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estupor. Le sugiero un sueño tranquilo, mejoría de todos sus síntomas, etc., y me escucha con los ojos cerrados, pero dando muestras de intensa atención, mientras que su fisonomía va serenándose poco a poco, hasta adquirir una expresión completa de paz. Después de la primera sesión de hipnosis conserva un oscuro recuerdo de mis palabras durante aquélla, pero a partir de la segunda se presenta un sonambulismo total (amnesia). Antes de comenzar el tratamiento le había anunciado que iba a hipnotizarla, a lo cual no puso objeción alguna. No ha sido hipnotizada nunca, pero sospecho que ha leído algo sobre la hipnosis, aunque no sé cuál puede ser la idea que del estado hipnótico se forma.

      El tratamiento de baños templados, masaje y sugestión hipnótica fue continuado en los siguientes días. La enferma dormía bien, se reponía a ojos vistas y pasaba la mayor parte del día tranquila y reposada. Le estaba permitido ver a sus hijas, leer y despachar su correspondencia.

      El día 8 de mayo, en mi visita matinal, me relata terroríficas historias de animales, hallándose aparentemente en estado normal. Así, me señala un ejemplar del Frankfurter Zeitung y me dice haber leído en él que un muchacho, aprendiz, ha maniatado a un niño y le ha introducido en la boca un ratón blanco, muriendo el niño del susto. Luego me cuenta que el doctor K. ha remitido a Tiflis un cajón lleno de ratas blancas. Una profunda expresión de espanto acompaña sus palabras. Extendiendo hacia mí su mano crispada, exclama repetidamente: «¡Estése quieto! ¡No me hable! ¡No me toque! ¡Mire que si en mi cama hubiera escondido alguno de esos bichos!… (Espanto.) ¡Figúrese lo que pasará al abrir el cajón! ¡Entre las ratas hay una muerta to-da ro-í-da!»

      Durante la hipnosis me esforcé en disipar tales alucinaciones zoológicas. Mientras la enferma dormía, cogí el periódico y encontré la noticia de que un muchacho, aprendiz, había sido objeto de malos tratos, pero sin que se tratara en ella para nada de ratas ni ratones. Esto último constituía, pues, un delirio de la enferma, agregado por ella a su lectura.

      Por la tarde le hablé de nuestra conversación matinal sobre las ratas blancas. No recuerda nada de ella, se asombra de haber dicho tales cosas y acaba riendo alegremente.

      Antes de mi visita ha tenido algo de jaqueca, pero «muy corta; sólo le ha durado dos horas».

      Durante la hipnosis la invitó a hablar, consiguiéndolo después de leve esfuerzo. Habla en voz baja y reflexiona un momento antes de cada respuesta. Su expresión cambia correlativamente al contenido de su relato, serenándose en cuanto pongo fin, por sugestión, a la impresión que el mismo le causa. Le pregunto por qué se asusta con tanta facilidad, y me responde: «Son recuerdos de mi primera infancia.» ¿De qué época? «Primeramente, de cuando tenía cinco años y mis hermanos me asustaban arrojándome bichos muertos. Por entonces tuve el primer ataque -desvanecimiento y convulsiones-; pero mi tía me dijo que debía hacer todo lo posible por dominar tales ataques, y no volví a tener ninguno. Luego, de cuando a los siete años vi a una hermana mía muerta y metida en el ataúd; después, de cuando mi hermano, teniendo yo ocho años, me asustaba disfrazándose de fantasma con una sábana blanca, y por último, de cuando, a los nueve años, entré a ver el cadáver de mi tía y, hallándome ante él, se le abrió de repente la boca.»

      Esta serie de motivos traumáticos, que la paciente me comunica en respuesta a mí pregunta de por qué era tan asustadiza, debía de hallarse ya constituida y organizada en su memoria, pues en caso contrario no le hubiera sido posible buscar y reunir, en un espacio tan breve como el que medió entre mi pregunta y su contestación, los recuerdos de sucesos pertenecientes a épocas tan diversas de su infancia. Al finalizar cada uno de los fragmentos de su relato experimenta contracciones generales y muestra una expresión de espanto. Después del último abre con violencia la boca y respira como angustiada. Las palabras correspondientes a la parte temerosa de su relato surgen trabajosa y anhelantemente de sus labios. Por fin vuelve a serenarse su fisonomía.

      Preguntada, confirma que durante su narración veía plásticamente ante sí, con sus colores correspondientes, las escenas que iba refiriendo. En general, piensa con gran frecuencia en dichas escenas, y durante los últimos días las ha rememorado especialmente. Cada vez que piensa en ellas las ve surgir ante sí con todo el vivo relieve de la realidad. Ahora comprendo por qué me habla con tanta frecuencia de escenas en las que intervienen animales y cadáveres. Mi terapia consiste en desvanecer tales imágenes de manera que no puedan volver a surgir ante sus ojos. Para robustecer Ia sugestión paso varias veces mis manos sobre sus párpados.

      9 de mayo, por la tarde. -Ha dormido bien, sin que haya sido necesario renovar la sugestión; pero por la mañana ha tenido dolores de estómago, que ya se le iniciaron ayer en el jardín, donde permaneció demasiado tiempo con sus hijas. Accede, sin dificultad, a limitar a dos horas y media la permanencia de aquéllas a su lado. Pocos días antes se había reprochado tenerlas muy abandonadas. Hoy la encuentro algo excitada; muestra la frente contraída, produce el singular chasquido antes descrito y se interrumpe, con frecuencia, al hablar. Durante el masaje me cuenta que la institutriz de sus hijas ha traído consigo un atlas de historia de la civilización, en el que había estampas -unos indios disfrazados de animales- que la han asustado mucho. «¡Imagínese que de repente adquieran vida!...» (Espanto.)

      En la hipnosis le pregunto por qué la han asustado tanto aquellas estampas, siendo así que ya no le dan miedo los animales, y me contesta que la han recordado visiones que tuvo cuando la muerte de su hermano (teniendo ella diecinueve años). Sobre este recuerdo volveré más adelante. Luego le pregunto si ha hablado siempre interrumpiéndose y tartamudeando de cuando en cuando, y desde qué tiempo padece aquel «tic» (el singular chasquido). Responde que el tartamudeo es un fenómeno de su enfermedad, y que el «tic» lo tiene desde una vez que, hace cinco años, se hallaba velando a su hija menor, enferma de gravedad, y se propuso guardar el más absoluto silencio. Intento debilitar la importancia de este recuerdo diciéndole que, después de todo, a su hija no le ha pasado nada, etcétera. Ella: «Pero el “tic” me vuelve cada vez que me asusto o me sobresalto.» Le mando no asustarse más de las estampas de los indios. Lo que deben causarle es risa, y ella misma habrá de llamarme la atención sobre aquéllas. Así sucede, en efecto, al despertar. Busca el libro; me pregunta si lo he visto ya; lo abre por la página en que se halla la estampa tan temida, y se ríe a carcajadas de las grotescas figuras; todo ello sin la menor señal de miedo y con rostro sereno. En esto entra inesperadamente el doctor Breuer, acompañado por el médico del sanatorio. La paciente se asusta y da muestras repetidas de gran excitación, de manera que los dos visitantes abandonan enseguida la estancia. Entonces explica su excitación diciendo que la habitual aparición del médico del sanatorio con los otros visitantes la impresiona desagradablemente.

      Durante esta sesión de hipnotismo hago, además, desaparecer, por medio de pases, el dolor de estómago, y digo a la paciente que después de la comida esperará que se le vuelva a iniciar; pero que no será así.

      AL anochecer. -Por vez primera la encuentro alegre y decidora. Da muestras de un gracejo que yo no sospechaba en mujer de continente tan severo, y, revelando una plena consciencia de su mejoría, se burla del tratamiento prescrito por mi antecesor. Hacía ya tiempo que tenía intención de sustraerse a él, pero no encontraba una fórmula cortés para llevarlo a cabo, hasta que una observación del doctor Breuer, al que consultó una vez, le proporcionó una salida. Viendo que parezco extrañar su relato, se asusta y me reprocha vivamente haber cometido una indiscreción, pero se deja luego tranquilizar, aparentemente, por mí. No ha tenido dolores de estómago, a pesar de haberlos esperado .

      En la hipnosis le digo que me comunique otros sucesos más que la hayan atemorizado duraderamente, y con igual prontitud que la vez primera me relata otra serie de ellos, procedentes de años posteriores, afirmando de nuevo que ve con frecuencia ante sí dichas escenas, con todos sus detalles. Teniendo quince años vio cómo se llevaban al manicomio a una prima suya; quiso pedir auxilio, pero no pudo, y perdió la voz hasta la noche de aquel día. Como durante el estado de vigilia suele hablarme muchas veces de manicomios y sanatorios para enfermos mentales, la interrumpo y la invito a comunicarme otras ocasiones de su vida en las que se haya tratado de locos. Me cuenta entonces que su madre estuvo también algún tiempo en un manicomio. Además, tuvieron una criada que había servido a una señora, internada después en uno de tales

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