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se perdía en la sombra que proyectaban las lanchas salvavidas. La blancura de sus dientes y sus ojos relucía distintamente, pero el rostro era indistinguible. Sus manos eran grandes y parecían enguantadas.

      Mister Baker avanzó intrépidamente:

      —¿Quién es usted? ¿Cómo se atreve usted?… —comenzó.

      El grumete, estupefacto como los demás, elevó el fanal hasta iluminar el rostro del hombre. Era negro. Un rumor asombrado, que parecía el murmullo asordinado de la palabra: «Negro», corrió a lo largo de la cubierta y se perdió en la noche. El negro no pareció oír. Se plantó gallardamente y su movimiento rítmico marcó un tiempo. Después de un momento, dijo con calma:

      —Me llamo Wait, James Wait.

      —¡Oh! —exclamó mister Baker.

      Después de algunos momentos de un silencio en el que se incubaba la tormenta, estalló:

      —¡Ah!, conque ¿se llama usted Wait? ¿Y qué más? ¿Qué quiere usted? ¿Qué demonios le sucede para que se precipite usted aquí vociferando de ese modo?

      El negro estaba tranquilo, frío, dominador, soberbio. Los hombres se habían aproximado y se mantenían tras él en una masa compacta. Su estatura superaba en media cabeza al más alto.

      —Pertenezco al barco —dijo.

      Pronunciaba claramente, con una precisión dulce. Los acentos profundos y sueltos de su voz llenaban sin esfuerzo la cubierta. Era naturalmente desdeñoso, condescendiente sin afectación, como hombre que desde lo alto de sus seis pies, tres pulgadas, había medido la inmensidad de la humana locura y tomado el partido de ser indulgente.

      —El capitán me enroló esta mañana —prosiguió—. No pude venir antes a bordo. Vi a todo el mundo a popa cuando subía la escala y comprendí en seguida que pasaban lista. Naturalmente, dije mi nombre. Creí que usted lo tendría en su lista y que comprendería. Pero usted ha entendido mal.

      Se detuvo de pronto. La demencia de los hombres que le rodeaban quedaba confundida. Él tenía razón, como siempre, y como siempre estaba dispuesto a perdonar la ofensa. La expresión de su desprecio había cesado y, jadeando, permanecía inmóvil entre todos aquellos hombres blancos. Levantaba la cabeza bajo la luz del fanal, una cabeza vigorosamente modelada en profundas sombras y luminosos relieves, una cabeza poderosa y deforme, de rostro chato y atormentado, patético y brutal: la máscara trágica, misteriosa y repulsiva del alma negra.

      Mister Baker recobró su compostura y miró de cerca el papel.

      —¡Ah!, sí. Perfectamente. Está bien, Wait. Lleve su saco a proa.

      De repente, los ojos del negro giraron desatentadamente, se hicieron blancos. Se llevó la mano al costado y tosió dos veces con una tos metálica, hueca, formidablemente sonora; aquello resonó como una doble explosión en una cripta; el domo del cielo retembló y las paredes de hierro del barco parecieron vibrar al unísono; luego, el negro se puso en marcha hacia la proa con el resto de la tripulación. Los oficiales, que se habían demorado a la puerta de la cámara, pudieron oírle decir:

      —¿No hay nadie aquí que me preste una mano? Tengo un cofre y un saco.

      Estas palabras de entonación igual y sonora, se oyeron en todo el barco, y la pregunta estaba hecha de tal manera que hacía imposible una negativa. Los pasos cortos y apresurados de hombres que llevan un fardo se alejaron hacia la proa, pero la enorme figura del negro permaneció cerca de la escotilla mayor, rodeada de oyentes más pequeños. De nuevo se le oyó preguntar:

      —¿Vuestro cocinero es un caballero de color?

      Y cuando se le informó que el cocinero no era más que un simple hombre blanco, su único comentario, decepcionado y reprobador, fue un «¡Ah, hum!». No obstante, cuando descendían todos juntos hacia el castillo de proa, se dignó pasar la cabeza por la puerta de la cocina y lanzar un magnífico bramido: «Buenas noches, doctor», que hizo vibrar las cacerolas. En la penumbra de la cocina, dormitaba el cocinero sentado sobre el cofre del carbón. Saltó en el aire como si le hubiesen azotado con un látigo y se precipitó a la cubierta, donde sólo pudo ver las espaldas de los hombres que se alejaban, sacudidas por la risa. Más tarde, cuando se le hablaba de aquel viaje, el cocinero solía decir: «El pobre diablo me asustó. Creí ver a Satanás en persona». Siete años llevaba el cocinero navegando en aquel barco, con el mismo capitán. Era hombre de espíritu serio, casado y padre de tres hijos, de cuya sociedad gozaba, por término medio, un mes de cada doce. En tales ocasiones, llevaba su familia a la iglesia dos veces cada domingo. En el mar, se dormía todas las noches con la lámpara encendida, la pipa entre los dientes y su Biblia en la mano. Alguno de los hombres había de encargarse siempre de ir, durante la noche, a apagar la luz y retirar el libro de sus manos y la pipa de su boca.

      —Pues, si no fuese así, estúpido viejo, terminarías por tragarte una buena noche tu cachimba y nos quedaríamos sin cocinero —solía decir Belfast, irritado y quejoso.

      —¡Ah, hijo mío, estoy dispuesto a responder a la llamada del Creador… y quisiera que todos lo estuvieseis! —respondía el otro con una mansedumbre serena, a la vez imbécil y conmovedora.

      Belfast trepidaba de cólera a la puerta de la cocina:

      —Eres un santo idiota. No tengo el menor deseo de que mueras —chillaba levantando un rostro furioso y trémulo y unos ojos tiernos—. No hay prisa. Siempre el diablo te tendrá demasiado pronto, condenado hereje, vieja cabeza de palo. ¡Pero piensa en nosotros… en nosotros… en nosotros!

      Y se iba pateando, escupiendo, asqueado y desazonado; en tanto que el otro franqueaba el umbral cacerola en mano, caliente, grasiento y plácido, para seguir con una sonrisa de superioridad, llena de piadosa suficiencia, la espalda del «estrambótico hombrecito» estremecida de cólera. Y eran grandes amigos.

      Mister Baker, perezosamente apoyado sobre el bordaje, aspiraba la humedad de la noche en compañía del segundo oficial.

      —Hermosos mocetones hay entre esos negros de las Antillas… ¿No es verdad?… Magnífico mozo ése, mister Creighton. Se le siente tirando de una amarra. ¿Eh? Quiero tenerlo conmigo en mi guardia. Probablemente.

      El segundo oficial joven, rubio, de aspecto distinguido, dotado de un rostro enérgico y de una fisonomía soberbia, observó tranquilamente que no esperaba otra cosa. Su tono dejaba traslucir una sombra de amargura que mister Baker, muy cariñosamente, quiso razonar.

      —Vamos, vamos, muchacho —dijo gruñendo tras cada palabra—. Vamos, no se debe ser demasiado goloso. Durante todo el viaje anterior tuvo usted en su guardia a ese corpulento finlandés. Quiero ser justo. Le dejo a usted esos dos mozos escandinavos y yo… ¡hum!… yo me quedo con el negro y… ¡hum!, y también con ese buhonero descarado de la levita negra. Tendrá que… ¡hum!… andarse con cuidado o ¡hum!… no me llamo yo Baker. ¡Hum! ¡Hum! ¡Hum!

      Gruñó tres veces seguidas, ferozmente. Esa costumbre de gruñir entre las palabras y al final de las frases era su tic. Un bello gruñido sostenido, decidido, que iba bien con el acento de amenaza con que articulaba las sílabas, con su torso pesado, rematado por un cuello de toro, con su paso nervioso y entrecortado; con su ancho rostro agrietado, sus ojos fijos y su risa sardónica. Pero desde hacía tiempo este tic había perdido su efecto sobre la marinería. Los hombres le querían; Belfast, al que estimaba y que lo sabía, lo remedaba poco menos que en su propia cara. Charley, más prudente, parodiaba su andadura. Algunas de sus frases habían adquirido categoría de refranes establecidos y cotidianos en el castillo de proa. ¡Colmo de la popularidad! Además, todos estaban dispuestos a admitir que, llegada la ocasión, el piloto podía «apabullar a cualquiera en el más puro estilo americano».

      Daba sus últimas órdenes:

      —¡Hum!… ¡Tú, Knowles!… A las cuatro, todos arriba. Quiero… ¡hum!… virar antes de que llegue el remolcador. Espera la llegada del capitán. Bajaré a acostarme vestido… ¡Hum!… Llámame cuando veas venir la embarcación… ¡Hum! ¡Hum! Seguramente

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