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      Vicente Blasco Ibáñez

      Sangre y arena

      I

      Como en todos los días de corrida, Juan Gallardo almorzó temprano. Un pedazo de carne asada fue su único plato. Vino, ni probarlo: la botella permaneció intacta ante él. Había que conservarse sereno. Bebió dos tazas de café negro y espeso, y encendió un cigarro enorme, quedando con los codos en la mesa y la mandíbula apoyada en las manos, mirando con ojos soñolientos a los huéspedes que poco a poco ocupaban el comedor.

      Hacía algunos años, desde que le dieron «la alternativa» en la Plaza de Toros de Madrid, que venía a alojarse en el mismo hotel de la calle de Alcalá, donde los dueños le trataban como si fuese de la familia, y mozos de comedor, porteros, pinches de cocina y viejas camareras le adoraban como una gloria del establecimiento. Allí también había permanecido muchos días— envuelto en trapos, en un ambiente denso cargado de olor de yodoformo y humo de cigarros— a consecuencia de dos cogidas; pero este mal recuerdo no le impresionaba. En sus supersticiones de meridional sometido a continuos peligros, pensaba que este hotel era «de buena sombra» y nada malo le ocurriría en él. Percances del oficio; rasgones en el traje o en la carne; pero nada de caer para siempre, como habían caído otros camaradas, cuyo recuerdo turbaba sus mejores horas.

      Gustaba en los días de corrida, después del temprano almuerzo, de quedarse en el comedor contemplando el movimiento de viajeros: gentes extranjeras o de lejanas provincias, rostros indiferentes que pasaban junto a él sin mirarle y luego volvíanse curiosos al saber por los criados que aquel buen mozo de cara afeitada y ojos negros, vestido como un señorito, era Juan Gallardo, al que todos llamaban familiarmente el Gallardo, famoso matador de toros. En este ambiente de curiosidad distraía la penosa espera hasta la hora de ir a la plaza. ¡Qué tiempo tan largo! Estas horas de incertidumbre, en las que vagos temores parecían emerger del fondo de su ánimo, haciéndole dudar de sí mismo, eran las más amargas de la profesión. No quería salir a la calle, pensando en las fatigas de la corrida y en la precisión de mantenerse descansado y ágil; no podía entretenerse en la mesa, por la necesidad de comer pronto y poco para llegar a la plaza sin las pesadeces de la digestión.

      Permanecía en la cabecera de la mesa con la cara entre las manos y una nube de perfumado humo ante los ojos, girando éstos de vez en cuando con cierta fatuidad para mirar a algunas señoras que contemplaban con interés al famoso torero.

      Su orgullo de ídolo de las muchedumbres creía adivinar elogios y halagos en estas miradas. Le encontraban guapo y elegante. Y olvidando sus preocupaciones, con el instinto de todo hombre acostumbrado a adoptar una postura soberbia ante el público, erguíase, sacudía con las uñas la ceniza del cigarro caída sobre sus mangas y arreglábase la sortija que llenaba toda la falange de uno de sus dedos, con un brillante enorme envuelto en nimbo de colores, cual si ardiesen con mágica combustión sus claras entrañas de gota de agua.

      Sus ojos paseábanse satisfechos sobre su persona, admirando el terno de corte elegante, la gorra con la que andaba por el hotel caída en una silla cercana, la fina cadena de oro que cortaba la parte alta del chaleco de bolsillo a bolsillo, la perla de la corbata, que parecía iluminar con lechosa luz el tono moreno de su rostro, y los zapatos de piel de Rusia dejando al descubierto, entre su garganta y la boca del recogido pantalón, unos calcetines de seda calada y bordada como las medias de una cocota.

      Un ambiente de perfumes ingleses suaves y vagorosos, esparcidos con profusión, emanaba de sus ropas y de las ondulaciones de su cabello negro y brillante, que Gallardo se atusaba sobre las sienes, adoptando una postura triunfadora ante la femenil curiosidad. Para torero no estaba mal. Sentíase satisfecho de su persona. ¡Otro más distinguido y con mayor «ángel» para las mujeres!…

      Pero de pronto reaparecían sus preocupaciones, apagábase el brillo de sus ojos, y volvía a sumir la barba en las manos, chupando tenazmente el cigarro, con la mirada perdida en la nube de tabaco. Pensaba codiciosamente en la hora del anochecer, deseando que viniese cuanto antes; en la vuelta de la plaza, sudoroso y fatigado, pero con la alegría del peligro vencido, los apetitos despiertos, una ansia loca de placer y la certeza de varios días de seguridad y descanso. Si Dios le protegía cual otras veces, iba a comer con el apetito de sus tiempos de hambre, se emborracharía un poco, iría en busca de cierta muchacha que cantaba en un music-hall, y a la que había visto en otro viaje, sin poder frecuentar su amistad. Con esta vida de continuo movimiento de un lado a otro de la Península, no quedaba tiempo para nada.

      Fueron entrando en el comedor amigos entusiastas que antes de ir a almorzar a sus casas deseaban ver al diestro. Eran viejos aficionados, ansiosos de figurar en una bandería y tener un ídolo, que habían hecho del joven Gallardo «su matador» y le daban sabios consejos, recordando a cada paso su antigua adoración por Lagartijo o por Frascuelo. Hablaban de tú al espada con protectora familiaridad, y éste les respondía anteponiendo el don a sus nombres, con la tradicional separación de clases que existe aún entre el torero, surgido del subsuelo social, y sus admiradores. El entusiasmo de aquellas gentes iba unido a remotas memorias, para hacer sentir al joven diestro la superioridad de los años y de la experiencia. Hablaban de la «plaza vieja» de Madrid, donde sólo se conocieron toros y toreros de «verdad»; y aproximándose a los tiempos presentes, temblaban de emoción recordando al «negro». Este «negro» era Frascuelo.

      – ¡Si hubieses visto aquéllo!… Pero entonces tú y los de tu época estabais mamando o no habíais nacido.

      Otros entusiastas iban entrando en el comedor, con mísero pelaje y cara famélica: revisteros obscuros en periódicos que sólo conocían los lidiadores a quienes se dirigían sus elogios y censuras; gentes de problemática profesión, que aparecían apenas circulaba la noticia de la llegada de Gallardo, asediándolo con elogios y peticiones de billetes. El común entusiasmo confundíales con los otros señores, grandes comerciantes o funcionarios públicos, que discutían con ellos acaloradamente las cosas del toreo, sin sentirse intimidados por su aspecto de pedigüeños.

      Todos, al ver al espada, le abrazaban o le estrechaban la mano, con acompañamiento de preguntas y exclamaciones.

      – Juanillo… ¿cómo sigue Carmen?

      – Güena, grasias.

      – ¿Y la mamita? ¿La señora Angustias?

      – Tan famosa, grasias. Está en La Rinconá.

      – ¿Y tu hermana y los sobrinillos?

      – Sin noveá, grasias.

      – ¿Y el mamarracho de tu cuñado?

      – Güeno también. Tan hablador como siempre.

      – ¿Y de familia nueva? ¿No hay esperanza?

      – Na… Ni esto.

      Hacía crujir una uña entre sus dientes con enérgica expresión negativa, y luego iba devolviendo sus preguntas al recién llegado, cuya vida ignoraba más allá de sus aficiones al toreo.

      – ¿Y la familia de usté, güena también?… Vaya, me alegro. Siéntese y tome argo.

      Luego preguntaba por el aspecto de los toros que iban a lidiarse dentro de unas horas, pues todos estos amigos venían de la plaza de presenciar el apartado y enchiqueramiento de las bestias; y con una curiosidad profesional pedía noticias del Café Inglés, donde se reunían muchos aficionados.

      Era la primera corrida de la temporada de primavera, y los entusiastas de Gallardo mostraban grandes esperanzas, haciendo memoria de las reseñas que habían leído en los periódicos narrando sus triunfos recientes en otras plazas de España. Era el torero que tenía más contratas. Desde la corrida de Pascua de Resurrección en Sevilla— la primera importante del año taurino— que andaba Gallardo de plaza en plaza matando toros. Después, al llegar Agosto y Septiembre, tendría que pasar las noches en el tren y las tardes en los redondeles, sin tiempo para descansar. Su apoderado de Sevilla andaba loco, asediado por cartas y telegramas, no sabiendo cómo armonizar tanta petición de contratas con las exigencias del tiempo.

      La tarde anterior había toreado en Ciudad Real, y vestido aún con el traje de luces metiose en el tren, para llegar por la mañana a Madrid. Una noche casi en claro, durmiendo a ratos, encogido en el pedazo de asiento que le dejaron los pasajeros apretándose para dar algún descanso a aquel hombre que al día siguiente iba a exponer

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