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Algunas excepciones incluyen la violencia de los terratenientes en Mezzogiorno y de los asesinos pagados por los patronos en Barcelona (1917-21).

      4. Goldstein, Political Repression, p. 12.

      5. En el mismo período, siete negros fueron linchados en el noroeste, setenta en el medio oeste y 38 en el lejano oeste. Ver W. Fitzhugh Brundage, Lynching in the New South: Georgia and Virginia, 1880-1930 (Champaign-Urbana: University of Illinois Press, 1993), p. 8.

      6. Stewart Tolnay y E. Beck, A Festival of Violence: An Analysis of Southern Lynchings, 1882-1930 (Urbana: University of Illinois Press, 1995), p. 100.

      7. Ingalls, Urban Vigilantes, p. xviii.

      8. Ibíd., p. xvii.

      9. E. Beck y Stewart Tolnay, “The Killing Fields of the Deep South: The Market for Cotton and the Lynching of Blacks, 1882-1930”. American Sociological Review 55 (1990), pp. 526-39; y Tolnay y Beck, A Festival of Violence, p. 251.

      10. Carey McWilIiams, Factories in the Field (Boston: Little, Brown and Co., 1939), p. 137.

      11. Citado en Donald Fearis, “The California Farm Worker, 1930-1945” (PhD diss., UC Davis, 1971), p. 117.

      12. W. Fitzhugh Brundage, “Introduction”, en Brundage, ed., Under Sentence of Death: Lynching in the South (Chapel Hill: University of North Carolina Press, 1997), p. 4.

      13. Ingalls, Urban Vigilantes, p. 206.

      14. Ray Abrahams, Vigilante Citizens: Vigilantism and the State (Cambridge: Polity Press, 1998), p. 158.

      15. Richard Brown, Strain of Violence: Historical Studies of American Violence and Vigilantism (Nueva York: Oxford University Press, 1975), pp. 97 y 111.

      16. Es importante enfatizar, sin embargo, que una variedad similar fue evidente en partes del sur, donde “los agricultures blancos con ansias de tierra adoptaron métodos terroristas para apuntalar su cada vez más vulnerable estatus económico… desplazando a los negros propietarios de tierras (por medio de los linchamientos y el terror) y obstaculizando a los granjeros blancos que les alquilaban tierras, ellos esperaban crear una escasez de trabajo obligando a los terratenientes a emplear sólo blancos” (Brundage, Lynching in the South).

       Capítulo 2

       Salvajes blancos

       Lo primero que hicieron los vigilantes fue erigir una horca improvisada y colgar a Joaquín Valenzuela ante toda la población de San Luis Obispo. El desafortunado Valenzuela era probablemente inocente de las muertes recién ocurridas.

      John Boesseneker1

      Las pequeñas campañas y cortas batallas en áreas de Los Ángeles y San Diego que constituyeron la guerra de conquista de California entre 1846 y 1847, fueron sólo el preludio de un prolongado y más violento saqueo por parte de pandillas inglesas, filibusteros y vigilantes que expropiaron a los trabajadores nativos durante la década de 1850. La “frontera”, en primera instancia, no fue la línea que trazaron los Cuerpos Armados de Ingenieros Topográficos como consecuencia del Tratado de Guadalupe Hidalgo, sino la violencia genocida que la democracia jacksoniana desató en el sudeste. Esta violencia en la frontera, en una época que Marx llamaría “acumulación primitiva” es el tema de la épica narración Blood Meridian de Cornac McCarthy, un alucinante y rigurosamente histórico recuento sobre la pandilla Glanton que mató y arrancó cueros cabelludos a su antojo desde Chihuahua hasta San Diego. Para salvajes blancos como Glanton, la doctrina del destino manifiesto fue una divina licencia –“un imperialismo personal”– para matar y saquear los campos y aldeas indias2.

      Los indios californianos fueron las primeras víctimas de la conquista inglesa. Las sociedades improvisadas de hombres blancos formadas en la fiebre del oro tenían un insaciable apetito de objetos sexuales y trabajo doméstico servil.

      La primera legislatura acomodaba esta demanda a través de leyes que, en lo esencial, esclavizaban a mujeres y niños indios a sus amos blancos. Las bandas de “squawmen” (cazadores de indias), conducidas por personajes similares a Glanton como Robert “Growling” Smith, se diseminaron por los valles de Napa y Sacramento, raptando a las indias y asesinando a cualquiera que se resistiera. “Usted puede escucharlos hablar del descuartizamiento de una mujer india ‘como si rebanaran un viejo queso’ en sus correrías en busca de bebés”, escribió el Unión de Sacramento en 1862. “Los cazadores de bebés preparaban rancherías, mataban a los varones, violaban a las indias más hermosas y se escapaban con los niños”3.

      La abducción y el asesinato de indios eran subsidiados por el gobierno del Estado, que emitió bonos para pagar a compañías de voluntarios –parecidos a los cazadores de Glanton– para exterminar a la población originaria de California. De una población de indios estimada en 150.000 en 1846 (ya reducida a la mitad de la etapa prehispánica) sólo quedaban 30.000 en 1870. Bret Harte, primer cronista junto con Mark Twain de la época de la fiebre del oro, describió una atrocidad ocurrida en una aldea india que fue atacada por vigilantes cerca de Redwood Coast en 1860: “Se podían ver los muertos y heridos por todas partes y en cada aposento los cráneos y los cuerpos de mujeres y niños descuartizados por hachas y perforados por cuchillos. También vimos los sesos de un niño que salían de su cabeza”4.

      En los propios campos de oro, los vigilantes cumplieron su rol estereotípico de administrar la ruda justicia en la frontera, desempeñándose como una milicia étnica para desalojar por la fuerza a los mineros hispanoparlantes que habían sido los primeros en llegar al país. Si los yacimientos de oro fueron en poco tiempo la aproximación más cercana a la utopía jacksoniana de una “república de la fortuna”, conformada por productores formalmente iguales e independientes excavando en búsqueda de oro, también fue una cerrada democracia anglosajona que excluía a los “grasosos”, entiéndase “latinos u otras razas”. El punitivo impuesto de licencia a los mineros extranjeros aprobado por la primera legislatura de 1850 brindó un pretexto a los grupos de vigilantes armados para expulsar a los mineros mexicanos y chilenos. Cuando se resistían, eran linchados, como fue el caso de dieciséis chilenos en el distrito Calaveras, o de “la bella y llena de vida mexicana embarazada de nombre Josefa” en Placer County que le disparó a un minero norteamericano por llamarle “puta”5.

      En la región minera alrededor de Sonora, unos mineros mexicanos y europeos atrevidos, guiados por revolucionarios franceses y alemanes exiliados en 1848, se resistieron a la intimidación inglesa en diversas confrontaciones que estuvieron cerca de desatar una guerra civil. “En las excavaciones”, relata el famoso historiador Leonard Pitt,

      marchaban cuatrocientos norteamericanos –una máquina de terror– dirigiéndose al Columbia Camp, el cuartel general de los extranjeros. Colectaron el dinero de los impuestos de unos pocos extranjeros pudientes y asediaron al resto con la amenaza de dejarlos en ruinas. Un soldado recuerda haber visto “hombres, mujeres y niños empaquetando y mudándose, con bolsos y equipajes. Las tiendas eran derribadas, las casas y las chozas destruidas… hasta que el grupo armado arrestó a dos franceses exaltados… de la orden de los republicanos rojos… Los hombres se emborracharon, izaron en la punta de un pino la bandera de las barras y las estrellas, lanzaron un saludo y se marcharon”6.

      Los “republicanos rojos” rápidamente organizaron su propia columna y asaltaron el poblado de Sonora, pero finalmente la mayoría de norteamericanos y la presencia del ejército regular conllevó al éxodo de los extranjeros de las minas de oro. Posteriormente, a muchos habitantes de Sonora les fueron robados sus mulas y caballos por la milicia de California cuando trataban de cruzar el Río Colorado en Yuma de regreso a casa.

      Entretanto, en las comarcas “vaqueras” del sur y a lo largo de la costa central, las poblaciones de mexicanos pobres e indios de misión (neófitos) pelearon en encarnizadas batallas contra los usurpadores ingleses. Tipificados como forajidos, Tiburcio Vásquez, Pío Linares,

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