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sensación de vidas muy lejanas.

      —En este momento ya debe haberlo leído en todos los periódicos —dijo Jim—. Nunca podré enfrentarme al pobre viejo. —No me atreví a levantar los ojos hasta que lo escuché agregar:

      —Jamás podría explicarle. No lo entendería.

      Entonces levanté la vista. Fumaba, reflexivo, y al cabo de un momento, como quien despierta, volvió a hablar. Descubrió en el acto un deseo de que no lo confundiese con sus socios en… llamémoslo el delito. No era uno de ellos; pertenecía a otro tipo.

      No ofrecí señales de disentimiento. No tenía la in tención de despojarlo, en bien de la verdad desnuda, de la menor partícula de ninguna gracia salvadora que pudiese cruzarse por su camino. No sé hasta qué punto lo creía él mismo. No entendía a dónde quería llegar —si quería llegar a alguna parte—, y sospecho que tampoco él lo sabía; pues creo que nadie entiende del todo sus propias tretas ingeniosas para eludir la torva sombra del conocimiento de sí. No emití sonido alguno mientras él se preguntaba qué podía hacer «después que terminara la estúpida investigación».

      En apariencia compartía la despectiva opinión de Brierly acerca de esos procedimientos ordenados por la ley. No sabría qué hacer, confesó, y resultó claro que pensaba en voz alta, en lugar de hablar conmigo. La licencia perdida, la carrera destruida, sin dinero para irse, sin trabajo que conseguir, hasta donde podía verlo. Era posible que en su casa consiguiese algo; pero eso significaba acudir a su familia en busca de ayuda, y no lo haría. No veía más remedio que embarcarse en una categoría inferior…

      Tal vez consiguiera un puesto de contramaestre en algún vapor. Aceptaría un cargo de contramaestre…

      —¿Le parece? —pregunté, implacable. Se puso de pie de un salto, fue hacia la balaustrada de piedra, miró hacia la noche. Un momento después regresó, erguido ante mi sillón, con su rostro juvenil nublado todavía por el dolor de una emoción dominada.

      Había entendido muy bien que no dudaba de su capacidad para pilotear un barco. Con voz que temblaba un poco, me preguntó:

      —¿Por qué dije eso? Había sido «muy bondadoso» con él. Ni siquiera me reí de él cuando… aquí comenzó a mascullar…

      —Ese error, ¿sabe?, me convirtió en un maldito asno.

      Lo interrumpí para decirle, con cierto calor, que un error por el estilo no era cosa de risa. Se sentó y bebió, en forma deliberada, un poco de café, y vació la tacita hasta la última gota.

      —Eso no significa que admita por un momento que yo tuviese la culpa —declaró con claridad.

      —¿No? —dije.

      —No —afirmó con tranquila decisión—. ¿Sabe lo que habría hecho usted? ¿Lo sabe? ¿Y se considera… —tragó algo—… se considera un… un… perro? —Y enseguida—: ¡Por mi honor! —me miró, interrogante.

      En apariencia era una pregunta ¡una pregunta bona-fide ! Pero no esperó una respuesta. Antes que pudiese recobrarme, continuó, con la vista fija hacia delante, como si leyese algo escrito en el cuerpo de la noche.

      —Todo consiste en estar preparado. Yo no lo estaba; no entonces no… No quiero disculparme; pero me agradaría explicar… me gustaría que alguien entendiera… alguien… ¡por lo menos una persona! ¡Usted! ¿Por qué no usted? Era solemne, y, además, un poco ridículo, como lo son siempre los individuos que luchan tratando de salvar del fuego su idea de cuál debería ser su identidad moral, esa preciosa noción de una convención, nada más que una de las reglas del juego, sólo eso, pero tanto más terriblemente eficaz por su suposición de un poder ilimitado sobre los instintos naturales, por las atroces penalidades de su fracaso.

      Comenzó el relato con bastante tranquilidad. A bordo del vapor de la línea Dale que recogió a esos cuatro que flotaban en un bote, en el discreto resplandor del atardecer en el mar, después del primer día se los miró de soslayo. El gordo capitán contó algo, los otros guardaron silencio, y al principio los aceptaron. No se interroga a pobres náufragos que se ha tenido la buena suerte de salvar, si no de una muerte cruel, por lo menos de un cruel sufrimiento.

      Después, sin tiempo para pensarlo, debe de habérseles ocurrido a los oficiales del Avondale que había «algo sospechoso» en el asunto. Pero es claro que guardaron sus dudas para sí. Habían recogido al capitán, al primer oficial, y a dos maquinistas del vapor Patna hundido en el mar, y eso, como es justo, les bastaba. No le preguntaron a Jim acerca de la naturaleza de sus sentimientos durante los diez días que pasó a bordo. Por la forma en que narró esta parte, me sentí en libertad de inferir que estaba un tanto aturdido por el descubrimiento que había hecho —el descubrimiento acerca de sí mismo—, y que sin duda se esforzaba por explicarlo al único hombre capaz de apreciar toda su tremenda magnitud.

      Entiendan que él no trató de minimizar su importancia.

      De eso estoy seguro, y en ello reside su distinción.

      En cuanto a las sensaciones que experimentó cuando bajó a tierra y escuchó la imprevista conclusión de la narración en la cual había tenido un papel tan lamentable, nada me dijo acerca de ellas y resulta difícil imaginarlas. Me pregunto si sintió que le faltaba el suelo bajo los pies. Me lo pregunto. Pero no cabe duda de que muy pronto encontró un nuevo terreno firme que pisar. Estuvo en tierra durante toda una quincena, esperando en el Hogar para Marinos, y como había seis o siete hombres hospedados allí en esa época, oía hablar un poco de él. La lánguida opinión de la gente parecía ser la de que, además de sus otros defectos, era un animal tosco. Se había pasado esos días en la galería, hundido en un largo sillón, y salía de ese lugar de sepultura sólo a la hora de la comida, o tarde por la noche, cuando vagaba por los muelles, a solas separado de lo que lo rodeaba, indeciso y silencioso, como un fantasma sin un hogar que recorrer.

      —No creo que todo ese tiempo haya hablado tres palabras con un alma viviente —me dijo, y me hizo sentir mucha pena por él; y enseguida agregó—: Uno de esos tipos habría barbotado, sin duda alguna, algo que yo estaba resuelto a no soportar, y no quería riñas. ¡No! Entonces no. Estaba demasiado… demasiado… No tenía ánimo para ello.

      —De modo que ese mamparo aguantó, en definitiva —señalé, alegre.

      —Sí —murmuró—, aguantó. Sin embargo, le juro que lo sentí hincharse bajo mi mano.

      —Es extraordinaria la tensión que el hierro viejo puede soportar a veces —respondí. Echado hacia atrás en su asiento, las piernas extendidas, rígidas, y los brazos colgantes, asintió varias veces con un leve movimiento de cabeza. No es posible imaginar un espectáculo más triste. De pronto levantó la cabeza, se incorporó, se golpeó el muslo.

      —¡Ah, qué oportunidad perdida! ¡Dios mío, qué oportunidad perdida! —estalló, pero el sonido de ese último «perdida» se pareció a un grito arrancado por el dolor.

      Volvió a guardar silencio con una expresión lejana, inmóvil, de feroz ansia, después de esa distinción perdida, con las fosas nasales dilatadas por un instante, husmeando el aliento embriagador de esa oportunidad derrochada. Si piensan que me sentí sorprendido o conmovido, cometen conmigo una injusticia en más de un sentido. ¡Ah, era un individuo imaginativo! Se traicionaba; se entregaba. Pude ver en su mirada que penetraba en la noche, todo su ser interior arrebatado, proyectado de cabeza hacia el reino fantástico de las irreflexivas aspiraciones heroicas. No tenía tiempo para lamentar lo que había perdido, de modo que se preocupaba por completo, y de manera natural, por lo que no había conseguido. Estaba muy lejos de mí, que lo observaba desde un, metro de distancia. A cada instante que pasaba, penetraba más profundamente en el reino imposible de las hazañas románticas. ¡Por fin llegó al corazón de ese mundo! Una extraña expresión de beatitud se difundió por sus facciones, los ojos le chispearon a la luz de la vela que ardía entre nosotros; ¡sonrió! Había llegado al corazón mismo… al corazón mismo… Era una sonrisa extática que el rostro de ustedes —o el mío— jamás ostentarán, mis queridos amigos.

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