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tienes una excusa para protegerlo y luego te quejas!

      Carlo sacudía la cabeza con aire de desaprobación hacia la esposa, se levantó del sofá y fue a llamar al chico. Entró en la habitación sin golpear y encontró a Elio como la madre lo había dejado. Tenía los ojos fijos en el techo, mirando al vacío, aún tenía puesto los auriculares inalámbricos blancos, ni siquiera se había sacado los zapatos…

      Carlo no lograba reconocer en ese muchacho al niño al que acompañaba a andar en bicicleta. Ahora tenía trece años y era casi tan alto como él. Impulsado por la pereza, se había rapado los bucles rubios y abundantes que tenía de niño, para no tener que cuidarlos. Sus ojos verdes aún eran muy hermosos, pero estaban apagados. En los últimos años ya no reaccionaban a ningún estímulo. No oía su risa desde hacía tanto tiempo que había olvidado su sonido. Lamentaba no poder pasar con él el mismo tiempo que le dedicaba de pequeño; sin embargo, dudaba de que ahora sus atenciones hubieran sido bien recibidas.

      Desafortunadamente, algunos años antes, a causa de la crisis económica, había perdido el trabajo cerca de su casa. En realidad, más que la crisis, lo que impulsó la relocalización de la multinacional en la que trabajaba, había sido el incremento de las ganancias, un comportamiento que comparten muchas de estas corporaciones.

      Logró con esfuerzo encontrar un nuevo empleo, pero, desafortunadamente, tenía que recorrer muchos kilómetros por día y combinar varios medios de transporte, lo cual le había quitado tiempo con la familia. Además, volvía tan cansado que le costaba estar presente aun estando allí. Después de cenar, se recostaba en el sofá e, inevitablemente, se quedaba dormido a pesar del esfuerzo que hacía para mantener los ojos abiertos.

      Carlo le hizo señas de que se sacara los auriculares, y Elio cumplió la orden para evitar tener que aguantar que un largo sermón le atormentara el cerebro.

      —Ven a comer. Es hora de cenar —lo intimó enfadado—. ¡Tu madre dice que estás aquí sin hacer nada desde las cuatro!

      Elio se levantó y, con la cabeza gacha, pasó cerca del padre sin esforzarse por hablarle y dirigió a la cocina.

      Gaia ya estaba sentada lateralmente a la mesa rectangular, que ya estaba lista, y con el teléfono en la mano intercambiaba mensajes con las amigas para organizar los próximos eventos.

      Elio se sentó frente a la hermana y no le dirigió la palabra durante toda la cena.

      La cena transcurrió tranquila, todos hablaban de las cuestiones del día, salvo Elio que dio algunos mordiscos a un sándwich y, apenas fue posible, se retiró nuevamente a su habitación, para gran decepción de la madre, que encontró eco en la expresión triste del padre.

      Ya solos, Giulia y Carlo, mientras terminaban de limpiar la mesa, retomaron el tema habitual de los últimos años: la preocupación por el comportamiento del hijo.

      —¿En qué nos estamos equivocando? ¡No logro entenderlo! —dijo Giulia.

      —¡Yo lo descuido demasiado! —se acusó, como siempre, Carlo.

      —No eres el único padre que se ve obligado a pasar tantas horas fueras de casa por trabajo y, además, yo estoy aquí todas las tardes —le repitió por enésima vez Giulia, que no quería que Carlo cargase sobre sus hombros también el temor de ser el problema del hijo.

      —No es un tema de carácter, Giulia, porque Elio no era así. ¡Lo sabes!

      —Yo también querría que fuera así, Carlo, pero al crecer se cambia y, además, como ves, las cosas empeoran cada vez más. También en la escuela es un desastre. Esperemos que no tenga que recuperar ninguna materia, si no, no lo vamos a poder mandar ni siquiera a la colonia como otros años, ¡y el centro de verano de la ciudad sería el golpe de gracia para que se transforme en una ameba!

      Giulia, los otros chicos se divierten en el centro de verano. A los hijos de Francesca y Giuseppe les encanta. ¡Sabes que en la colonia tampoco hace nada! Debemos encontrar una alternativa, algo que lo obligue a reaccionar. Ni siquiera parece estar vivo. ¿Recuerdas cómo éramos a su edad?

      —¡Claro! A la noche, mi madre me gritaba desde la puerta para avisarme que ya estaba la cena, y la mayoría de las veces yo ni la oía, de lo entretenida que estaba corriendo por el campo y rodando por el pasto. Vivíamos libres y felices. Claro que en la ciudad no podemos ofrecerle eso, pero él no sabe aprovechar ni siquiera la colonia. No tiene un solo amigo, nadie a quien invitar a casa para cortar con esta monótona existencia que se lo está comiendo. No permite que nade se acerque demasiado a su corazón, a veces me pregunto qué siente por nosotros. Es tan huidizo cuando intento abrazarlo…

      —Giulia, los chicos de esa edad ya no quieren los mimos de la mamá, pero estoy seguro de que nos ama. Es solo que no encontramos la clave justa para comunicarnos con él. Debemos encontrarla. Debemos encontrar el modo de sacudirlo. He pensado hablar con Ida, que tiene dos varones. Tal vez nos pueda dar algún consejo.

      —¿Temes que siga los pasos de Libero? ¿Tienes miedo de que sea un trastorno psicológico hereditario? —preguntó Giulia.

      —No, Libero tuvo problemas diferentes, vinculados con la muerte de su padre, pero hay una base común y la experiencia de Ida puede sernos útil. Ha hecho milagros con ese chico luego de que se mudaron al campo. ¡Y sola! Y teniendo que cuidar la granja.

      —Sí, háblale. Confío en tu hermana, tiene una forma de ver las cosas que me gusta.

      —¿Cuándo llega el boletín de calificaciones? —preguntó Carlo.

      —El 19 de junio…

      —Demasiado tarde para decidir. Pídele a la profesora de italiano que te reciba. Debemos decidir dónde mandar a los chicos, ni el centro de verano ni la colonia esperan hasta esa fecha —propuso Carlo.

      —Sí, tienes razón. Mejor estar seguros de la situación, aunque Elio no va tan mal en la escuela. Solo que, como en todo lo que hace, no pone el alma. ¿Sabes que hoy llegaron los nuevos vecinos del segundo piso? Parecen buena gente. La señora Giovanna me ha dicho que mudaron de Potenza. ¡Bastante lejos! No será fácil para ellos los primeros tiempos. Tienen un hijo de la edad de Elio. Podría invitarlo alguna tarde… —Giulia se dio cuenta de que Carlo, recostado en el sofá, ya dormía—. Dale, vamos a dormir, tesoro —lo despertó susurrándole con dulzura.

      Capítulo 2

      Lo obsesionaba con un susurro gélido

      Elio estaba quieto en la ancha vereda delante de la escuela. Todos se apresuraban y se lanzaban a los autos de los padres o se iban en grupos hacia su casa. Él, con la esperanza de que su madre no se hubiera ido después de la entrevista con la profesora de italiano, miraba aturdido de un lado al otro, como buscando la salvación en forma del auto materno.

      La explanada de la escuela se vació en poco tiempo, y Elio debió resignarse a irse caminando. Odiaba moverse y, aún más, regresar por ese maldito bulevar de los tilos, que separa la escuela de su casa.

      Espero todavía unos minutos, luego se puso en marcha lentamente. Le ordenó al pie que se alzara, algo que puede parecer simple para cualquiera, pero a Elio, que desde hacía años se comunicaba muy poco con sus miembros, le parecía una enormidad.

      Comenzó el recorrido girando a la izquierda en la avenida y, apenas dobló la esquina, se encontró en el tramo más odioso. La avenida estaba flanqueada por a lo que cualquier persona le habrían parecido maravillosos tilos en flor que, gracias al viento, perfumaban todo el vecindario. Paso tras paso, con esfuerzo, se encaminó hacia la larga fila de árboles. Tenía la desagradable sensación de que lo seguían.

      Se volteó de golpe y le pareció ver que una bestia, completamente negra, se ocultaba detrás de un árbol.

      «No puede ser», se repetía. «¡Me pareció que ese extraño perro tenía anteojos!».

      Retomó la marcha asustado, le parecía ver pequeñas sombras negras detrás de los árboles. Como si eso fuera poco, el viento que soplaba entre las ramas lo obsesionaba

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