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de repente le vi sobre la camilla, abriendo la boca vorazmente, como para devorar la tierra entera con toda la humanidad. En aquel momento estuvo vivo ante mí; estuvo tan vivo como nunca lo habla estado: una sombra, insaciable de espléndidas apariencias, de espantosas realidades; una sombra más oscura que la sombra de la noche y noblemente envuelta en el manto de una espléndida elocuencia. La visión pareció entrar en la casa conmigo. La camilla, los porteadores del fantasma, la salvaje muchedumbre de obedientes adoradores, la tenebrosidad de los bosques, el relucir del tramo entre los lóbregos recodos, el son del tambor, regular y apagado como el latido de un corazón…, el corazón de una oscuridad victoriosa. Era un momento de triunfo para la selva, un ataque invasor y vengativo que, me pareció, yo debería repeler sólo para la salvación de otra alma. Y el recuerdo de lo que le había oído decir allá lejos, con las formas cornudas agitándose a mis espaldas, en el resplandor de las hogueras, dentro de los pacientes bosques, aquellas frases entrecortadas volvieron a mí, se oyeron de nuevo en su ominosa y aterradora simplicidad. Recordé su abyecta súplica, sus abyectas amenazas, la colosal magnitud de sus viles deseos, la mezquindad, el tormento, la tempestuosa angustia de su alma. Y más tarde me pareció ver su aire lánguido y recoleto, cuando dijo un día: “Este lote de marfil ahora es realmente mío. La compañía no lo ha pagado. Lo reuní yo mismo con gran riesgo personal. Aunque me temo que tratarán de reclamarlo como suyo. ¡Hum! Es un caso difícil. ¿Qué cree usted que debería hacer? ¿Resistirme? ¿Eh? Sólo quiero justicia…”. Sólo quería justicia, sólo justicia. Llamé al timbre ante una puerta de caoba del primer piso, y, mientras esperaba, él parecía mirarme fijamente desde el entrepaño de cristal; mirarme con aquella amplia e inmensa mirada fija que abrazaba, condenaba, abominaba todo el universo. Me pareció oír el grito susurrado: “¡El horror! ¡El horror!”.

      »El crepúsculo estaba cayendo. Tuve que esperar en un majestuoso salón con tres altas ventanas que desde el suelo llegaban hasta el techo y que parecían tres columnas luminosas y acortinadas. Las curvas indistintas de los retorcidos y dorados respaldos y patas de los muebles brillaban. La alta chimenea de mármol era de una blancura fría y monumental. Un piano de cola se levantaba imponente en un rincón, con oscuros destellos sobre las superficies planas, como un sarcófago sombrío y lustroso. Una puerta alta se abrió…, se cerró. Yo me levanté.

      »Ella se adelantó hacia mí toda de negro, con la cabeza pálida, flotando en el crepúsculo. Estaba de luto. Había transcurrido más de un año desde su muerte, más de un año desde que llegó la noticia; parecía como si ella le fuera a recordar y llorar para siempre. Tomó mis dos manos entre las suyas y murmuró: “Me habían dicho que vendría usted”. Observé que no era demasiado joven, quiero decir que no era una chiquilla. Tenía una capacidad madura para la lealtad, para la fe, para el sufrimiento. La habitación parecía haberse ensombrecido aún más, como si toda la triste luz del nublado atardecer se hubiera refugiado en su frente. Aquellos cabellos rubios, aquel pálido rostro, aquella frente pura, parecían rodeados de un halo ceniciento desde el cual los oscuros ojos me miraban. Su mirada era franca, profunda, segura y confiada. Llevaba su cabeza afligida como si estuviera orgullosa de aquella aflicción, como si fuera a decir: “Yo, yo soy la única que sabe llorarle como merece”. Pero, mientras estábamos todavía estrechándonos la mano, vino a su rostro tal expresión de espantosa desolación, que comprendí que ella era una de esas criaturas que no son juguetes del Tiempo. Para ella, él había muerto sólo ayer. Y, ¡por Júpiter!, la impresión era tan fuerte que a mí también me parecía que él había muerto sólo ayer…, y aún más, en aquel mismo minuto. Les vi a ella y a él en el mismo instante del tiempo: la muerte de él y el dolor de ella; vi el dolor de ella en el mismo momento de la muerte de él. ¿Entendéis? Les vi juntos, les oí juntos. Ella había dicho con la respiración contenida: “He sobrevivido”, mientras mis oídos tensos parecieron oír con nitidez el susurro recapitulador de la condenación eterna de él, mezclado con el tono de remordimiento desesperado de ella. Me preguntaba a mí mismo qué hacía allí, con una sensación de pánico en el corazón, como si hubiera caído en un lugar de crueles y absurdos misterios, que un ser humano no puede tolerar. Me indicó una silla. Nos sentamos. Yo coloqué el paquete con cuidado sobre la pequeña mesa y ella posó su mano sobre él… “Usted le conocía bien”, murmuró, después de un momento de silencio de duelo.

      »—La intimidad crece de prisa allí lejos —dije yo—. Le conocía todo lo bien que puede un hombre conocer a otro.

      »—Y usted le admiraba —dijo ella—. Era imposible conocerle y no admirarle ¿no?”.

      »—Era un hombre extraordinario —dije yo vacilante. Entonces, ante la incitante firmeza de su mirada, que parecía estar a la espera de oír más palabras de mis labios, continué—: Era imposible no…

      »—Amarle —concluyó ella con vehemencia, reduciéndome a un estado de estupefacta mudez—. ¡Qué cierto es! ¡Qué cierto es! ¡Pero piense usted que nadie le conocía tan bien como yo! Yo era la depositaria de toda su noble confianza. Le conocía mejor que nadie.

      »—Usted le conocía mejor que nadie —repetí. Quizá fuera cierto. Pero la habitación se iba ensombreciendo con cada palabra que se pronunciaba, y solamente su frente, tersa y blanca, permanecía iluminada por la inextinguible luz de la fe y el amor.

      »—Usted era su amigo —continuó—. Su amigo —repitió un poco más alto—. Debió usted de serlo, cuando él le confió esto y le mandó aquí. Siento que puedo hablar con usted… y, ¡oh!, tengo que hacerlo. Quiero que sepa usted —usted que ha oído sus últimas palabras— que he sido digna de él… No es orgullo… ¡Sí! Me siento orgullosa de saber que yo le comprendí mejor que nadie en el mundo…, él mismo me lo dijo. Y desde que su madre murió no tengo a nadie…, a nadie…, para…, para…

      »Yo escuchaba. La oscuridad se hizo más profunda. No estaba siquiera seguro de que él me hubiera dado el envoltorio correcto. Más bien sospecho que quería que me ocupara de otro manojo de papeles suyos que, después de su muerte, vi examinar al director bajo una lámpara. Y la muchacha hablaba, aliviando su dolor en la certeza de obtener mi compasión; hablaba de la misma forma que beben los sedientos. Yo había oído que su compromiso con Kurtz no había sido aprobado por sus familiares. No era lo bastante rico, o algo así. Y realmente no sé si no habría sido un pobre indigente toda su vida. Él me había dado razones para inferir que había sido la impaciencia por su pobreza relativa lo que le había impulsado a marcharse allí.

      »—… ¿Quién, habiéndole oído hablar una vez, no era amigo suyo? —estaba diciendo ella—. Él atraía a los hombres por lo que en ellos había de más valioso. —Me miró con intensidad—. Es el don de los grandes —continuó, y el sonido de su voz baja parecía ir acompañado de todos los otros sonidos, llenos de misterio, desolación y aflicción que yo había oído en mi vida: el murmullo del río, el suspirar de los árboles mecidos por el viento, el zumbido de las multitudes, el débil rumor de palabras incomprensibles gritadas desde lejos, el susurro de una voz hablando desde más allá del umbral de una oscuridad eterna—. ¡Pero usted le ha oído! ¡Usted lo sabe!

      »—Sí, lo sé —dije yo, con algo como desesperación en el corazón, si bien me inclinaba ante aquella fe que había en ella, ante aquella ilusión grande y redentora que brillaba con un resplandor sobrenatural en la oscuridad, en la oscuridad triunfante de la que yo no la podría haber defendido; de la que no podía siquiera defenderme a mí mismo.

      »—¡Qué pérdida para mí…, para nosotros! —se corrigió con hermosa generosidad; después añadió en murmullos—: Para el mundo. —Podía ver el brillo de sus ojos bajo el último centelleo del crepúsculo, estaban llenos de lágrimas, de lágrimas que no caerían.

      »“He sido muy feliz, muy afortunada, me he sentido muy orgullosa —continuó—. Demasiado afortunada. Demasiado feliz durante algún tiempo. Y ahora voy a ser desdichada para…, para toda la vida.

      »Se levantó; sus rubios cabellos parecían recoger toda la luz que aún quedaba en un resplandor de oro. Yo también me levanté.

      »—Y de todo esto —continuó con melancolía—, de todas sus promesas, y de toda su

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