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que su enamorado la acompañó hasta casa. Por la naturaleza del caso no era imposible que dichos dolores, dado su carácter orgánico, hubieran perdurado con intensidad muy mitigada y sin que la sujeto les prestase atención durante algún tiempo. La oscuridad resultante de indicarnos el análisis la existencia de la conversión de una magnitud de excitación psíquica en dolor psíquico en una época en la que tal dolor noera seguramente advertido ni recordado, plantea un problema que esperamos resolver mediante ulteriores reflexiones y otros distintos ejemplos.

      Con el descubrimiento del motivo de la primera conversión comenzó un segundo más fructífero período de tratamiento. Primeramente, me sorprendió la enferma, poco después, con la noticia de que ya sabía por qué los dolores partían siempre de determinada zona del muslo derecho y se hacían sentir en ella con máxima intensidad. Era ésta la zona sobre la cual descansaba el padre, todas las mañanas, sus hinchadas piernas, mientras ella renovaba los vendajes. Aunque tal escena se había repetido más de cien veces, hasta entonces no había caído la paciente en la relación indicada. De este modo, me proporcionó, por fin, la sujeto, el tan deseado esclarecimiento de la génesis de una zona histerógena típica. Pero, además, comenzaron a «intervenir» en nuestros análisis las dolorosas sensaciones de la enferma. Me refiero con esto al siguiente hecho singular: la enferma no sentía generalmente dolor alguno cuando iniciábamos la labor analítica; pero en el momento en que, por medio de una pregunta o ejerciendo presión sobre su frente, despertaba yo en ella un recuerdo, surgía una sensación dolorosa, casi siempre tan intensa, que la sujeto se contraía y llevaba sus manos al lugar correspondiente. Este dolor, así despertado, perduraba mientras la enferma se hallaba dominada por el recuerdo de referencia, alcanzaba su intensidad máxima al disponerse a expresar la parte esencial y decisiva de su confesión y desaparecía en las últimas palabras de la misma. Poco a poco aprendí servirme del dolor en esta forma provocado como de una brújula. Cuando la paciente enmudecía, pero manifestaba seguir sintiendo dolores, podía tener la seguridad de que no me lo había dicho todo, y la instaba a continuar su confesión hasta que el dolor desaparecía. Sólo entonces despertaba un nuevo recuerdo.

      La mejoría, tanto psíquica como somática, acusada por la paciente durante este período de «derivación por reacción» fue tan considerable, que, según hube de decirle, y no completamente en broma, cada una de nuestras sesiones hacía desaparecer una cantidad de motivos de dolor, y cuando los hubiéramos recorrido todos, quedaría totalmente curada. Pronto llegó, en efecto, a pasar libre de dolores la mayor parte del tiempo y se dejó decidir a andar mucho y a hacer cesar el aislamiento en el que hasta entonces vivía. En el curso ulterior de análisis hube de guiarme tan pronto por las alternativas espontáneas de su estado como de mi propio juicio, cuando suponía insuficientemente agotado aún un fragmento de su historial. Esta labor me procuró algunas interesantes observaciones, cuyas enseñanzas me fueron más tarde confirmadas por otros casos.

      En primer lugar, comprobé que todas las alternativas del estado de la sujeto se demostraban provocadas asociativamente por un suceso del mismo día. Una vez había oído hablar de una enfermedad que le había recordado la de su padre; otra, había recibido la visita del hijo de su difunta hermana, y el parecido del niño con su madre había despertado en ella el dolor de su pérdida; otra, por fin, había recibido de su hermana casada una carta que transparentaba la influencia del cuñado, tan escaso enconsideraciones para con el resto de la familia, y despertaba un nuevo dolor, que hacía precisa la comunicación de una escena de familia aún no relatada en el análisis.

      Dado que nunca comunicaba dos veces el mismo motivo de dolor, no parecía injustificada nuestra esperanza de agotarlos y con este fin no puse obstáculo ninguno a que la sujeto realizase actos apropiados para despertar nuevos recuerdos aún no llegados a la superficie. Así, le permití visitar la tumba de su hermana y asistir a una reunión a la que también iba a ir su antiguo enamorado.

      En el curso de este período se me fue revelando la génesis de una histeria que podía calificarse de monosintomática. Hallé, en efecto, que durante la hipnosis se presentaba el dolor en la pierna derecha cuando se trataba de recuerdos de la asistencia prestada al padre en su enfermedad, de sus relaciones con el joven o de otra cualquier circunstancia perteneciente al primer período de la época patógena, y en la izquierda, en cuanto surgía un recuerdo referente a la hermana muerta, a los cuñados o, en general, a una impresión correspondiente a la segunda mitad de la historia de sus padecimientos. Sorprendido por esta constante particularidad de la localización de los dolores, le hice objeto de una detenida investigación y pude observar que cada nuevo motivo psíquico de sensaciones dolorosas se había ido a enlazar con un lugar distinto de la zona dolorosa de la pierna. El lugar primitivamente doloroso del muslo derecho se refería a la asistencia prestada al padre, y a partir de él había ido creciendo, por oposición y a consecuencia de nuevos traumas, el área atacada por el dolor. Así, pues, no podía hablarse, en rigor, de un único síntoma somático enlazado con múltiples complejos mnémicos de orden psíquico, sino de una multiplicidad de síntomas análogos, que, superficialmente considerados, parecían fundidos en uno solo. A lo que no llegué fue a delimitar la zona dolorosa correspondiente a cada uno de los motivos psíquicos, pues la atención de la paciente aparecía apartada de tales relaciones.

      En cambio, dediqué especial interés a la forma en que todo el complejo de síntomas de la abasia podía haberse edificado sobre estas zonas dolorosas, y para el esclarecimiento de este extremo interrogué a la paciente, por separado, sobre los dolores que sentía al andar, estando sentada o hallándose acostada, preguntas a las que contestó en parte espontáneamente y, en parte, bajo la presión de mis manos sobre su cabeza. Esta investigación nos proporcionó un doble resultado. En primer lugar, reunió la enferma en grupos diferentes todas las escenas enlazadas con impresiones dolorosas, según se había hallado, durante las mismas, en pie, sentada o acostada. Así, cuando trajeron a su padre a casa, bajo los efectos del primer ataque cardíaco, se hallaba Isabel en pie junto a una puerta, donde permaneció, como clavada en el suelo, al darse cuenta de la desgracia. A este primer «susto hallándose en pie» enlazó luego otros recuerdos, que se extendían hasta el momento en que se encontró en pie ante el lecho de su hermana muerta. Toda esta cadena de reminiscencias tendía a justificar el enlace de los dolores con la posición indicada y podía constituir también una prueba de la asociación entre ambos elementos, pero no debía olvidarse que en todas estas circunstancias había de existir aún otro factor que había dirigido la atención de la sujeto -y por consecuencia, la conversión-, precisamente al hecho de hallarse en pie (o sentada o echada). Esta orientación particular de la atención no puede explicarse sino por el hecho de que el andar o el estar en pie, sentado o acostado, son actos y situaciones enlazados a funciones y estados de aquellas partes del cuerpo a las cuales correspondían, en este caso, las zonas dolorosas, o sea, de las piernas. Así, pues, la relación entre la astasia-abasia y el primer caso de conversión resultaba fácilmente comprensible en este historial patológico.

      Entre las escenas que hicieron dolorosa la deambulación resaltaba la de un largo paseo que la sujeto había dado con varias otras personas durante su estancia en la pequeña estación veraniega ya mencionada, escena cuyos detalles fue recordando con gran vacilación y dejando gran parte sin aclarar. Su estado de ánimo era aquel día particularmente sentimental, y cuando la invitaron a pasear, se agregó muy gustosa a quienes la invitaban, personas todas de su amistad y agrado. Hacía un día hermosísimo, pero no demasiado caluroso. La madre permaneció en casa; la hermana mayor había partido ya para su residencia habitual, y la menor se sentía algo enferma; pero su marido, que al principio se resistía a salir, por no dejarla sola, acabó por acompañar a Isabel. Esta escena parecía hallarse en íntima relación con la primera aparición de los dolores, pues la sujeto recordaba que regresó muy fatigada y con fuertes dolores. Lo que no podía precisar era si ya antes de emprender el paseo sentía algún dolor, aunque, según le advertí yo, lo más probable era que, en caso afirmativo, no se hubiese decidido a darse tan larga caminata. A mi pregunta sobre cuál podía ser, a su juicio, la causa que había provocado los dolores en aquella ocasión, obtuve la respuesta, no del todo transparente, de que el contraste entre su aislamiento y la felicidad conyugal de su segunda hermana, evidenciada constantemente ante sus ojos por la conducta de su cuñado, le había sido extraordinariamente doloroso.

      Otra escena

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