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ese pensamiento.

      —Rescatar a un grupo de tíos, —repitió, —¿Incendiar un submarino y volver con vida? Esa es una tarea difícil.

      —¿A quién enviarías para que la cumpliera? —dijo Don. —¿Si fueras yo?

      Luke se encogió de hombros. —¿A quién crees?

      —¿La quieres?

      Luke no dio una respuesta inmediata. Pensó en Becca y en el bebé, Gunner, en la cabaña al otro lado del Chesapeake en la costa este. Dios, ese pequeño bebé...

      —No lo sé.

      —Déjame contarte una historia, —dijo Don. —Cuando era comandante en las Delta, entró un joven de ojos brillantes. Acababa de ser calificado. Salió del 75º de los Ranger, como tú, por lo que no era un Boina Verde. Había estado haciendo cola para entrar. Pero tenía una energía, este chico, como si todo fuera nuevo para él. Algunos chicos entran en las Delta y a los veinticuatro años ya están endiabladamente canosos. Este chico, no.

      —Lo llamé de inmediato para una misión. Yo todavía iba a misiones en aquellos días. Estaba ya metido en los cuarenta y los responsables del Mando Conjunto de Operaciones Especiales querían que me retirara, pero yo no quería ni oír hablar de ello, aún no. No iba a enviar a mis hombres a lugares a los que yo mismo no iría.

      —Nos lanzamos en paracaídas en la República Democrática del Congo. Río arriba, más allá de cualquier cosa parecida a la ley y el orden. Fue una caída nocturna, por supuesto, y el piloto nos soltó en el agua. Nos arrastramos por esos pantanos como si todos estuviéramos sumergidos en mierda. Había un señor de la guerra allá arriba, que se hacía llamar Príncipe José. Llamaba a su variopinta milicia “El Ejercito…”

      —“El Ejército del Cielo”, —dijo Luke. Por supuesto, él conocía la historia. Y, por supuesto, lo sabía todo sobre el nuevo recluta de las Delta que Don estaba describiendo.

      —Trescientos niños soldados, —dijo Don. —Ocho hombres subieron allí, ocho soldados estadounidenses, sin apoyo externo de ningún tipo y metieron balas en los sesos del Príncipe José y de todos sus lugartenientes. Una operación perfecta. Una misión humanitaria, sin motivos ocultos, sólo hacer lo correcto. ¡Bang! Ataque de decapitación.

      Luke respiró hondo. La noche había sido aterradora y estimulante, todo envuelto en una descarga de adrenalina.

      —Las sociedades internacionales de ayuda intervinieron e hicieron lo que pudieron con los niños, los repatriaron, los alimentaron, los amaron, los reeducaron para que fueran humanos otra vez, si eso hubiera sido posible. Me mantuve atento. Muchos de ellos, finalmente, regresaron a sus aldeas de origen.

      Don sonrió. No, él sonreía positivamente.

      —Por la mañana, encendí un cigarro de la victoria a la orilla del poderoso Congo. Todavía fumaba durante esos días. Mis hombres estaban conmigo y yo estaba orgulloso de cada uno de ellos. Estaba orgulloso de ser estadounidense. Pero mi novato estaba callado, pensativo. Entonces le pregunté si estaba bien. ¿Y sabes lo que dijo?

      Ahora Luke sonrió. Suspiró y sacudió la cabeza. Don estaba hablando de él. —Dijo: “¿Qué si estoy bien? ¿Me estás tomando el pelo? Vivo para esto.” Eso fue lo que dijo.

      Don lo señaló. —Así es. Así que te lo preguntaré de nuevo. ¿Quieres esta misión?

      Luke miró a Don durante otro largo rato. Don era su camello, de eso se dio cuenta Luke. Te vendía un sentimiento, la urgencia, de modo que sólo pudieras escoger un camino.

      Una imagen de Becca con Gunner en brazos nuevamente apareció en su mente. Todo cambió cuando nació ese bebé. Recordaba a Becca dando a luz. Estaba más preciosa en esos momentos que nunca antes él la había visto.

      Y estaban planeando construir una vida juntos, los tres.

      ¿Qué iba a pensar Becca sobre esta misión? Cuando él le anunció la última, cuando ella estaba a punto de dar a luz, se enfadó. Y se la vendió fácil, sólo un viaje rápido a Irak a arrestar a un tipo. Por supuesto, luego se convirtió en mucho más que eso, un completo combate y el rescate de la hija del Presidente, pero Becca sólo se enteró de eso después de los hechos.

      Aquí, ella conocería el acuerdo: Luke se infiltraría en Rusia e intentaría rescatar a tres prisioneros. Sacudió la cabeza.

      De ninguna forma podía decirle eso.

      —¿Luke? —dijo Don.

      Luke asintió con la cabeza. —Sí. La quiero.

      CAPÍTULO CINCO

      15:45 Hora del Este

      Condado de Queen Anne, Maryland

      Orilla Oriental de la Bahía de Chesapeake

      —Llegas temprano.

      Luke miró a su suegra, Audrey, tomándose su tiempo, absorbiéndola. Tenía los ojos hundidos, con los iris tan oscuros que parecían casi negros. Tenía una nariz afilada, como un pico, los huesos pequeños y un cuerpo delgado. Le recordaba a un pájaro: un cuervo, o tal vez un buitre. Y, sin embargo, a su manera, era atractiva.

      Tenía unos cincuenta y nueve años bien conservados y Luke sabía que cuando era joven, a finales de la década de los 60, realizó algunos trabajos de modelo para anuncios en periódicos y revistas. Por lo que él sabía, era el único trabajo que había hecho.

      Había nacido en una rama de la familia Outerbridge, terratenientes muy ricos de las ciudades de Nueva York y Nueva Jersey, desde antes de que Estados Unidos se convirtiera en un país. Su marido, Lance, provenía de la familia St. John, de los magnates madereros de Nueva Inglaterra, igualmente empoderada.

      Por regla general, Audrey St. John desaprobaba el trabajo. No lo entendía, y sobre todo no entendía por qué alguien podría hacer el tipo de trabajo peligroso y sucio que ocupaba el tiempo de Luke Stone. Parecía continuamente asombrada de que su propia hija, Rebecca St. John, se hubiera casado con alguien como Luke.

      Audrey y Lance nunca lo habían aceptado como su yerno. Habían sido una influencia tóxica en esta relación, desde mucho antes de que él y Becca intercambiaran sus votos. Su presencia aquí iba a hacer mucho más complicado el hablar con Becca sobre esta última misión.

      —Hola, Audrey, —dijo Luke, tratando de sonar alegre.

      Acababa de entrar. Se había quitado la corbata y se había desabrochado los dos primeros botones de su camisa, pero hasta ahora ese era su único gesto de estar en casa. Metió la mano en el frigorífico y sacó una cerveza fría.

      Era pleno verano y el clima era bueno. Los alrededores de por aquí eran hermosos. Él y Becca estaban viviendo en la cabaña de la familia de ella, en el Condado de Queen Anne. La casa había pertenecido a la familia durante más de cien años.

      El lugar era antiguo y rústico, ubicado en un pequeño acantilado, justo encima de la bahía. Tenía dos pisos, todo de madera, que crujía y chirriaba por todos lados. La puerta de la cocina se accionaba con un resorte y se cerraba de golpe. Había un porche cubierto frente al agua y un patio de piedra más nuevo, con impresionantes vistas hacia el acantilado.

      Habían comenzado a sustituir gradualmente los muebles de las generaciones antiguas, para hacer el lugar más adecuado para la vida cotidiana. Había un sofá nuevo y sillas nuevas en la sala de estar. Un sábado por la mañana, por las buenas o por las malas, y por pura voluntad animal, Luke y Ed Newsam habían logrado insertar una cama de matrimonio en el dormitorio principal de arriba.

      Incluso con esas mejoras, lo más resistente de la casa seguía siendo la chimenea de piedra de la sala de estar. Era casi como si la vieja e imponente chimenea hubiera estado allí, mirando a lo largo de la bahía de Chesapeake, desde tiempos inmemoriales y alguien con sentido del humor hubiera construido una pequeña cabaña de verano a su alrededor.

      Realmente

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