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algo que no podía soportar.

      Era el Día de la Leva. Era el día en que el ejército del rey recorría las provincias y elegía cuidadosamente a los voluntarios para la Legión. Desde que había nacido, Thor no había soñado con ninguna otra cosa. Para él, la vida significaba solamente una cosa: unirse a los Plateados, que era la crema y nata del ejército de los Caballeros del Rey, engalanados con las mejores armaduras y las armas más selectas que había en cualquier lugar de los dos reinos.  Y uno no podía entrar a los Plateados sin unirse primero a la Legión, el grupo de escuderos de entre catorce y diecinueve años de edad.  Y si uno no era hijo de un noble o de un guerrero famoso, no había otra manera de unirse a la Legión.

      El Día de la Leva era la única excepción, un raro evento que ocurría cada pocos años, cuando a la Legión le faltaba gente y los hombres del Rey recorrían el lugar en busca de nuevos reclutas.  Todo el mundo sabía que pocos plebeyos eran seleccionados – y eran menos los que realmente podían entrar en la Legión.

      Thor examinaba con atención el horizonte, buscando alguna señal de movimiento.  Él sabía que los Plateados tendrían que tomar este único camino hacia la villa, y quería ser el primero en verlos. Su rebaño de ovejas protestaba alrededor de él, con un coro de balidos molestos, instándolo a que los bajara de la montaña, donde el pastoreo era mejor.  Trató de bloquear el ruido y el hedor.  Tenía que concentrarse.

      Lo que había hecho que todo esto fuera soportable, todos esos años de cuidar al rebaño, de ser el lacayo de su padre, el lacayo de sus hermanos mayores, quien menos atenciones recibía y al que más agobiaban, era la idea de que algún día dejaría este lugar.  El día cuando llegaran los Plateados, sorprendería a todos los que lo habían subestimado y sería seleccionado.  Con un movimiento rápido, subiría al carruaje y se despediría de todo esto.

      Desde luego, el padre de Thor nunca lo había considerado seriamente como candidato para la Legión—de hecho, nunca lo había considerado para nada.  En cambio, su padre dedicaba su amor y atención a los tres hermanos mayores de Thor. El mayor tenía diecinueve años y había un año de diferencia entre los siguientes, siendo Thor tres años menor que los demás.  Tal vez porque tenían edades similares o porque se parecían entre ellos y no se parecían a Thor, los tres eran unidos y rara vez ponían atención a la existencia de Thor.

      Lo peor de todo es que eran más altos y fornidos que él, y Thor, quien sabía que no era bajo de estatura, se sentía pequeño junto a ellos, sentía que sus piernas musculosas eran frágiles, comparadas con los troncos de roble que tenían sus hermanos. Su padre no hacía nada para mejorar eso; y de hecho, parecía disfrutarlo; dejando que Thor atendiera a las ovejas y afilara las armas mientras sus hermanos entrenaban.  Aunque jamás se habló, siempre se sobreentendía que Thor viviría en la sombra, que sería obligado a ver cómo sus hermanos lograrían grandes hazañas. Su destino, si es que su padre y sus hermanos se salían con la suya, sería quedarse ahí, consumido por ese pueblo, dando a su familia el apoyo que exigían.

      Lo peor de todo era que Thor sentía que sus hermanos, paradójicamente, se sentían amenazados por él, incluso que lo odiaban.  Thor lo podía ver en su mirada, en cada uno de sus gestos.  No entendía cómo, pero él despertaba algo parecido a la envidia. Tal vez porque era distinto, no se parecía a ellos ni hablaba con los gestos que hacían; ni siquiera se vestía como ellos; su padre reservaba (las mejores túnicas púrpura y escarlata, las armas doradas) para sus hermanos, mientras que Thor usaba los peores trapos.

      Sin embargo, Thor aprovechaba lo que tenía, buscando una manera de hacer que su ropa le sentara bien, poniéndose un cinturón, y ahora que el verano había llegado, cortaba las mangas para permitir que sus torneados brazos recibieran las caricias de la brisa.  Su camisa hacía juego con los pantalones ordinarios de lino—su único par—y las botas hechas del peor cuero, anudado hasta las espinillas. No eran como los zapatos de cuero de sus hermanos, pero los mantenía en buen estado.  Su ropa era la típica de un pastor.

      Pero no tenía el comportamiento típico. Thor era alto y delgado, con una mandíbula ancha, barbilla elevada, pómulos altos y ojos grises, con aspecto de guerrero fuera de lugar.  Su cabello lacio, castaño, caía en ondas en la cabeza, un poco más allá de sus orejas, y detrás de los rizos, sus ojos brillaban como peces forrajeros en la luz.

      A los hermanos de Thor se les permitiría dormir hasta tarde, después de un abundante desayuno, y serían enviados a la selección con sus mejores armas y la bendición de su padre—pero a él no le estaría permitido asistir.  Había intentado tocar el tema con su padre una vez.  No había resultado bien.  Su padre había terminado la conversación de tajo, y él no había vuelto a intentarlo.  No era justo.

      Thor estaba decidido a rechazar el destino que su padre había planeado para él. En cuanto viera aparecer la caravana real, correría a casa, confrontaría a su padre, y, le gustara o no, se presentaría ante los hombres del rey. Asistiría a la selección con los demás. Su padre no podría detenerlo. Sentía un nudo en el estómago de solo pensarlo.

      El primer sol ya había salido, y cuando el segundo sol, de color verde menta empezó a salir, añadiendo una capa de luz al cielo púrpura, Thor los avistó.

      Se puso de pie, con los pelos de punta, electrizado. Ahí, en el horizonte, llegó el apenas visible contorno de un carruaje tirado por caballos; sus ruedas lanzaban polvo hacia el cielo.

      Su corazón latía más rápido conforme iban apareciendo; después llegaba otro.  Incluso desde ahí, los carruajes dorados brillaban en los soles, como peces plateados saltando del agua.

      Cuando contó doce de ellos, no podía esperar más.  Su corazón latía con fuerza en su pecho, olvidando a su rebaño por primera vez en su vida, Thor giró y bajó tropezando por la colina, decidido a no detenerse por nada, hasta darse a conocer.

*

      Thor apenas hizo una pausa para recuperar el aliento, mientras bajaba corriendo las colinas, a través de los árboles, arañado por las ramas, sin darle importancia.  Llegó a un claro y vio su aldea extendiéndose abajo: una ciudad rural dormida, con casas de un piso, de arcilla blanca, y techos de paja. Solamente había varias docenas de familias. El humo de las chimeneas se elevaba, ya que la mayoría estaba preparando el desayuno.  Era un lugar idílico, no muy lejano—a un día de viaje de distancia—de la Corte del Rey, para disuadir a los transeúntes. Era solo otra aldea agrícola al borde del Anillo, otro eslabón en la cadena del Reino Oeste.

      Thor llegó a la recta final, a la plaza del pueblo, levantando polvo a su paso.  Los pollos y perros se alejaban de su camino, y una anciana, en cuclillas, afuera de su casa, ante un caldero de agua hirviendo, le siseó.

      “¡Despacio, muchacho!”, ella se detuvo en seco, mientras él pasaba corriendo, lanzando polvo en su hoguera.

      Pero Thor no reduciría la carrera—ni por ella ni por nadie. Se dio la vuelta por una calle lateral, después por otra, serpenteando por el camino que conocía de memoria, hasta que llegó a su casa.

      Era una pequeña vivienda como las demás, con paredes de arcilla blanca y techo angular de paja.  Como la mayoría, su habitación individual estaba dividida; su padre dormía en un lado y sus tres hermanos en el otro; a diferencia de la mayoría, tenía un pequeño gallinero en la parte posterior y era ahí donde Thor era enviado a dormir.  Al principio, pasaba la noche con sus hermanos; pero con el tiempo habían crecido y eran más malos y más exclusivos, y no dejaban un espacio para él. Thor había sido herido, pero ahora disfrutaba de su propio espacio y prefería estar lejos de su presencia.  Eso le confirmaba que era el exiliado de la familia y él ya lo sabía.

      Thor corrió a la puerta principal y entró sin detenerse.

      “¡Padre!”, gritó, respirando con dificultad. “¡Los Plateados! ¡Ya vienen!”.

      Su padre y sus tres hermanos estaban sentados, encorvados, sobre la mesa del desayunador, vestidos con sus mejores galas.  Al escuchar eso, se levantaron de un salto y corrieron a toda velocidad, chocando sus hombros mientras salían de la casa hacia el camino.

      Thor los siguió hasta afuera, y todos se quedaron parados viendo el horizonte.

      “No

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