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sacaron puñales cortos y se lanzaron sobre Sam, querían acuchillarlo.

      Sam apenas se estremeció. Vio como todo sucedía en cámara lenta. Con sus reflejos un millón de veces más rápidos, simplemente extendió la mano, agarró en el aire la muñeca del hombre y se la retorció con el mismo movimiento, rompiendo su brazo. Luego se inclinó hacia atrás y le dio una patada en el pecho, mandándolo volando de regreso al círculo.

      Cuando otro hombre se acercó, Sam se lanzó hacia adelante y lo golpeó. Se acercó y, antes de que el hombre pudiera reaccionar, hundió sus colmillos en su garganta. Sam bebió profundamente, la sangre se chorreaba por todas partes mientras el hombre gritaba de dolor. En unos momentos, Sam le succionó vida, y el hombre se desplomó inconsciente sobre el suelo.

      Llenos de terror, los demás miraron. Era claro de que estaban frente a un monstruo.

      Sam dio un paso hacia ellos, y todos se volvieron y salieron corriendo. Desaparecieron como moscas y, en unos segundos, Sam era el único que quedaba en la plaza.

      Los había vencido. Pero no le era suficiente. No había satisfacción a la sangre y la muerte y la destrucción que ansiaba. Quería matar a todos los hombres de esa ciudad. Ni siquiera eso sería suficiente. No poder encontrar satisfacción lo frustraba infinitamente.

      Se echó hacia atrás, miró al cielo, y rugió. Era el grito de un animal que había sido liberado. Su grito de angustia se disparó en el aire y reverberó en las paredes de piedra de Jerusalén, más fuerte que las campanas, más fuerte que los rezos. Por unos momentos, el rugido sacudió las paredes y abarcó la totalidad de la ciudad, de uno a otro extremo mientras sus habitantes se detuvieron, escucharon y aprendieron a temer.

      En ese momento, supieron que había un monstruo suelto en la ciudad.

      CAPÍTULO CUATRO

      Caitlin y Caleb caminaban por la empinada ladera de la montaña hacia la aldea de Nazaret. El terreno era rocoso, y se resbalaban más que caminaban por la ladera empinada, levantando tierra. A medida que avanzaban, el terreno comenzó a cambiar, la roca dio paso a matas de maleza y alguna palmera, y luego a hierba. Finalmente, llegaron a un olivar y caminaron en medio de hileras de olivos, mientras continuaban hacia la ciudad.

      Caitlin miró de cerca las ramas y vio miles de pequeñas aceitunas que brillaban en el sol, y se maravilló de lo bonitas que eran. Cuanto más se acercaban a la ciudad, los árboles eran más verdes. Caitlin miró hacia abajo y desde ese punto pudo tener una vista de pájaro del valle y la ciudad.

      Como un pequeño pueblo enclavado en medio de enormes valles, Nazaret apenas podía considerarse una ciudad. No parecía tener más de unos pocos cientos de habitantes y unas pocas docenas de edificios pequeños de un solo piso construidas de piedra. Varios parecían estar construidos con una piedra caliza blanca y, a lo lejos, Caitlin vio a aldeanos machacar las enormes canteras de piedra caliza que rodeaban la ciudad. Oía el eco de su martillos y veía el polvo de piedra caliza flotar en el aire.

      Nazaret estaba rodeada por un sinuoso muro bajo de piedra de tal vez de diez metros de altura, que se veía antiguo, aun en esa época. En el centro había una amplia puerta arqueada abierta. Nadie hacía guardia en la puerta, y Caitlin supuso que no tenían ninguna razón; después de todo, se trataba de un pequeño pueblo en el medio de la nada.

      Caitlin se preguntó por qué habían despertado en esa época y en ese lugar. ¿Por qué Nazaret? Pensó de nuevo y trató de recordar lo que sabía de Nazaret. Recordaba haber aprendido una vez algo al respecto, pero no podía recordarlo. ¿Y por qué el primer siglo? Había sido un salto espectacular desde la Escocia medieval, y de pronto extrañaba Europa. Este nuevo paisaje, con sus palmeras y el calor del desierto, era muy extraño. Más que nada, Caitlin se preguntó si Scarlet estaba detrás de esas paredes. Esperaba -rezó- para que estuviera allí. Tenía que encontrarla. No estaría tranquila hasta dar con ella.

      Llena de expectativa, Caitlin atravesó con Caleb la puerta de la ciudad. Su corazón latía con fuerza ante la expectativa de encontrar a Scarlet-y averiguar por qué habían sido enviados a ese lugar, para empezar. ¿Estaría su papá allí, esperándola?

      Cuando entraron a la ciudad, le impresionó su vitalidad. Las calles estaban llenas de niños corriendo, gritando, jugando. Los perros corrían libremente, al igual que los pollos. Las ovejas y los bueyes deambulaban por las calles, y afuera de las casa había un burro o camello atado a un poste. Vistiendo túnicas primitivas y túnicas, los pobladores caminaban tranquilamente, llevando cestas de mercancías sobre los hombros. Caitlin sentía que había entrado en una máquina del tiempo.

      Mientras caminaban por las calles estrechas y pasaban junto a las casas pequeñas casas donde las ancianas lavaban la ropa a mano, la gente se detenía para mirarlos. Caitlin se dio cuenta de que debían verse fuera de lugar caminando por estas calles. Llevaba su moderno traje ajustado de batalla de cuero- y se preguntó qué estarían pensando esas personas. Quizás que era un extranjero que había caído del cielo. No los culpaba.

      Frente a cada casa había alguien preparando la comida, vendiendo o trabajando en su oficio. Pasaron varias familias de carpinteros, el hombre estaba sentado fuera de la casa, serruchando, martillando, construyendo marcos para una cama, aparadores y ejes de madera para arados. En una casa, había un hombre construyendo una enorme cruz de varios metros de espesor y diez pies de largo. Caitlin se dio cuenta de que era una cruz donde alguien sería crucificado. La idea la estremeció y miró hacia otro lado.

      Al doblar por otra calle, toda la cuadra estaba llena de herreros. Por todas partes volaban yunques y martillos, y se escuchaba el clang del metal, cada herrero parecía hacer el eco del otro. También, había pozos de barro con grandes llamas en su interior donde se calentaban trozos de metal al rojo vivo con el que se forjaban herraduras, espadas y todo tipo de piezas de metal. Sentados junto a sus padres, los niños, con sus rostros negros de hollín, observaban trabajar a sus padres. Caitlin se sintió mal de ver trabajar a los niños a una edad tan pequeña.

      Caitlin buscaba por todas partes alguna señal de Scarlet, de su padre, alguna pista de por qué estaban allí, pero no vio nada que pudiera orientarla.

      Doblaron por otra calle que estaba llena de ceramistas. Allí, los hombres esculpían enormes bloques de piedra caliza para producir estatuas, vasijas y enormes prensas planas. Al principio, Caitlin no supo para qué eran.

      Caleb se acercó y señaló.

      "Son prensas para vino," le dijo, como siempre leyendo su mente. "Y para las aceitunas. Los usan para aplastar las uvas y las aceitunas y así extraer el vino y el aceite. ¿Ver las manivelas?”

      Caitlin los miró de cerca y admiró la destreza de los artesanos, las largas losas de piedra caliza, el intrincado trabajo del metal de los engranajes. Le sorprendió lo sofisticada que era su maquinaria, incluso para esa época y ese lugar. También le sorprendió una antigua nave de elaboración de vino. Allí estaba, miles de años en el pasado, y la gente todavía estaba haciendo botellas de vino y botellas de aceite de oliva al igual que en el siglo 21. Y mientras las miraba, se dio cuenta de que se parecían a las botellas de oliva y vino que conocía.

      Un grupo de niños corrió junto a ella persiguiéndose unos a otros y riendo, levantando nubes de polvo que cubrieron los pies de Caitlin. Las carreteras no estaban pavimentadas en este pueblo que, probablemente, pensó, era demasiado pequeño para que se invirtiera en carreteras pavimentadas. Sin embargo, sabía que Nazaret había sido famosa por algo, y le molestaba no poder recordar de qué. Una vez más, le molestaba no haber prestado más atención en su clase de historia.

      "Es el pueblo donde vivió Jesús," dijo Caleb, leyendo su mente.

      Caitlin se puso roja toda vez que él pudo leer tan fácilmente los pensamientos. Ella no le ocultaba nada, pero aún así, no quería que leyera lo mucho que ella lo amaba. La apenaba.

      "Él vive aquí?", ella preguntó.

      Caleb asintió.

      "Si hemos llegado en la época en que vivió aquí," dijo Caleb. "Es claro que estamos en el siglo uno. Lo sé por la forma de vestir y por la arquitectura. Estuve aquí una vez. Es muy difícil olvidar esta época y este lugar.”

      Los

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