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      —Es un caporal, mi capitán.

      —¿Dónde lo hiciste prisionero?

      —Cerca de Labuán. Registraba yo la costa y las playas, cuando vi salir de un pequeño río una canoa rápida tripulada por este hombre. Lo capturamos, pero cuando quise alejarme me encontré con un cañonero que me cortaba el camino. La lucha fue una verdadera tempestad, mi capitán, que me mató media tripulación y casi me despedaza el barco. Pero el cañonero también quedó en estado lamentable. En cuanto se retiró me lancé a alta mar y me volví aquí.

      —Gracias, Pisangu. Trae a ese hombre.

      Era un joven de unos veinticinco años, gordo, de baja estatura, rubio y rosado. Estaba asustado, pero de sus labios no salió ni una palabra. Sólo al ver a Sandokán exclamó:

      —¡El Tigre de la Malasia!

      —¿Dónde me has visto?

      —En la quinta de lord Guillonk.

      —Tu vida depende ahora de lo que me contestes —dijo Sandokán.

      —¿Quién puede fiarse de un asesino que mata como si bebiera una copa de whisky?

      —¡Perro, cuidado con lo que hablas! Tengo un kriss que corta en mil pedazos el cuerpo; tengo tenazas enrojecidas para arrancar la carne en trozos. Hablarás o te haré sufrir de tal modo que pedirás la muerte como un bien.

      El inglés palideció, pero apretó los labios.

      —¿Dónde estabas cuando salí de la quinta del lord?

      —En los bosques.

      —¿Qué hacías allí?

      —Nada.

      —¡Quiero saberlo todo!

      —No sé nada.

      —¡Habla o te mato! —dijo Sandokán y puso en la garganta del soldado la punta del kriss, haciendo brotar una gota de sangre.

      El caporal vaciló, pero la mirada del Tigre era terrible. -¡Basta! -dijo apartando la punta del kriss-. Hablaré.

      —¿Qué hacías en el bosque?

      —Seguía al baronet Rosenthal. Lord Guillonk supo que el que había recogido moribundo era el terrible Tigre de la Malasia y, de acuerdo con el baronet y el gobernador de Victoria, preparó una emboscada.

      —¿Cómo lo supo?

      —Lo ignoro. Se reunieron cien hombres y los enviaron a rodear la isla para impedir su fuga.

      —Eso ya lo sé. ¿Qué sucedió después que me refugié en la floresta?

      —Cuando entró el baronet a la casa, el lord tenía una pierna herida y estaba furioso.

      —¿Y lady Mariana?

      —Lloraba. El lord la acusaba de haber favorecido su fuga, y ella invocaba piedad para usted.

      —¿Lo oyes, Yáñez? —exclamó Sandokán, emocionado.

      —Como resultó infructuosa la persecución —prosiguió el caporal—, quedamos acampados cerca de la quinta para protegerla contra el probable asalto de los piratas de Mompracem. Corrían noticias poco tranquilizadoras. Se decía que había habido un desembarco y que el Tigre estaba oculto en los bosques, dispuesto a raptar a lady Mariana. Lord Guillonk decidió retirarse a Victoria para ponerse bajo la protección de los cruceros y de los fuertes.

      —¿Y el baronet Rosenthal?

      —Se casará en breve con lady Mariana. Dentro de un mes será el matrimonio.

      —¡Quieres engañarme! Lady Mariana detesta a ese hombre.

      —Eso no le importa a lord Guillonk.

      Sandokán dio un rugido de fiera. Un espasmo terrible le desfiguró la cara.

      —Si me has mentido te descuartizo.

      —Le juro que dije la verdad.

      —Si no has mentido, te daré tu peso en oro.

      En seguida se volvió hacia Yáñez y le dijo con tono resuelto:

      —¡Partamos!

      —Estoy dispuesto a seguirte -contestó con sencillez su compañero.

      —Llevaremos a los más valientes.

      —Sin embargo, deja aquí fuerza suficiente para defender nuestro refugio.

      —¿Qué temes, Yáñez?

      —Podrían aprovechar nuestra ausencia para lanzarse sobre la isla.

      —¡No se atreverían a tanto! Yo creo lo contrario.

      —¡Nos encontrarán dispuestos, y entonces veremos si los tigres de Mompracem son más valientes y decididos que los leopardos de Labuán!

      Sandokán escogió a noventa piratas, a los más feroces y más robustos.

      Llamó a Giro Batol y lo mostró a las bandas que se quedaban para defender la isla.

      —Este es un hombre que tiene la fortuna de ser de los más valientes de la piratería —dijo—, y es el único que sobrevivió de la desgraciada expedición a Labuán. Durante mi ausencia, obedézcanle como si fuera yo mismo. Y ahora nos embarcamos, Yáñez.

      R

      Los noventa hombres embarcaron en los paraos. Yáñez y Sandokán subieron a bordo del más grande y mejor armado. Llevaba cañones dobles y además estaba blindado con gruesas láminas de hierro.

      La expedición salió de la bahía entre los vítores de los piratas agolpados en las orillas y en los bastiones.

      El cielo estaba sereno y el mar tranquilo. Pero a eso de medio día aparecieron en el Sur unas nubecillas de color y forma que no presagiaban nada bueno. Sandokán no se inquietó demasiado.

      —Si los hombres no son capaces de detenerme —dijo—, menos lo hará una tempestad.

      —¿Temes un huracán? —preguntó Yáñez.

      —Sí, pero puede favorecernos, hermanito; así desembarcaremos sin que vengan a importunarnos los cruceros.

      —Si anuncias tu desembarco con una lancha cualquiera, el lord huirá a Victoria.

      —Es verdad -suspiró Sandokán.

      —Quizás podamos realizar algo que tengo pensado. Pero dime, ¿se dejará raptar Mariana?

      —¡Sí, me lo ha jurado!

      —¿Y piensas llevarla a Mompracem?

      —Sí.

      —Y después de casarte, ¿la mantendrás allí?

      —No lo sé, Yáñez. ¿Quieres que la relegue para toda la vida en mi isla salvaje, en medio de mis tigres que no saben más que blandir el kriss y el hacha? ¿Quieres que ofrezca a su mirada horribles espectáculos de sangre y muerte, que la ensordezca con los gritos de los combatientes y el rugir de los cañones y la exponga a un constante peligro? ¿Qué harías tú en mi caso, Yáñez?

      —Pero piensa en lo que será de Mompracem sin su Tigre de la Malasia. Contigo todavía puede hacer temblar a los hombres que han destruido tu familia y tu pueblo. Hay millares de malayos y de dayakos que esperan tu llamado para correr a engrosar las bandas de los tigres de Mompracem.

      —En todo eso he pensado ya.

      —¿Y qué te ha dicho el corazón? -¡Sentí que sangraba!

      —Y sin embargo, ¿dejarás perecer tu poderío por esa mujer?

      —¡La

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