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decir que estás enferma».

      «Creo que lo haré», me oí decir a mi misma, sintiendo cómo la presión y la ansiedad crecían dentro de mí.

      Habían pasado siete largos años. La historia que había tenido con él había marcado mi vida y, todavía hoy, sentía que afectaba a mis decisiones y a la duración de mis relaciones.

      Me avergonzaba decirlo, pero la relación con Stefan había sido la más larga de mi vida. Esos seis meses siempre han sido mi tope.

      «Bueno, tu ya no puedes salvarte, pero ¿podrías al menos ayudarnos a salvarnos nosotras?».

      «¿Cómo?».

      «Háblanos de él».

      «Han pasado siete años...».

      «¿Cómo es? ¿Qué clase de persona es? No quiero que me coja desprevenida, quiero causarle una buena impresión», me avasalló a preguntas Patricia.

      «Al menos, dinos si hay algo que no debamos hacer o decir en su presencia», añadió Breanna.

       No desnudarte delante de él en su trabajo, con su jefe mirando, para empezar.

      «Ha pasado mucho tiempo, pero creo que podéis estar tranquilas. Stefan es uno de esos tipos desgarbados, alto y delgado. Su pelo es castaño claro y sus ojos, color avellana. Tiene una cara bonita con rasgos dulces. Recuerdo que era muy amable y cariñoso. Resumiendo, un pedazo de pan».

      «Una de esas personas que no haría daño a una mosca», trató de entender Breanna.

      «Sí, así es. ¡Con él no tenéis nada que temer! Recuerdo que era incapaz de decir que no, excepto a mí cuando se trataba de su trabajo. Además, no era una persona seria o mala».

      «Un blandengue, vamos».

      Reí algo avergonzada. Sentí que no estaba siendo justa al describir a Stefan. Tenía miedo de decir algo inadecuado que pudiera ponerlo a él, o a ellas, en problemas.

      «¡Perfecto! ¿Defectos?», Breanna volvió a preguntar.

      «Se altera con facilidad y, cuando lo hace, tiende a gesticular mucho, recordé con un punto de nostalgia.

      «¡Blandengue y torpe! ¡Perfecto! ¡Tipos como él nos los comemos para desayunar!», se rió Patricia mientras terminaba de arreglar las mantas y yo colocaba el último jarrón en la cómoda.

      «¿Estabais hablando de mí?». Una voz masculina nos alcanzó desde atrás, haciendo que las tres nos estremeciéramos.

      «Disculpe, ¿quién es usted?», le preguntó Breanna, a la vez que yo reconocía al hombre misterioso de antes.

      «Stefan Clarke», respondió con esa voz baja y áspera que tanto me intrigaba.

      La idea de que él hubiera oído lo que yo acababa de decir me heló la sangre, pero suspiré aliviada y me acerqué a él.

      «Estábamos hablando de otra persona. Alguien con su mismo nombre, supongo».

      «Estás segura, Eliza?», me respondió con tono provocador, quitándose las gafas de sol.

      Cuando sus ojos color avellana con pinceladas verdes y doradas entrecerrados en una expresión de ira reprimida se cruzaron con los míos, volví a ver a Stefan. ¡Mi Stefan!

      Por culpa de la conmoción, el jarrón se me resbaló de las manos y se rompió a mis pies en mil pedazos.

      «Así que me recuerdas», susurró cerca de mí, atravesándome con su mirada feroz y amenazante.

      «Has cambiado», es todo lo que pude decir.

      «¿Para bien o para mal?».

      Yo quería de vuelta a mi dulce y torpe Stefan, con su pelo corto y despeinado, su aspecto amable y su rostro angelical perfectamente afeitado. Ese no era mi Stefan.

      El hombre que tenía delante no tenía nada de aquello que me gustaba de mi ex.

      Mi Stefan me habría hecho sentir cómoda, mientras que este nuevo Stefan me hacía sentir pequeña e insignificante, como un bicho al que pisotear.

      «No lo sé», me limité a responder, pero por la expresión de Breanna comprendí que había dado la respuesta equivocada.

      «Bien. Veo que, en cambio, tú no has cambiado nada. Te sugiero que limpies rápidamente este desastre y atiendas a aquellos clientes en lugar de distraerte con chismorreos inútiles. Ahora que voy a se temporalmente tu jefe no permitiré que malgastes más el tiempo y el dinero de la empresa. No estás aquí para dedicarte a parlotear, sino para ser un valioso activo para este negocio, así que compórtate como tal. ¿Me he explicado?».

      Asentí en silencio.

      No sabía si molestarme más por sus palabras o por el tono duro, inflexible y despectivo con el que se dirigía a la aquí presente.

      El Stefan de hace siete años nunca se habría atrevido a hablarme así.

       ¿Qué te ha pasado, Stefan?

      «Ah, ¿Eliza?», me volvió a llamar cuando ya se había dado la vuelta para irse.

      «¿Sí?».

      «Haré que se deduzca el valor del jarrón de tu salario».

      «¿Cómo? Pero eso no es justo, fue un accidente».

      «¿Así que no asumes tu responsabilidad?», me retó, con los ojos reducidos a dos fisuras amenazantes.

      «Yo no he dicho eso, pero si tu no...».

      «¡Ya basta! Solo conseguirás que mi trabajo aquí sea aún más fácil. Ahora ya sé por quién empezar cuando presente mi lista de recortes de personal».

      «¡Solo intentas vengarte!», exploté enfadada.

      «Destrucción de la propiedad de la empresa y escenitas fuera de lugar delante de los clientes. ¿Algo más?», me dijo mientras empezaba a escribir en su móvil y me señalaba a una pareja de clientes a poca distancia de nosotros, «Ahora, vamos a ver si, al menos, eres capaz de cerrar una venta».

      «¡Pero si me acabas de decir que limpie!», Tartamudeé, incapaz de reaccionar a sus ataques. Estaba demasiado alterada para oponer resistencia y no tuve la presteza de responderle como solía hacer cuando alguien me provocaba.

      «Muévete».

      «Atenderemos nosotras a esos clientes», se ofrecieron Patricia y Breanna abrumadas por la vergüenza y dispuestas a desaparecer.

      Me arrodillé para recoger los pedazos del jarrón, teniendo cuidado de no cortarme. Solo faltaba que manchase de sangre el suelo o las alfombras que tenemos por toda la sala de exposición.

      Ni siquiera tuve el valor de levantar la mirada cuando noté que se alejaba.

      Oía solamente sus pasos a mi alrededor.

      De repente, vi una sombra junto a mi cara.

      Stefan estaba parado detrás de mí. Se había agachado y su cara rozaba la mía.

      No conseguía moverme por la tensión mientras su barba me tocaba la cabeza.

      «¿Todavía soy un blandengue torpe?», me susurró al oído.

      «Yo no he dicho eso».

      «He oído lo que has dicho de mí».

      «Entonces, no me he expresado bien».

      «No importa. Tendrás tiempo para ajustar el tiro y descubrir realmente a quién te enfrentas».

      «Definitivamente, no al Stefan de hace siete años».

      «Aquel que hiciste que despidieran».

      «Todavía estás enfadado conmigo por aquella historia, ¿verdad? Me disculpé más de mil veces y, luego, desapareciste».

      «Me mudé a Londres y ahora tengo

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