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el escribiente.

      Alguien abrió la puerta delante del viejo y el patriarca de los mares salió titubeando sin siquiera dirigir a nadie una mirada.

      Archie traía una cartera que suscitó la burla general. Belfast, que parecía achispado como si hubiese pasado ya por uno o dos cabarets dio signos de emoción y quiso hablar privadamente al capitán. El patrón, sorprendido, consintió. Hablaron a través de la rejilla y se oyó decir al capitán:

      —Se lo he entregado al Board of Trade .

      — Hubiera querido un recuerdo suyo —mascullaba Belfast.

      —Pero no hay manera, muchacho. Está entregado, cerrado y sellado todo en la oficina de la marina —explicó el patrón.

      Y Belfast dio un paso atrás, triste la boca y los ojos turbios. Durante una pausa, oímos al patrón hablar con el escribiente. Logramos sorprender algunas palabras: «James Wait… muerto…, no se encontraron papeles de ninguna clase… ni amigos, ni huella de parientes… La oficina guardará su paga».

      Entró Donkin. Parecía jadeante, grave, atareado. Se dirigió al mostrador, habló con tono animado al escribiente, que lo encontró inteligente. Discutieron la cuenta, dejando caer sus h al estilo de los barrios bajos de Londres, como si apostasen muy amigablemente. El capitán Allistoun pagó.

      —Le he puesto a usted una mala nota en su cartilla —dijo tranquilamente.

      Donkin levantó la voz:

      —Me importa un bledo su nota y la cartilla. Tengo un empleo en tierra.

      Y volviéndose hacia nosotros:

      —No volveré al cochino mar —dijo en voz alta.

      Todos le miraron. Tenía mejores ropas y un aire de contento que lo hacía parecer más desenvuelto que nosotros; nos contemplaba con despego, gozando los efectos de su declaración.

      —Sí. Tengo amigos de la alta. También lo quisierais, ¿verdad? Pero yo soy un hombre. Somos camaradas, después de todo. ¿Quién quiere tomarse un trago conmigo? Yo pago.

      Nadie se movió. Hubo un silencio; un silencio de rostros inertes y de miradas frías. Donkin esperó un momento, sonrió amargamente y se dirigió hacia la puerta. Al llegar a ella se volvió de nuevo.

      —¿No queréis? ¡Condenado hato de hipócritas! ¿No? ¿Qué os he hecho?? ¿Os he pegado? ¿Os he hecho daño? ¿Os he…? ¿No queréis un trago…? ¡No…! ¡Así os viera morir de sed a todos! No hay entre vosotros uno solo que tenga el valor de una chinche… ¡La escoria del mundo…! ¡Trabajad y reventad, pues!

      Salió, dando un portazo con tanta violencia que el viejo pájaro del Board of Trade estuvo a punto de caer de su percha.

      —Está loco —dijo Archie.

      —No, no, está borracho —insistió Belfast titubeante, tiernamente achispado.

      El capitán Allistoun sonreía tranquilamente ante la mesa vacía.

      Fuera, en Tower Hill, los hombres parpadearon, vacilando torpemente, como cegados por la calidad nueva de aquella luz tamizada, como intimidados por la vista de tantos hombres; y ellos, que podían entenderse entre el estruendo de las tempestades, parecían ensordecidos y turbados por el sordo retumbar de la tierra laboriosa.

      —¡Al «Caballo Negro»! ¡Al «Caballo Negro»! —gritaron algunas voces—. Hay que tomar una copa juntos antes de separarse.

      Atravesaron la calle, cogidos unos de otros. Únicamente Belfast y Charley se alejaron solos. Al pasar, vi una mujer hinchada, rojiza, con un chal gris y unos cabellos polvorientos y sedosos arrojarse al cuello de Charley. Era su madre.

      —¡Hijo mío! ¡Hijo mío! —exclamaba baboseándole.

      —Déjame —dijo Charley—. ¡Déjame, madre!

      En aquel momento pasaba yo junto a ellos y sobre la cabeza despeinada de la mujer que lloriqueaba, el mozo me dirigió una sonrisa indulgente acompañada de una mirada irónica, valiente y profunda que parecía confundir todo mi conocimiento de la vida. Hice un ademán amistoso prosiguiendo mi camino, no sin alcanzar a oírle todavía decir espléndidamente:

      —Si me dejas ahora mismo, te daré un chelín de mi paga para que te lo bebas a mi salud.

      Unas cuantos pasos más, y me encontré con Belfast. Me cogió del brazo con trémulo entusiasmo.

      —No he podido ir con ellos —farfulló, indicando con un ademán el grupo ruidoso que descendía lentamente la calle a lo largo de la acera opuesta—. Cuando pienso en Jimmy… ¡Pobre Jim! Cuando pienso en él, no tengo ánimo para beber. Tú también eras compañero suyo… Pero yo, yo le salvé aquella vez… ¿no es cierto? Tenía el cabello corto, rizado y lanoso… Sí. Y fui yo quien robó la condenada tarta… Él no quería irse… Nadie podía alejarlo. —Se echó a llorar—. Yo no le toqué, ¡oh!, no, no… Por mí, por darme gusto, se marchó como… como… un cordero.

      Me aparté de él amablemente. En Belfast, las crisis de llanto se terminaban generalmente con puñetazos y yo no tenía el menor interés en soportar el peso de su inconsolable dolor. Además, dos policías de imponente apostura se hallaban cerca de allí, mirándonos con ojos incorruptibles y desaprobadores.

      —Hasta la vista —dije, y me marché.

      Pero al llegar a la esquina, hice alto para mirar por última vez la tripulación del Narcissus . Irresolutos y parlanchines, los hombres oscilaban sobre las anchas losas del pavimento de la Moneda. Llevaban rumbo al «Caballo Negro», donde hombres en mangas de camisa y gorros aplastados sobre sus rostros brutales extraen de las barnizadas cubas las ilusiones de la fuerza, la alegría, la felicidad, la ilusión del esplendor y de la poesía de vivir que ofrecían a las tripulaciones licenciadas de los barcos de alta mar. Desde lejos, los veía discurrir con miradas joviales y ademanes torpes, en tanto que la corriente de la vida llenaba sus oídos de un trueno incesante y que ellos no oían. Y allí, sobre aquellas piedras blancas holladas por sus pies indecisos, entre la premura y el clamor de los hombres, parecían seres de otra especie, perdida, solitaria, olvidadiza, condenada; eran como náufragos, como despreocupados y joviales náufragos; como locos náufragos que bromearan bajo la tempestad y sobre el saliente de una roca traidora. El zumbido de la ciudad se asemejaba al rumor de los rompientes, poderosos y sin misericordia en la majestad de su voz y la crueldad de su designio; pero las nubes se abrieron en el cielo y un torrente de luz inundó los muros de las casas sórdidas. El grupo oscuro de hombres derivó bajo el sol. A su izquierda estremecíanse los árboles del jardín de la Torre, las piedras de la Torre brillaban, parecían moverse con los juegos de la luz, como si recordasen repentinamente todas las grandes alegrías y dolores del pasado, los prototipos guerreros de esos hombres; reclutamientos forzados, gritos de rebelión, llantos de mujeres a la orilla del río y clamores de hombres saludando a los que regresaban triunfantes. El resplandor del cielo caía, como una gracia acordada, sobre el fango del suelo, sobre las piedras llenas de recuerdo y de silencio, sobre el egoísmo y la avaricia y las fisonomías inquietas de los hombres olvidadizos. A la derecha del grupo oscuro, la fachada mancillada de la Moneda, lavada por la ola de luz, resaltó un instante deslumbradora y blanca como un palacio de mármol en un cuento de hadas. La tripulación del Narcissus se borró ante mis ojos.

      Nunca he vuelto a verlos. El mar se apoderó de algunos, los barcos de vapor de otros, los cementerios de la tierra pueden dar cuenta del resto. Sin duda, Singleton se llevó consigo su larga crónica de trabajo y de fidelidad a las profundidades pacíficas del mar hospitalario. Y Donkin, que no rindió nunca debidamente una jornada de trabajo, gana sin duda su pan perorando con innoble elocuencia sobre los sagrados derechos del trabajador. ¡Así sea! Dejemos a la tierra y al mar los que a una y otro pertenecen.

      Un camarada de a bordo que se deja —como a otro hombre cualquiera—, se va para siempre; y a ninguno de ellos volví a ver. Pero hay días en que la corriente del recuerdo rechaza con fuerza el oscuro

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