mientras el soldado se acercaba, Duncan pensó que venía a torturarlo o matarlo. Duncan estaba listo. Podían hacer con él lo que desearan; pues en el interior ya estaba muerto.

      Duncan abrió sus pesados ojos y miró hacia arriba con toda la dignidad que pudo recobrar para ver quién se acercaba. Se impactó al ver el rostro del hombre al que odiaba más: Bant de Barris. El traidor. El hombre que había matado a sus dos hijos.

      Duncan lo miró con recelo mientras Bant se acercaba con una sonrisa de satisfacción en su rostro y se arrodillaba frente a él. Se preguntaba con qué motivo había venido esta criatura.

      “¿Qué pasó con todo tu poder, Duncan?” preguntó Bant a un pie de distancia. Se quedó ahí con las manos en las caderas, bajo y fornido, con sus labios estrechos, ojos pequeños y brillantes y con el rostro marcado por la viruela.

      Duncan trató de lanzarse sobre él deseando destrozarlo; pero sus cadenas lo detuvieron.

      “Pagarás por mis muchachos,” dijo Duncan ahogándose, con la garganta tan seca que no pudo decirlo con la rabia que deseaba.

      Bant rio con un sonido corto y crudo.

      “¿A sí?” se burló. “Tú tendrás tu último aliento aquí abajo. Yo maté a tus hijos y puedo matarte a ti también si lo deseo. Ahora tengo el respaldo de Pandesia después de mi muestra de lealtad. Pero no te mataré. Eso sería muy amable. Mejor ver cómo te desgastas.”

      Duncan sintió una rabia fría creciendo dentro de él.

      “¿Entonces a qué has venido?”

      Bant oscureció.

      “Puedo venir por cualquier razón que desee,” se rio, “o sin razón alguna. Puedo venir simplemente a mirarte, a burlarme, a ver los frutos de mi victoria.”

      Suspiró.

      “Y sin embargo, sí tengo una razón para visitarte. Hay algo que deseo de ti. Y hay una cosa que te puedo dar.”

      Duncan lo miró con escepticismo.

      “Tu libertad,” Bant añadió.

      Duncan lo observó con confusión.

      “¿Y por qué harías eso?” le preguntó.

      Bant suspiró.

      “Como verás, Duncan,” le dijo, “tú y yo no somos tan diferentes. Ambos somos guerreros. De hecho, tú eres un hombre al que siempre he respetado. Tus hijos merecían morir, eran fanfarrones imprudentes. Pero a ti,” dijo, “siempre te he respetado. Tú no deberías estar aquí.”

      Se detuvo a examinarlo.

      “Entonces esto es lo que haré,” continuó. “Confesarás públicamente tus crímenes contra nuestra nación y exhortaras a los habitantes de Andros a que cedan a la gobernación Pandesiana. Si lo haces, entonces haré que Pandesia te deje libre.”

      Duncan se quedó inmóvil, tan furioso que no supo qué decir.

      “¿Así que ahora eres un títere para los Pandesianos?” Duncan le preguntó finalmente, furioso. “¿Tratas de impresionarlos, de mostrarles que puedes controlarme?”

      Bant se burló.

      “Hazlo, Duncan,” respondió. “Aquí abajo no le sirves a nadie, y mucho menos a ti. Dile al Supremo Ra lo que quiere oír, confiesa lo que has hecho y trae paz a esta ciudad. Nuestra capital ahora necesita paz y tú eres el único que puede lograrlo.”

      Duncan respiró profundo varias veces hasta que tuvo la fuerza para hablar.

      “Nunca,” respondió.

      Bant enfureció.

      “Ni por mi libertad,” Duncan continuó, “ni por mi vida, ni por ninguna otra cosa.”

      Duncan lo miró, sonriendo con satisfacción al ver que Bant enrojecía, hasta que finalmente añadió: “Pero ten la seguridad de algo: si llego a escapar de aquí, mi espada encontrará un lugar en tu corazón.”

      Después de un largo y aturdidor silencio, Bant se levantó, frunció el ceño, volteó hacia Duncan y negó la cabeza.

      “Hazme un favor y vive unos cuantos días más,” dijo, “para que pueda estar aquí y ver tu ejecución.”

      CAPÍTULO NUEVE

      Dierdre remó con todas sus fuerzas con Marco a su lado, los dos de ellos cortando rápidamente por el canal y regresando al mar al lugar en el que por última vez había visto a su padre. Su corazón estaba partido por la ansiedad al recordar la última vez que lo había visto, recordando su valiente ataque contra el ejército Pandesiano a pesar de las aplastantes probabilidades en contra. Cerró los ojos tratando de quitarse esa imagen y remó más rápido mientras oraba al mismo tiempo por que siguiera vivo. Todo lo que deseaba era volver a tiempo para salvarlo; y si no, al menos tener la oportunidad de morir a su lado.

      Junto a ella, Marco remaba igual de rápido y ella lo miraba con gratitud y duda.

      “¿Por qué?” preguntó ella.

      Él se dio la vuelta y la miró.

      “¿Por qué me seguiste?” presionó ella.

      Él la miró en silencio y después se volteó.

      “Pudiste haber ido con los otros allá atrás,” añadió ella. “Pero elegiste no hacerlo. Elegiste venir conmigo.”

      Él miró directamente hacia adelante y siguió remando en silencio.

      “¿Por qué?” insistió ella desesperada por saber y remando furiosamente.

      “Porque mi amigo te admiraba mucho,” dijo Marco. “Y eso es suficiente para mí.”

      Dierdre remó más fuerte doblando por uno de los canales y sus pensamientos se voltearon

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