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ella mientras conquista el escenario con sus pasos de baile latinoamericano y el revoleo de su pañuelo sobre la cabeza. Veo a una persona dinámica y franca que no teme expresar su verdadero yo. La mirada sincera y tierna pero firme en sus ojos me cautiva, y siento como si mirase directamente en mi alma a través de la pantalla de la computadora. Hay algo en ella, una “presencia mística”, que llega a las partes más profundas de mi ser y a la fuente de todos mis anhelos. Caen lágrimas por mi rostro y me doy cuenta de que he encontrado algo que siempre había esperado encontrar.

      Sé instintivamente que ella es una cantante con un mensaje y una misión. Quiero descubrir cuáles son.

      Buenos Aires, 4 de octubre de 2009

      LUEGO anuncio oficial de la presidenta declarando el comienzo de tres días de luto nacional, las banderas ondean a media asta en toda Argentina. A lo largo de todo el país, conciertos y espectáculos programados durante ese período se cancelan y las condolencias de jefes de estado —de América Latina y del resto del mundo— llueven a raudales.

      “La Negra”, como fue llamada cariñosamente debido a su cabello negro azabache y sus ancestros del norte argentino, de los Andes, yace pacíficamente en su féretro en el más formal salón del Congreso, el “Salón de los Pasos Perdidos”, un honor reservado sólo para los más prominentes íconos nacionales. En la avenida Callao, frente al Congreso, los admiradores hacen fila para presentar sus respetos.1

      En el Salón de los Pasos Perdidos, fastuosas coronas adornan la impresionante sala de mármol. Gigantescos candelabros y enormes velas iluminan la penumbra del salón de altos techos con el féretro ubicado en el centro. La presidente argentina, Cristina Fernández de Kirchner, acompaña a la familia Sosa al rendir homenaje a la cantante. La familia, incluyendo al hijo de Mercedes, Fabián Matus, y sus dos nietos, Agustín y Araceli, están de pie muy cerca, con sus brazos alrededor de los demás, como en un abrazo a medias, mientras Cristina acaricia la mano sin vida de Mercedes Sosa. El esposo de Cristina, el ex presidente Néstor Kirchner, está de pie en actitud reticente a su lado, con una mirada cauta.

      La gente común también está allí. Respetuosamente, una multitud de dolientes pasa frente al féretro abierto en el que se la ve descansar en su vestido azul bordado. Su largo cabello negro, que a la edad de 74 no tiene ni una hebra de gris, enmarca su tranquilo rostro de altos pómulos. Sus manos están cuidadosamente dobladas sobre su estómago rodeando un ramo de rosas blancas. El cantante Argentino Luna toca sus canciones mientras fanáticos lloran, cantan a coro y se turnan para dejar flores en el féretro.

       5 de octubre de 2009

       LOS MÁS allegados a Fabián y Mercedes siguen el féretro de madera marrón mientras es llevado hasta el coche fúnebre estacionado fuera del Congreso. A lo largo de la Avenida Rivadavia, una multitud de dolientes de todas las edades, reunidos para observar al coche fúnebre llevarla en su último viaje desde el Congreso hasta el crematorio. Están allí de pie, unidos en un momento de la historia argentina que difumina las barreras sociales y políticas.

      La procesión de coches fúnebres avanza lentamente y una cantidad de dolientes lleva pancartas que dicen cosas hermosas sobre ella. Un viejo revolucionario en sus 60s lleva una pancarta que reza: “Gracias por tu vida y por tu lucha”. Una cantidad de personas puede verse aplaudiendo y agitando banderas argentinas con elegante entusiasmo. Los más jóvenes hacen ruidos alegres, coreando: “Olé, Olé, Olé, Olé, Negra, Negra” de manera repetitiva, como si pensaran que es el seleccionado nacional de fútbol regresando luego de ganar algún campeonato. En virtualmente cada esquina, grupos de gente llevando diferentes instrumentos comienzan a cantar. Hermosa música hace eco por las calles de Buenos Aires; música que ha traído esperanza y consuelo durante décadas, desafiando la tiranía y fomentando la democracia.

      Es un día de tristeza que cala hondo en el alma argentina. La heroína del folclore nacional, la madre de la nación, ha muerto. Pero lo que dio a través de su vida y sus canciones jamás morirá: perdurará.

      La procesión deja lentamente el Congreso. Los primeros coches fúnebres llevan todas las ofrendas florales. El último, el féretro.

      Época previa al exilio

       San Miguel de Tucumán, 9 de julio de 1935

      EN EL Hospital Santillán, en el noroeste de Argentina, Ema del Carmen Girón, de 24 años de edad, acaba de dar a luz. Son las siete de la mañana. Su hija recién nacida está durmiendo a salvo en sus brazos. La bebé anunció su ingreso en el mundo con un importante chillido que pudo escucharse en todo el ala de maternidad. Lo que nadie sabía es que una de las mejores voces de la historia acababa de emitir su primer sonido. Ema está agradecida por esta nueva y preciosa vida que sostiene entre sus brazos, y por un momento olvida todos los problemas financieros que traerá la crianza de una hija. Ema tiene trabajo como lavandera y su esposo, Ernesto Quiterio Sosa, trabaja en la industria azucarera cosechando caña de azúcar y paleando carbón en el horno de un molino en Tucumán.

      A través de una ventana a medio abrir, Ema puede escuchar el saludo del cañón en la distancia. Los cuenta: 21. El 9 de julio es el Día de la Independencia Argentina. El instinto de Ema le dice que no es coincidencia que su hija haya nacido ese día. Hace una confidencia a la partera, que acaba de entrar a la habitación: “Esta niña va a ser alguien muy influyente un día. Su nacimiento es bienvenido con 21 salvas”.2 Mantuvo esta convicción en su corazón desde ese momento en adelante.

       EMA Y su esposo, Ernesto, habitualmente están de acuerdo en todo, pero cuando tuvieron que dar a su hija recién nacida un nombre, se metieron en problemas. Ema quería llamarla Marta, mientras que Ernesto prefería Mercedes, por su madre, y Haydeé, por una muy querida prima. Finalmente tuvo el nombre de Haydeé Mercedes Sosa, pero por el resto de su vida su madre obstinadamente la llamó Marta.3

      Mercedes creció en Tucumán, que también es llamado El Jardín de la República. Una región agrícola semitropical con incontables campos de caña de azúcar, flores y árboles frutales, la provincia más pequeña de Argentina. Es en este oasis en la esquina noroeste de Argentina que Mercedes creció con su hermana mayor, Clara Rosa —también llamada Cocha— y sus dos hermanos, Fernando y Orlando. La familia vive en una zona pobre, de clase trabajadora. La pintura rosada de las paredes exteriores de su pequeña casa de una planta en la calle San Roque 344 se está poniendo negra por el hollín y el humo de las fábricas de las cercanías, y en algunos lugares la pintura se está descascarando. La única luz que entra en la casa lo hace por dos pequeñas ventanas con barrotes de hierro que dan a la angosta calle donde los niños suelen jugar, inventando sus propios juegos, pues jamás tienen juguetes. Afortunadamente, viven cerca del parque local, que también tiene lazos con la fecha de la Independencia argentina, pues se llama Parque 9 de Julio. Se vuelve un segundo hogar para ellos.

      Al crecer, Mercedes disfrutó de jugar en el parque con sus hermanos y otros niños de su modesto vecindario.4 Siempre está alegre y se conecta con los demás con facilidad. Pero a veces prefiere estar sola y se retira a su árbol favorito. Le gusta sentarse recostada contra la corteza mientras mira a los insectos zumbando a su alrededor. Es una niña robusta en muchos sentidos, pero también tiene un lado sensible, reflexivo, que la hace preguntarse por qué algunas personas son ricas mientras que otras son pobres. A muy temprana edad desarrolló un sentido de lo bueno y lo malo. Es una sensibilidad causada directamente por ver a sus padres trabajar muy duro para alejar el hambre de su puerta. Incluso haciendo todo lo posible, a menudo no

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