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a sus pulmones, según nos decía el poeta.

      De sus excursiones solía traer ramos de violetas y gruesos cuadernillos de madrigales, escritos al ruido de las hojas y bajo el ancho cielo sin nubes. Las violetas eran para Nini, su vecina, una muchacha fresca y rosada que tenía los ojos muy azules.

      Los versos eran para nosotros. Nosotros los leíamos y los aplaudíamos. Todos teníamos una alabanza para Garcín. Era un ingenio que debía brillar. El tiempo vendría. Oh, el pájaro azul volaría muy alto. ¡Bravo!, ¡bien! ¡Eh, mozo, más ajenjo!

      Principios de Garcín:

      De las flores las lindas campánulas.

      Entre las piedras preciosas, el zafiro.

      De las inmensidades, el cielo y el amor; es decir, las pupilas de Nini.

      Y repetía el poeta: Creo que siempre es preferible la neurosis a la imbecilidad.

      R

      A veces Garcín estaba más triste que de costumbre.

      Andaba por los boulevares; veía pasar indiferente los lujosos carruajes, los elegantes, las hermosas mujeres. Frente al escaparate de un joyero sonreía; pero cuando pasaba cerca de un almacén de libros, se llegaba a las vidrieras, husmeaba, y al ver las lujosas ediciones, se declaraba decididamente envidioso, arrugaba la frente, para desahogarse volvía el rostro hacia el cielo y suspiraba. Corría al café en busca de nosotros, conmovido, exaltado, casi llorando, pedía su vaso de ajenjo y nos decía:

      —Sí, dentro de la jaula de mi cerebro está preso un pájaro azul que quiere su libertad…

      R

      Hubo algunos que llegaron a creer en un descalabro de razón.

      Un alienista a quien se le dio noticia de lo que pasaba, calificó el caso como una monomanía especial. Sus estadios patológicos no dejaban lugar a duda.

      Decididamente, el desgraciado Garcín estaba loco.

      Un día recibió de su padre, un viejo provinciano de Normandía, comerciante en trapos, una carta que decía lo siguiente poco más o menos:

      «Sé tus locuras en París. Mientras permanezcas de ese modo, no tendrás de mí un solo sou. Ven a llevar los libros de mi almacén, y cuando hayas quemado, gandul, tus manuscritos de tonterías, tendrás mi dinero».

      Esta carta se leyó en el café Plombier.

      —¿Y te irás?

      —¿No te irás?

      ¿Aceptas?

      ¡Bravo Garcín! Rompió la carta y soltando el trapo a la vena, improvisó unas cuantas estrofas, que acababan, si mal no recuerdo:

      Si seré siempre un gandul,

      lo cual aplaudo y celebro,

      mientras sea mi cerebro

      jaula del pájaro azul!

      Desde entonces Garcín cambió de carácter. Se volvió charlador, se dio un baño de alegría, compró levita nueva, y comenzó un poema en tercetos titulado, pues es claro: El pájaro azul.

      Cada noche se leía en nuestra tertulia algo nuevo de la obra. Aquello era excelente, sublime, disparatado.

      Allí había un cielo muy hermoso, una campaña muy fresca, países brotados como por la magia del pincel de Corot, rostros de niños asomados entre flores; los ojos de Nini húmedos y grandes; y por añadidura, el buen Dios que envía volando, volando, sobre todo aquello, un pájaro azul que sin saber cómo ni cuándo, anida dentro del cerebro del poeta, en donde queda aprisionado. Cuando el pájaro canta, se hacen versos alegres y rosados. Cuando el pájaro quiere volar y abre las alas y se da contra las paredes del cráneo, se alzan los ojos al cielo, se arruga la frente y se bebe ajenjo con poca agua, fumando además, por remate, un cigarrillo de papel.

      He ahí el poema.

      R

      Una noche llegó Garcín riendo mucho y, sin embargo, muy triste.

      La bella vecina había sido conducida al cementerio.

      —¡Una noticia!, ¡una noticia! Canto último de mi poema. Nini ha muerto. Viene la primavera y Nini se va. Ahorro de violetas para la campiña. Ahora falta el epílogo del poema. Los editores no se dignan siquiera leer mis versos, vosotros muy pronto tendréis que dispersaros. Ley del tiempo. El epílogo debe titularse así: «De cómo el pájaro azul alza el vuelo al cielo azul».

      R

      ¡Plena primavera! Los árboles florecidos, las nubes rosadas en el alba y pálidas por la tarde; ¡el aire suave que mueve las hojas y hace aletear las cintas de los sombreros de paja con especial ruido! Garcín no ha ido al campo.

      Hele ahí, viene con traje nuevo, a nuestro amado Café Plombier, pálido, con una sonrisa triste.

      —Amigos míos, ¡un abrazo! Abrazadme todos, así, fuerte; decidme adiós, con todo el corazón, con toda el alma… El pájaro azul vuela…

      Y el pobre Garcín lloró, nos estrechó, nos apretó las manos con todas sus fuerzas y se fue.

      Todos dijimos:

      —Garcín, el hijo pródigo, busca a su padre, el viejo normando. Musas, adiós, adiós, Gracias. ¡Nuestro poeta se decide a medir trapos! ¡Eh! ¡Una copa por Garcín!

      R

      Pálidos, asustados, entristecidos, al día siguiente, todos los parroquianos del Café Plombier que metíamos tanta bulla en aquel cuartucho destartalado, nos hallábamos en la habitación de Garcín. Él estaba en su lecho, sobre las sábanas ensangrentadas, con el cráneo roto de un balazo. Sobre la almohada había fragmentos de masa cerebral. ¡Qué horrible!

      Cuando repuestos de la primera impresión, pudimos llorar ante el cadáver de nuestro amigo, encontramos que tenía consigo el famoso poema. En la última página había escritas estas palabras: Hoy, en plena primavera, dejo abierta la puerta de la jaula al pobre pájaro azul.

      R

      ¡Ay, Garcín!, ¡cuántos llevan en el cerebro tu misma enfermedad!

      a

      Mi prima Inés era rubia como una alemana. Fuimos criados juntos, desde muy niños, en casa de la buena abuelita que nos amaba mucho y nos hacía vernos como hermanos, vigilándonos cuidadosamente, viendo que no riñésemos. ¡Adorable, la viejecita, con sus trajes agrandes flores, y sus cabellos crespos y recogidos como una vieja marquesa de Boucher!

      R

      Inés era un poco mayor que yo. No obstante, yo aprendí a leer antes que ella; y comprendía —lo recuerdo muy bien— lo que ella recitaba de memoria, maquinalmente, en una pastorela, donde bailaba y cantaba delante del niño Jesús, la hermosa María y el señor San José; todo con el gozo de las sencillas personas mayores de la familia, que reían con risa de miel, alabando el talento de la actrizuela.

      Inés crecía. Yo también, pero no tanto como ella. Yo debía entrar a un colegio, en internado terrible y triste, a dedicarme a los áridos estudios del bachillerato, a comer los platos clásicos de los estudiantes, a no ver el mundo —¡mi mundo e mozo!— y mi casa, mi abuela, mi prima, mi gato, —un excelente romano que se restregaba cariñosamente en mis piernas y me llenaba los trajes negros de pelos blancos.

      Partí.

      Allá en el colegio mi adolescencia se despertó por completo. Mi voz tomó timbres aflautados y roncos; llegué al período ridículo del niño que pasa a joven. Entonces, por un fenómeno especial, en vez de preocuparme de mi profesor de matemáticas, que no logró nunca hacer que yo comprendiese el binomio de Newton, pensé, —todavía vaga y misteriosamente—, en mi prima Inés.

      Luego tuve revelaciones profundas. Supe muchas cosas. Entre ellas, que los besos eran un placer

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