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de su marido, sintió deseos de tirarle del cabello que por entre las vueltas del pañuelo de seda salía. «¡Qué rabia tengo! —pensó Jacinta apretando sus bonitísimos dientes—, por haberme ocultado una cosa tan grave... ¡Tener un hijo y abandonarlo así!»... Se cegó; vio todo negro. Parecía que le entraban convulsiones. Aquel Pitusín desconocido y misterioso, aquella hechura de su marido, sin que fuese, como debía, hechura suya también, era la verdadera culebra que se enroscaba en su interior... «¿Pero qué culpa tiene el pobre niño...? —pensó después transformándose por la piedad—. ¡Este, este tunante...!». Miraba la cabeza, ¡y qué ganas tenía de arrancarle una mecha de pelo, de pegarle un coscorrón!... ¿Quién dice uno?... dos, tres, cuatro coscorrones muy fuertes para que aprendiera a no engañar a las personas.

      «Pero mujer, ¿qué haces ahí detrás de mí?—murmuró él sin volver la cabeza—. Lo que digo, hoy parece que estás lela. Ven acá, hija».

      —¿Qué quieres? —Niña de mi vida, hazme un favorcito.

      Con aquellas ternuras se le pasó a la Delfina todo su furor de coscorrones. Aflojó los dientes y dio la vuelta hasta ponérsele delante.

      «Hazme el favorcito de ponerme otra manta. Creo que me he enfriado algo».

      Jacinta fue a buscar la manta. Por el camino decía: «En Sevilla me contó que había hecho diligencias por socorrerla. Quiso verla y no pudo. Murió mamá, pasó tiempo; no supo más de ella... Como Dios es mi padre, yo he de saber lo que hay de verdad en esto, y si... (se ahogaba al llegar a esta parte de su pensamiento) si es verdad que los hijos que no le nacen en mí le nacen en otra...».

      Al ponerle la manta le dijo: «Abrígate bien, infame»; y a Juanito no se le ocultó la seriedad con que lo decía. Al poco rato volvió a tomar el acento mimoso:

      «Jacintilla, niña de mi corazón, ángel de mi vida, llégate acá. Ya no haces caso del sinvergüenza de tu maridillo».

      —Celebro que te conozcas. ¿Qué quieres?

      —Que me quieras y me hagas muchos mimos. Yo soy así. Reconozco que no se me puede aguantar. Mira, tráeme agua azucarada... templadita, ¿sabes? Tengo sed.

      Al darle el agua, Jacinta le tocó la frente y las manos.

      «¿Crees que tengo calentura?».

      —De pollo asado. No tienes más que impertinencias. Eres peor que los chiquillos.

      —Mira, hijita, cordera; cuando venga La Correspondencia , me la leerás. Tengo ganas de saber cómo se desenvuelve Salmerón. Luego me leerás La Época. ¡Qué buena eres! Te estoy mirando y me parece mentira que tenga yo por mujer a un serafín como tú. Y que no hay quien me quite esta ganga... ¡Qué sería de mí sin ti... enfermo, postrado...!

      —¡Vaya una enfermedad! Sí; lo que es por quejarte no quedará...

      Doña Bárbara entró diciendo con autoridad: «A la cama, niño, a la cama. Ya es de noche y te enfriarás en ese sillón».

      —Bueno, mamá; a la cama me voy. Si yo no chisto, si no hago más que obedecer a mis tiranas... Si soy una malva. Blas, Blas..., ¿pero dónde se mete este condenado hombre?

      María Santísima, lo que bregaron para acostarle. La suerte de ellas era que lo tomaban a broma. «Jacinta, ponme un pañuelo de seda en la garganta... Chica, no aprietes tanto que me ahogas... Quita, quita, tú no sabes. Mamá, ponme tú el pañuelo... No, quitádmelo; ninguna de las dos sabe liar un pañuelo. ¡Pero qué gente más inútil!».

      Pasa un ratito. «Mamá, ¿ha venido La Correspondencia ?».

      —No, hijo. No te desabrigues. Mete estos brazos. Jacinta, cúbrele los brazos.

      —Bueno, bueno, ya están metidos los brazos. ¿Los meto más? Eso es, se empeñan en que me ahogue. Me han puesto un baúl mundo encima. Jacinta, quitajierro , que el peso me agobia... Pero, chica, no tanto; sube más arribita el edredón... tengo el pescuezo helado. Mamá... lo que digo, hacen las cosas de mala gana. Así no me pongo nunca bueno. Y ahora se van a comer. ¿Y me voy a quedar solo con Blas?

      —No, tonto, Jacinta comerá aquí contigo.

      Mientras su mujer comía, ni un momento dejó de importunarla: «Tú no comes, tú estás desganada; a ti te pasa algo; tú disimulas algo... A mí no me la das tú. Francamente, nunca está uno tranquilo... pensando siempre si te nos pondrás mala. Pues es preciso comer; haz un esfuerzo... ¿Es que no comes para hacerme rabiar?... Ven acá, tontuela, echa la cabecita aquí. Si no me enfado, si te quiero más que a mi vida, si por verte contenta, firmaba yo ahora un contrato de catarro vitalicio... Dame un poquito de esa camuesa... ¡ Qué buena está! Déjame que te chupe el dedo...».

      Iban llegando los amigos de la casa que solían ir algunas noches.

      «Mamá, por las llagas y por todos los clavos de Cristo, no me traigas acá a Aparisi... Ahora le da porque todo ha de ser obvio... obvio por arriba, obvio por abajo. Si me le traes le echo a cajas destempladas».

      —Vaya, no digas tonterías. Puede que entre a saludarte; pero saldrá en seguida. ¿Quién ha entrado ahora?... ¡Ah!, me parece que es Guillermina.

      —Tampoco la quiero ver. Me va a aburrir con su edificio. ¡Valiente chifladura! Esa mujer está loca. Anoche me dio la gran jaqueca, con que si sacó las maderas de seis a treinta y ocho reales, y las carreras de pie y cuarto a diez y seis reales pie. Me armó un triquitraque de pies que me dejó la cabeza pateada. No me la entren aquí. No me importa saber a cómo valen el ladrillo pintón y las alfargías... Mamá, ponte de centinela y aquí no me entra más que Estupiñá. Que venga Placidito, para que me cuente sus glorias, cuando iba al portillo de Gilimón a meter contrabando, y a la bóveda de San Ginés a abrirse las carnes con el zurriago... Que venga para decirle: «lorito, daca la pata».

      —¡Pero, qué impertinente! Ya sabes que el pobre Plácido se acuesta entre nueve y diez. Tiene que estar en planta a las cinco de la mañana. Como que va a despertar al sacristán de San Ginés, que tiene un sueño muy pesado.

      —Y porque el sacristán de San Ginés sea un dormilón, ¿me he de fastidiar yo? Que entre Estupiñá y me dé tertulia. Es la única persona que me divierte.

      —Hijo, por amor de Dios, mete esos brazos.

      —Ea, pues si no viene Rossini, no los meto y saco todo el cuerpo fuera.

      Y entraba Plácido y le contaba mil cosas divertidas, que siento no poder reproducir aquí. No contento con esto, quería divertirse a costa de él, y recordando un pasaje de la vida de Estupiñá que le habían contado, decíale:

      «A ver, Plácido, cuéntanos aquel lance tuyo cuando te arrodillaste delante del sereno, creyendo que era el Viático...».

      Al oír esto, el bondadoso y parlanchín anciano se desconcertaba. Respondía torpemente, balbuciendo negativas y «¿quién te ha contado esa paparrucha?». A lo mejor, saltaba Juan con esto: «¿Pero di, Plácido, tú no has tenido nunca novia?».

      —Vaya, vaya, este Juanito —decía Estupiñá levantándose para marcharse—, tiene hoy ganas de comedia.

      Barbarita, que tanto apreciaba a su buen amigo, estaba, como suele decirse, al quite de estas bromas que tanto le molestaban. «Hijo, no te pongas tan pesado... deja marchar a Plácido. Tú, como te estás durmiendo hasta las once de la mañana, no te acuerdas del que madruga».

      Jacinta, entre tanto, había salido un rato de la alcoba. En el salón vio a varias personas, Casa-Muñoz, Ramón Villuendas, D. Valeriano Ruiz-Ochoa y alguien más, hablando de política con tal expresión de terror, que más bien parecían conspiradores. En el gabinete de Barbarita y en el rincón de costumbre halló a Guillermina haciendo obra de media con hilo crudo. En el ratito que estuvo sola con ella, la enteró del plan que tenía para la mañana siguiente. Irían juntas a la calle de Mira el Río, porque Jacinta tenía un interés particular en socorrer a la familia

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