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Читать онлайн.Thisbe no añadió que Covington era el apellido de soltera de su madre, y que su madre había financiado considerablemente la institución para que abogasen por la educación femenina. Con el tiempo había comprobado que era mejor no sacar a la luz el apellido familiar. La gente no volvía a comportarse del mismo modo cuando averiguaban que Thisbe era hija de un duque. De un duque con fama de raro.
—Me alegra que lo haga —él sonrió y el corazón de Thisbe dio un vuelco en su pecho.
—Me he dado cuenta de que llegó tarde.
—Por decirlo suavemente —él volvió a sonreír—. No pude abandonar antes el trabajo. Lo siento… espero no haberla molestado —parecía más relajado y tan poco interesado en marcharse como lo estaba la propia Thisbe, aunque la sala de conferencias estaba prácticamente vacía.
—No, no me ha molestado en absoluto —eso, por supuesto, era mentira, aunque la molestia que ese hombre había causado era de una índole totalmente distinta de la que él pensaba—. Pensé que quizás le gustaría tomar prestadas las notas que tomé antes de su llegada —ella sacó el cuaderno de notas del bolsito y se lo ofreció.
—¿Está segura? —preguntó él mientras lo tomaba—. ¿No las quiere conservar?
—Ya me las devolverá cuando haya acabado —Thisbe se encogió de hombros—. ¿Tiene intención de asistir a la siguiente conferencia?
—Sí —contestó él de inmediato, la mano cerrándose sobre el cuaderno. En esa ocasión, Thisbe estuvo segura de que, cuando sus dedos se rozaron, no fue por accidente.
—No sé muy bien de qué trata.
—Eso no importa. Quiero decir que seguro que será interesante.
—Pues entonces podrá devolverme las notas —sin embargo, un mes se le antojaba mucho tiempo. Y por eso se sintió feliz cuando una nueva idea surgió en su mente—. O también… ¿tiene intención de asistir a las conferencias de Navidad en el Royal Institute? Yo estaré allí. El señor Odling va a dar una conferencia sobre la química del carbono.
—Sí. Las conferencias comienzan el día después de Navidad, ¿verdad?
—Creo que habrá unas cuantas —ella asintió.
—Excelente. Aunque no puedo evitar preguntarme cómo pueden las propiedades del carbono dar para varios días.
—¡Vaya! Veo que la química no es lo suyo.
—No especialmente. Pero veo que usted sí está interesada en la química.
—Es el trabajo de mi vida —contestó Thisbe—. Llevo estudiándola desde los diecisiete años. Bueno, desde antes en realidad, pero a los diecisiete la convertí en mi objetivo.
—¿En serio? ¿Y dónde ha…? —el hombre rápidamente disimuló su sorpresa—. Quiero decir que, pues, que, ¿la ha estudiado?
Thisbe soltó una pequeña carcajada. Por lo menos había intentado disimular su sorpresa.
—Mi familia le da mucha importancia a la educación… de todos, tanto de los chicos como de las chicas. Aprendí junto a mis hermanos. Y, después, estudié en Bedford College. Hasta este año me temo que a las mujeres no se nos permitía graduarnos en la universidad de Londres.
—Una escuela para mujeres. Entiendo. Qué interesante —observó él con aspecto de hablar en serio, lo cual no solía ser frecuente—. Siempre pensé que no era justo que Oxford y Cambridge no admitiesen mujeres —hizo una mueca—. Aunque a mí tampoco me habrían admitido. No a un insignificante hijo de obrero.
Desde luego había sido buena idea ocultar sus conexiones con la aristocracia.
—Son la cuna del esnobismo.
—Yo estudié en la universidad de Londres. Bueno, durante dos años. Hay muy pocas clases de temas científicos.
—Efectivamente —era uno de los principales reproches de Thisbe contra la educación inglesa, el segundo después de sus prejuicios contra las mujeres—. Inglaterra va muy por detrás de otros países en reconocer la importancia de la investigación científica.
—Sigue considerándose un hobby propio de un caballero —él asintió—. Se pone demasiado énfasis en la filosofía y las lenguas muertas.
—Sí —su padre y ella habían mantenido acaloradas discusiones sobre ese tema—. Por eso me fui a Alemania a estudiar con herr Erlenmeyer.
—¡Emil Erlenmeyer! ¿Lo dice en serio?
—Sí. ¿Lo conoce?
—Por supuesto. ¡Su teoría sobre el naftaleno es brillante!
A continuación se lanzaron a una animada discusión sobre el naftaleno, los anillos de benceno y la experimentación, que duró varios minutos. Hasta que no apareció el señor Andrews en la puerta y carraspeó Thisbe no se dio cuenta de que no quedaba nadie más allí. Ni siquiera se oía ruido en el vestíbulo.
—¡Oh! Me temo que el señor Andrews querrá cerrar la sala de conferencias —por supuesto, el señor Andrews les permitiría quedarse si ella se lo pidiera, pero no había ningún motivo para que el pobre hombre permaneciera allí por un capricho suyo.
—¡Oh! —el joven miró a su alrededor—. No me había dado cuenta de que…
—Yo tampoco.
Se dirigieron hacia la salida.
—Que tenga un buen día, señorita —saludó Andrews con una reverencia.
Afortunadamente no se había dirigido a ella como «milady», como solía hacer en el pasado. Thisbe había logrado quitarle esa costumbre, aunque de vez en cuando aún se le escapaba. Era evidente que le perturbaba. No se sentía cómodo dirigiéndose a ella como «señorita Moreland» y, al parecer, era incapaz de llamar a su madre otra cosa que no fuera «Ilustrísima».
Permanecieron en el vestíbulo. A Andrews aún le llevaría un rato recoger la sala de conferencias, de modo que disponían de unos minutos.
—Lo siento —continuó ella, deseosa de proseguir con la conversación—, no hemos hecho otra cosa que hablar de mis intereses. Ni siquiera le he preguntado cuál es su campo.
—Ya, bueno —él la miró con cierto recelo—. Estoy trabajando en un proyecto con el profesor Gordon.
—¿Archibald Gordon? —Thisbe lo miró fijamente—. ¿El que cree en fantasmas?
—Eso es lo único que se dice de él —el joven suspiró—. Pero se trata de un respetado científico.
—Era un respetado científico hasta que empezó a coquetear con fraudes como la fotografía de espíritus —espetó Thisbe antes de sonrojarse—. Lo siento, eso ha sido una grosería. Todo el mundo me acusa de ser demasiado franca. No pretendía… menospreciar sus convicciones. Si usted es un espiritista… —sería muy decepcionante, pero, por supuesto, eso no era algo que pudiera decirle.
Para su inmenso alivio, él sonrió.
—No se preocupe. No me ofende, ni tampoco soy espiritista. No creo en supersticiones o leyendas. En Dorset, donde yo me crie, son muy abundantes y mi tía solía contarme historias de fantasmas y magia y cosas como corazones de buey atravesados con espinas en la chimenea para evitar que la bruja bajara por ella, esa clase de cosas. Yo sabía que eran tonterías. Pero uno no puede ignorar que la gente haya visto imágenes espectrales, y no me refiero a esos que aseguran haber visto a lady Howard en su carruaje fantasma recorriendo las marismas. Me refiero a esas personas que se despiertan y descubren a un ser querido de pie junto a su cama.
—Eso