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de haber sido detenidos por vigilantes, “Ustedes lárguense de aquí. Ustedes perjudican nuestro trabajo. No queremos conciliación. Sabemos cómo manejar a esta gente y a los problemáticos los sacamos si tenemos que hacerlo”11.

      1. Starr, Endangered Dreams, p. 159.

      2. Fearis, “The California Farm Worker”, p. 85; y Gilbert Gonzalez, Mexican Consuls and Labor Organizing (Austin: University of Texas Press, 1999).

      3. Fearis, “The California Farm Worker”, pp. 95-97.

      4. Paul Scharrenberg citado en Camille Guerin-Gonzales, Mexican Workers and American Dreams (New Brunswick, N.J.): Rutgers University Press, 1996), p. 124.

      5. Daniel, “Labor Radicalism”, pp. 135-36.

      6. Ibíd., p. 210.

      7. Fearis, “The California Farm Worker”, p. 105.

      8. Daniel, “Labor Radicalism”, p. 272.

      9. González, Mexican Consuls, p. 174.

      10. Ibíd., p. 178.

      11. Ibíd., p. 263.

       Capítulo 8

       Gracias a los vigilantes

       Los trabajadores agrícolas de California emergieron de la década de 1930 como “hombres olvidados” desde el punto de vista político. No contaban con la protección que disfrutaban sus colegas industriales, ni con la mínima seguridad económica ni con la garantía para ayudarse a sí mismos en la acción colectiva.

      Donald Fearis1

      En el verano de 1934, el embarcadero de San Francisco fue la escena de la batalla obrera más importante en la historia de California. Esta batalla tomó la forma de un drama en tres actos, comenzando con una revuelta de estibadores que rápidamente llegó a ser una huelga marítima que cerró todos los puertos de la costa del Pacífico y se convirtió más tarde en una huelga general en San Francisco que duró tres días. Un cuarto acto, el Armagedón, fue evitado con escaso margen. A los gritos de los patrones de que se había formado una “insurrección roja”, el gobernador Frank Merriam envió cuatrocientos cincuenta soldados armados de la guardia nacional hacia San Francisco bajo las órdenes del “francamente anticomunista” mayor general David Barrows, cuyo currículo militar, como señala Kevin Starr, incluía “la fuerza expedicionaria norteamericana enviada para ayudar a los rusos blancos en su contrarrevolución contra los bolcheviques”2.

      El país entero observaba en suspenso si el general Barrows, como esperaban muchos conservadores, ordenaría a sus pistoleros masacrar a los “bolcheviques” locales en la costa. Llegado el momento, los huelguistas marítimos, respaldados por la huelga general que representaba a toda la familia obrera de San Francisco, calmadamente unieron sus brazos y se negaron a echar para atrás, incluso después del asalto a los campamentos del Sindicato Industrial de Trabajadores Marítimos. Pero si bien fue evitada una sangrienta confrontación entre las tropas y los huelguistas, la Asociación Industrial, que representaba a los principales patrones de la ciudad, usó la ocupación militar para lanzar una brigada de pistoleros con apariencia de “ciudadanos vigilantes irritados” sobre el Partido Comunista local y otros grupos progresistas, inclusive al movimiento de Upton Sinclair (Acabar con la Pobreza en California), a quienes culpaban de instigar y apoyar la huelga. En The Big Strike, el periodista radical Mike Quinn rememora la notoria ofensiva “anti-roja”, de una semana de duración, que comenzó el 17 de julio:

      El plan de ataque fue el mismo en todos los casos. Una caravana de automóviles que cargaba pandillas de hombres con chaquetas de cuero, identificados por los periódicos como “vigilantes ciudadanos”, se detenía frente al edificio. Lanzaban pedazos de ladrillos que rompían todas las ventanas y luego se proyectaron contra el lugar golpeando a todos los que veían, destrozando todos los muebles, desbaratando pianos a golpe de hachas, lanzando las máquinas de escribir por las ventanas y dejando el lugar hecho un desastre.

      Luego regresaban a sus coches y se marchaban. La policía llegaba inmediatamente, arrestaba a los hombres que habían sido golpeados y tomaba el control de la situación3.

      Con la participación o complicidad de la policía de San Francisco, los vigilantes desbarataron las oficinas del Western Worker, golpearon a tres hombres sin ton ni son en el Foro Abierto de los Trabajadores, destruyeron el Hogar de Misión del Barrio de Trabajadores y estaban en proceso de demoler el interior de la Escuela de Trabajadores cuando inesperadamente encontraron una resistencia homérica:

      Aquí (en la Escuela de Trabajadores) los vigilantes formaron el caos en el primer piso, pero cuando intentaron ascender a los pisos superiores chocaron con la mole de David Merihew, un ex soldado que trabajaba como portero en el edificio. Merihew portaba un viejo sable de caballería en una mano y una bayoneta en la otra. Blandiendo sus armas les hacía señas para que avanzaran. Ellos avanzaba unos pocos pasos y él daba un sablazo cortando un trozo del pasamanos. Los atacantes se retiraron discretamente y le dejaron el campo a la policía, a la que Merihew se rindió después de establecer un pacto con ellos de no ser entregado a los vigilantes si deponía sus armas4.

      Aunque el capitán Joseph O’Meara de la Brigada Roja de San Francisco fanfarroneaba que “el Partido Comunista está de paso en San Francisco; la organización no puede afrontar tan adverso sentimiento público”, otras comunidades estaban aterrorizadas ante el espectro de futuras huelgas e “invasiones comunistas” como sensacionalmente predecía la prensa5. Grupos de patrones en East Bay y otras áreas patrocinaron “ligas anticomunistas” y debatían cómo combatir la “amenaza roja”:

      Se hicieron vehementes demandas para que las librerías quedaran “purgadas” de libros rojos. Otros patriotas querían establecer rígidas censuras en el sistema de escuelas públicas para garantizar que las ideas rojas no impregnaran los manuales. Algunos pedían la institución de campos de concentración, en Alaska o en la península de Baja California, donde poder exiliar a los comunistas6.

      Para los veteranos activistas obreros, el retorno del vigilantismo fue un déja vu, que recordaba las luchas por la libertad de expresión de 1910-12, las masacres patrióticas en el otoño de 1917 y los ataques al IWW en 1919 y 1924. Pero el resultado, esta vez, fue radicalmente diferente: a pesar de las intimidaciones y amenazas, las ametralladoras y los vigilantes, el núcleo de la insurrección marítima permaneció impenetrable durante la represión. Para sorpresa y consternación de los patrones en todo el país, la tropa de estibadores guiados por el inmigrante australiano Harry Bridges obtuvo una victoria espectacular sobre los magnates de la navegación que abrió las puertas a la creación de nuevos sindicatos industriales. En los cinco años siguientes, esta insurgencia obrera urbana barrería con gran parte del aparato represivo de la open shop, incluyendo a los tenebrosos vigilantes, las leyes antimotines no constitucionales e incluso las brigadas “rojas” y los espías obreros.

      Pero en la California rural fue diferente la historia. Aquí, para utilizar una expresión de Regis Debray en el contexto de Latinoamérica de la década de 1960, la “revolución revolucionó la contrarrevolución”. Lo que fue universalmente reconocido por las élites agrícolas como una “victoria comunista” en San Francisco reforzó masivamente su determinación de no ceder una pulgada al sindicalismo moderado. La violencia privada, siempre en conjunción con la represión de los sheriffs locales, surgió mejor organizada y más centralizada que nunca en la historia de California.

      Camuflada por la histeria alrededor de la huelga general, la policía de Sacramento –asesorada por William Hynes, antiguo jefe de la infame Brigada Roja del LAPD– atacó la comandancia en el Estado de CAWIU, arrestando al líder veterano Pat Chambers, a la veinteañera Carolina Decquer (“la pasionaria de la huelga del algodón” según Kevin Starr), y a más de una docena de personas. Con el tiempo, dieciocho organizadores fueron acusados por la Ley de Sindicalismo Criminal y ocho condenados y encarcelados después del juicio

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