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suspiró y dio unos golpecitos al costado del televisor unas cuantas veces, tratando de obtener una imagen más clara. Estaba esperando que comenzara su programa favorito, y quería al menos poder distinguir qué personaje aparecía.

      Por lo menos no era probable que la molestaran. Este rincón del oeste de Missouri no era precisamente muy frecuentado, y podían pasar horas antes de que apareciera un cliente. Nadie vivía en kilómetros a la redonda, y la carretera había sido reemplazada por una nueva autopista que llevaba a la gente a sus destinos por una ruta más directa. Probablemente era sólo cuestión de tiempo antes de que el lugar cerrara, así que Linda disfrutaba de su descanso mientras lo aún podía hacerlo.

      La melodía de su show comenzó, y era tranquilizadoramente familiar a pesar de la calidad del sonido. Linda se reclinó contra el respaldo de nuevo, tratando de ponerse lo más cómoda posible, y tomó una bolsa de patatas fritas del expositor que estaba detrás de ella.

      –Oh, Loretta ―dijo el personaje en la pantalla―. ¿Cómo pudiste hacerme esto? ¿No sabes que estamos…?

      El diálogo fue opacado por el tintineo de la campana sobre la puerta. Linda se puso de pie, casi tropezándose al querer hacer parecer que había estado atenta. Con un sentimiento de culpa, puso el paquete abierto de patatas fritas en un estante debajo del mostrador.

      –Hola ―dijo el cliente, sonriendo. Parecía divertido, pero amistoso, como si ambos estuvieran compartiendo una broma privada―.¿Podría por favor usar su baño?

      Fue bastante agradable. Era un hombre delgado y de apariencia juvenil. No debía tener ni treinta años. A Linda le gustó de inmediato. Tenía una especie de sexto sentido sobre los clientes. Podía decir de inmediato si le iban a causar algún problema.

      –Lo siento, cariño ―dijo―. Es sólo para clientes.

      –Oh ―dijo, mirando a su alrededor. Había un exhibidor de caramelos baratos al lado del mostrador, diseñado para atraer a los niños que se los pedirían a sus padres―. Me llevaré estos.

      Agarró una bolsa de caramelos y la arrojó suavemente sobre el mostrador, justo delante de ella. Buscó en su bolsillo un puñado de monedas, y las colocó al lado de la bolsa.

      –Aquí tiene, señor ―dijo Linda, deslizando una de las llaves del baño hacia él―. Está justo en la parte de atrás del edificio. Simplemente salga y dé la vuelta a la esquina.

      –Oh, gracias ―dijo el hombre, tomando la llave y dándole toquecitos contra su pulgar mientras miraba hacia el estacionamiento―. Pero… ¿Le importaría mostrarme dónde está?

      Linda dudó. Estaban pasando su programa y ya se había perdido mucho. Y a pesar de su sensación de que este tipo era perfectamente bueno y normal, aún tenía una pequeña duda sobre él. ¿Debería realmente abandonar el mostrador para mostrarle el baño? ¿Ir sola con un extraño en la oscuridad, fuera de la vista?

      Oh, Linda, se dijo a sí misma. Estás tratando de ganar más tiempo para ver tu programa. Levántate de esta silla y haz tu trabajo.

      –Claro ―dijo ella, aunque aún estaba algo reacia―. Sígame.

      El sol se había puesto hacía una media hora, así que no era de extrañar que él quisiera ayuda para encontrar el baño. Un lugar desconocido no era fácil de encontrar en la oscuridad. Linda comenzó a guiarlo en la dirección correcta, pasando por encima de las hierbas que crecían entre las fisuras del hormigón.

      –Este lugar sí que es desierto, ¿eh? ―dijo él.

      –Sí ―dijo Linda. Era un poco extraño mencionar eso en la oscuridad, ¿no? Tal vez se sentía un poco asustado y quería conversar para sentirse más tranquilo. No es que ella disfrutara de esa soledad. ―No hay mucho tráfico por aquí en estos días.

      –Siempre pienso que se puede saber mucho de un lugar por sus gasolineras. Hay pequeñas señales, ¿sabes? Patrones que puedes captar. Como qué tan rica es una comunidad, o qué tipo de comida es popular.

      –Supongo que nunca pensé en eso.

      Personalmente, a Linda no le importaba en absoluto su explicación de las complejidades de las gasolineras de todo el país. Quería alejarse del baño y volver a entrar lo más rápido posible, sin hablar de cosas raras. Pero no quería decírselo y ser grosera.

      –Oh, sí. Me gusta visitar diferentes gasolineras. Algunas de ellas son enormes. Luego hay otras que son pequeñas, más venidas a menos y en lugares apartados, como esta. Y también puedes aprender mucho sobre la gente que trabaja allí.

      Eso hizo que un escalofrío recorriera la columna vertebral de Linda. Estaba hablando de ella. No quería preguntarle qué podía aprender de ella, o qué ya sabía. No creía que le gustara la respuesta.

      –Es un trabajo extraño, aquí en el medio de la nada ―continuó―. Debes pasar mucho tiempo sola. Si llegas a precisar ayuda, debe ser difícil conseguirla. Hay un cierto tipo de persona que acepta este tipo de trabajo. Sabiendo esto, puedes predecir todo tipo de cosas sobre el comportamiento basándote en los patrones. Como hasta dónde estarías dispuesta a ir para ayudar a un cliente.

      Linda apresuró el paso a través de la tierra oscura, sintiendo la necesidad de alejarse de él. Que alguien le recordara el hecho de que era vulnerable no era algo que quisiera escuchar en ese momento. Eso le provocó otro escalofrío, incluso cuando se dijo a sí misma que estaba siendo estúpida. Sintió el metal duro de la llave de la puerta principal en su bolsillo, y la deslizó entre dos de sus dedos, de forma que pudiera servirle como arma.

      Ella no dijo nada. No quiso provocarlo para que dijera o hiciera algo más. Aunque no podía determinar qué esperaba que él hiciera, estaba segura de que no quería que lo hiciera. Caminaron por el estacionamiento vacío, el auto del cliente debía estar estacionado frente a los surtidores.

      –Allí está su baño, por allí ―dijo Linda, señalando. Ella no quería ir más lejos. Si él seguía solo, ella podía volver a su mostrador, donde había un teléfono para pedir ayuda y puertas que podía cerrar.

      El cliente no dijo nada, pero sacó su paquete de caramelos duros y lo abrió. Ni siquiera la miraba, pero parecía concentrado en su tarea mientras daba vuelta el paquete y lo vertía todo en el piso.

      Las coloridas bolas de caramelo se dispersaron y saltaron por el hormigón. Linda gritó y dio un paso atrás sin quererlo. ¿Quién en su sano juicio tiraría caramelos por todo el suelo de esa manera? ¿Sólo para asustarla, o para qué? Linda levó su mano al pecho, tratando de calmar sus acelerados latidos.

      –¡Mira eso! ―dijo el cliente riéndose, señalando los caramelos―. Siempre es igual, ¿sabes? No existe el azar. Tienes los mismos patrones y fractales, y siempre hay algo. Incluso si intentas no verlo, tu mente se aferra a un patrón, es así.

      Linda había escuchado suficiente. Este tipo era un demente. Ella estaba sola aquí, en la oscuridad, como él le había remarcado. Tenía que alejarse de él y volver al mostrador. Volver a donde era seguro.

      A Linda se le ocurrió una solución para irse rápidamente. Se apresuró para dar los últimos pasos hacia el baño y lo abrió para él, la luz sobre la puerta se encendió automáticamente.

      –¡Oh! ―dijo el joven―. Ahí, mira. En tu mano. Otro patrón.

      Linda se congeló y miró sus pecas que ahora eran visibles baja la pálida luz naranja. La atención que él le había prestado a su piel era algo que instintivamente no le gustó.

      –Tengo que volver a la tienda ―dijo Linda―. Por las dudas de que haya más clientes. Deja la llave cuando termines.

      Ella empezó a apresurarse hacia el frente de la gasolinera, hacia la puerta y la seguridad del mostrador. Había algo raro en este joven, algo muy extraño, y ella no quería pasar ni un segundo más en su compañía, aunque eso significara volver por la llave más tarde. Todos los pelos de su nuca estaban erizados, y su corazón latía con prisa.

      Tal vez debería llamar a alguien. Pensó en su exmarido, sentado a kilómetros de distancia en su casa,

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