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los casos de Seattle como incidentes aislados?”, especuló Mackenzie.

      “Eso es, con lo que el caso es tuyo, White”. Entonces McGrath se volvió hacia Ellington. “No estoy Seguro sobre si enviarte también a ti. Me gustaría hacerlo porque vosotros dos os las arregláis para trabajar bien juntos a pesar de la relación, pero con la boda tan cerca en el tiempo…”.

      “Es su decisión, señor”, dijo Ellington. A Mackenzie le sorprendió bastante ver lo frívolo que estaba siendo sobre ello. “Aunque creo que mi historial con el caso de Oregón podría beneficiar a Macken—la agente White. Además de lo de dos cabezas y todo eso…”.

      McGrath lo ponderó durante un momento, mirándolos alternativamente al uno y al otro. “Lo permitiré, pero puede que este sea el último caso en que os pongo juntos. Ya tengo a bastante gente incómoda con que una pareja que está comprometida trabaje en equipo. Cuando os caséis, podéis olvidaros de ello”.

      Mackenzie lo entendía y hasta pensaba que era buena idea en principio. Asintió mientras McGrath hacía su presentación mientras tomaba los papeles que tenía Ellington en la mano. No se tomó el tiempo de leerlos allí mismo, porque no quería ser grosera, pero los examinó por encima lo bastante como para hacerse una idea.

      Se habían hallado cinco cadáveres en consignas de almacenamiento en 2009, todas ellas en un periodo de diez días. A uno de los cadáveres parecía que le habían matado hacía poco, mientras que a otro le habían matado tanto tiempo antes de que lo descubrieran que la carne había empezado a pudrirse en los huesos. Habían detenido a tres sospechosos, pero todos ellos habían salido a la calle gracias a coartadas o a falta de pruebas reales.

      “Por supuesto, tampoco nosotros estamos preparados para afirmar que hay un enlace directo entre los dos, ¿no es cierto?”, preguntó.

      “No, todavía no”, dijo McGrath. “Pero esa es una de las cosas que me gustaría que averiguaras. Busca conexiones mientras estés buscando a este tipo”.

      “¿Alguna cosa más?”, preguntó Ellington.

      “No. Se están encargando del transporte en este preciso instante, pero deberíais estar volando en menos de cuatro horas. Realmente me gustaría resolver este asunto antes de que este maniaco pueda cargarse otras cinco personas como hizo antes”.

      “Pensé que no estábamos diciendo que hubiera un enlace directo”, dijo Mackenzie.

      “No oficialmente, no”, dijo McGrath. Y entonces, como si no pudiera evitarlo, sonrió con sarcasmo y se volvió hacia Ellington. “¿Y tú vas a vivir con ese tipo de escrutinio para el resto de tu vida?”.

      “Oh sí”, dijo Ellington. “Y estoy deseando hacerlo.”

      ***

      Estaban a mitad de camino del apartamento antes de que Ellington se molestara en llamar a su madre. Le explicó que les habían reclamado y le preguntaba si le gustaría quedar con ellos cuando regresaran. Mackenzie escuchaba de cerca, apenas capaz de entender la respuesta de su madre. Dijo algo sobre el peligro de trabajar y vivir juntos para una pareja romántica. Ellington le interrumpió antes de que se le subiera a la parra de verdad.

      Cuando concluyó la llamada, Ellington arrojó su teléfono al piso y suspiró. “Pues bien, mamá te envía saludos”.

      “Estoy segura”.

      “Pero eso que dijo sobre el marido y la esposa que también trabajan juntos… ¿estás preparada para eso?”.

      “Ya oíste a McGrath”, dijo ella. “Eso no va a suceder cuando nos casemos”.

      “Lo sé, pero aun así. Vamos a estar en el mismo edificio, oyendo hablar de los casos del otro. Hay días en que creo que eso sería estupendo… pero hay otros en que me pregunto lo extraño que podría llegar a ser”.

      “¿Por qué? ¿Acaso tienes miedo de que te acabe eclipsando?”.

      “Oh, ya lo has hecho”, le dijo con una sonrisa. “Es solo que te niegas a reconocerlo”.

      Mientras iban a toda prisa al apartamento y procedían a la tarea de hacer la maleta, la realidad de la situación le impactó de verdad por primera vez. Este podía ser el último caso en el que Ellington y ella trabajaran juntos. Estaba segura de que recordarían sus casos juntos con gusto cuando se hicieran mayores, casi como una especie de broma privada. Pero, por el momento, con la boda todavía cerniéndose sobre ellos y dos cadáveres esperándoles al otro lado del país, resultaba estremecedor, como si fuera el final de algo muy especial.

      Supongo que tendremos que despedirnos con una buena, pensó mientras hacía su maleta. Le echó una ojeada a Ellington, que también estaba haciendo su maleta para el viaje, y sonrió. Sin duda, estaban a punto de meterse en un caso potencialmente peligroso y posiblemente había vidas en riesgo, pero estaba deseando echarse a la carretera con él una vez más… quizá la última vez…

      CAPÍTULO CINCO

      Llegaron a Seattle con dos escenas del crimen que visitar: la ubicación de la primera víctima, descubierta hacía ocho días, y la ubicación de la segunda víctima, que habían descubierto el día anterior. Como Mackenzie nunca había visitado Seattle en su vida, se sintió casi decepcionada de ver que uno de los estereotipos sobre la ciudad parecía ser bien acertado: caía una lluvia fina cuando aterrizaron en el aeropuerto. La llovizna continuó hasta que se metieron en su coche de alquiler y después se acabó convirtiendo en una lluvia más constante mientras se ponían de camino hacia Seattle Storage Solution, la ubicación del último cadáver que habían descubierto.

      Cuando llegaron, había un hombre de mediana edad esperándolos en su camioneta de reparto. Se bajó, abrió un paraguas, y les saludó en su coche. Les entregó otro paraguas con una sonrisa alicaída.

      “A ninguno de los que vienen de fuera de la ciudad se les ocurre traer uno”, explicaba al tiempo que Ellington lo agarraba. Lo abrió y, tan caballeroso como de costumbre, se aseguró de que Mackenzie estuviera completamente resguardada por él.

      “Gracias”, dijo Ellington.

      “Quinn Tuck”, dijo el hombre, ofreciéndole la mano.

      “Agente Mackenzie White”, dijo Mackenzie, estrechándole la mano. Ellington hizo lo mismo, presentándose también.

      “Vamos entonces”, dijo Quinn. “No tiene sentido retrasarlo. Preferiría estar en casa, si os da igual a vosotros. Ya se llevaron el cadáver, gracias a Dios, pero la consigna todavía me da escalofríos”.

      “¿Es la primera vez que le ha pasado algo parecido?”, preguntó Mackenzie.

      “Es la primera vez que es tan horrible, sin duda. En una ocasión, tuve un mapache muerto que estaba atrapado en una consigna. Y en otra ocasión, unas avispas encontraron la manera de entrar a una de las consignas, hacer un nido, y lanzarse en bandada contra el rentero. Pero no… nunca nada tan malo como esto”.

      Quinn les llevó hasta una consigna con un 35 pegado sobre su puerta estilo garaje. La puerta estaba abierta y había un policía revolviendo por la parte de atrás del espacio. Llevaba un bolígrafo y un bloc de notas, y apuntaba algo cuando entraron Mackenzie y Ellington.

      El policía se giró hacia ellos y sonrió. “¿Vosotros sois del bureau?”, les preguntó.

      “Así es”, dijo Ellington.

      “Encantado de conoceros. Soy el ayudante del alguacil Paul Rising. Pensé que sería mejor que estuviera por aquí cuando llagarais. Estoy anotando todo lo que hay guardado aquí, esperando encontrar algún tipo de pista, porque, por el momento, tenemos exactamente cero”.

      “¿Estabas en la escena cuando se llevaron el cadáver?”.

      “Por desgracia. Era bastante truculento. Una mujer llamada Claire Locke, de veinticinco años. Lleva muerta al menos una semana. No está claro si se murió de inanición

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