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que habría recorrido a pie, pero por ahora, ni siquiera estaba pensando en su coche.

      No estaba pensando en su coche, su casa, o en su nueva esposa. Su padre había muerto hacía un año y habían esparcido sus cenizas aquí, justo al borde sur de Logan's View. Su padre había muerto siete meses antes de que Bryce se casara y a sólo una semana del que hubiera sido su cincuenta y un cumpleaños.

      Fue justo aquí, en la cara sur de Logan's View, donde Bryce y su padre celebraron la primera escalada completa que Bryce había hecho de la loma. Bryce sabía que no se consideraba tan difícil de escalar, aunque ciertamente lo había sido para un chaval de diecisiete años que, hasta ese momento de su vida, sólo había escalado rocas mucho más pequeñas más allá del Parque Nacional Grand Teton.

      Honestamente, Bryce no entendía lo que era tan especial en este lugar. No estaba seguro de por qué su padre había pedido que sus cenizas fueran enterradas en este lugar. Había requerido que Bryce y su madre aparcaran en el aparcamiento de uso general a una milla y media de donde ahora estaba sentado, donde, hace poco menos de un año, habían esparcido las cenizas de su padre. Claro, el atardecer era bonito y todo eso, pero había muchas vistas panorámicas a lo largo del parque.

      “Bueno, volví a subir, papá”, dijo Bryce. “He estado escalando aquí y allá, pero nada tan brutal como lo que tú hiciste”.

      Bryce sonrió ante esta idea, pensando en la foto que le habían dado poco después del funeral de su padre. Su padre había probado a subir el Everest pero se había roto el tobillo después de sólo un día y medio de escalada. Había escalado glaciares en Alaska y numerosas formaciones rocosas sin nombre a lo largo de los desiertos americanos. El hombre era como una leyenda en la mente de Bryce y así es como pretendía mantenerlo en su memoria.

      Miró hacia la puesta de sol, seguro de que a su padre le hubiera gustado. Aunque, honestamente, con todos los atardeceres que había visto desde diferentes puntos de vista en sus años de escalada, este probablemente era uno más bien común.

      Bryce suspiró, notando que no le salían las lágrimas como de costumbre. Poco a poco, la vida comenzaba a resultar más natural sin su padre. Todavía estaba de luto, claro, pero seguía hacia delante. Se puso de pie y se giró para recoger la mochila con su equipo de escalada. Entonces se detuvo brevemente, alarmado al ver a alguien que estaba justo detrás de él.

      “Siento asustarte”, dijo el hombre que estaba a menos de un metro de él.

      ¿Cómo diablos no lo oí?, se preguntó Bryce. Debe haberse movido muy silenciosamente... y a propósito. ¿Por qué estaba tratando de acercarse sigilosamente a mí? ¿Para robarme? ¿Para llevarse mi equipo?

      “No te apures”, dijo Bryce, eligiendo ignorar al hombre. Parecía tener unos treinta y tantos años, con una fina cubierta de barba que le cubría el mentón y una delgada media estilo gorro que le cubría la cabeza.

      “Bonita puesta de sol, ¿eh?”, preguntó el hombre.

      Bryce cogió su bolsa, se la puso a la espalda y empezó a avanzar. “Sí, claro que sí”, respondió.

      Empezó a caminar junto al hombre, con la intención de pasar de largo sin siquiera mirarlo. Pero el hombre se acercó y bloqueó su camino con el brazo. Cuando Bryce trató de rodearlo, el hombre lo agarró del brazo y lo empujó hacia atrás.

      Cuando volvió a tropezar, Bryce fue muy consciente de todo el espacio abierto que estaba esperando a menos de cinco pies detrás de él, cerca de unos cuatrocientos pies de espacio abierto, para ser exactos.

      Bryce había dado un solo puñetazo en su vida; había sido en segundo grado, en el patio de recreo, cuando un idiota le había contado un chiste tonto sobre “tu mamá”. Aun así, Bryce se encontró a sí mismo cerrando el puño en ese momento, totalmente preparado para luchar si tenía que hacerlo.

      “¿Cuál es tu problema?”, preguntó Bryce.

      “La gravedad”, dijo el hombre.

      Hizo un movimiento en ese instante, no un puñetazo, sino más bien una acción de lanzamiento. Bryce lanzó una muñeca hacia arriba para bloquearle, dándose cuenta de lo que había en la mano del hombre justo cuando captaba el brillo dorado del reflejo de la puesta de sol en su superficie metálica.

      Un martillo.

      Le golpeó la frente lo suficientemente fuerte como para hacer un sonido que, para Bryce, sonaba como algo que podría salir de una caricatura. Pero el dolor que siguió no fue divertido ni cómico en absoluto. Parpadeó, absolutamente aturdido. Dio un solo paso hacia atrás, mientras cada nervio de su cuerpo trataba de recordarle que había una caída de cuatrocientos pies detrás de él.

      Pero sus nervios estaban ralentizados, el ataque contundente en su frente le había producido un dolor cegador en el cráneo y tenía una sensación de adormecimiento en la espalda.

      Bryce se dobló, cayendo de rodillas. Y ahí fue cuando el hombre extendió la mano con el pie y le dio una patada a Bryce directamente en el centro del pecho.

      Bryce apenas sintió el impacto. Su cabeza ardía como el fuego. Pero la patada le hizo retroceder, y su costado golpeó el suelo con suficiente fuerza como para hacer que rebotara todavía más.

      Sintió que la gravedad se apoderó de él de inmediato, pero estaba confundido en cuanto a que era, exactamente, lo que había sucedido.

      Su corazón se aceleró y su mente llena de dolor entró en modo de pánico. Trató de respirar mientras sus músculos tiraban de él, agitándose en busca de cualquier tipo de asidero.

      Pero allí no había nada. Sólo estaba el aire libre, el viento creado por su descenso pasando junto a sus oídos y, segundos después, la explosión más breve de dolor cuando golpeó la tierra de la planicie. En la única respiración que le quedaba dentro, vio el tinte rojo sobre el lateral de la pared que acababa de escalar, con su última puesta de sol escoltándole hacia el olvido.

      CAPÍTULO CUATRO

      Lo que al principio se había sentido como un paraíso, enseguida comenzó a parecerle una especie de prisión. Aunque todavía amaba a su hijo más de lo que podía explicar, Mackenzie se estaba volviendo loca. El paseo ocasional alrededor de la manzana ya no le resultaba suficiente. Cuando el médico le dio el visto bueno para que hiciera ejercicio ligero y empezara a acelerar el ritmo dentro de casa, al instante pensó en hacer footing o incluso en hacer pesas ligeras. Estaba baja de forma, quizás más de lo que había estado en más de cinco años, y los abdominales de los que a menudo se enorgullecía estaban enterrados bajo el tejido de la cicatriz y una capa de grasa con la que no estaba familiarizada.

      En uno de sus momentos más débiles, comenzó a llorar incontrolablemente una noche al salir de la ducha. Como siempre marido obediente y cariñoso, Ellington había venido corriendo al baño para encontrarla apoyada sobre el lavabo.

      “Mac, ¿qué pasa? ¿Estás bien?”.

      “No. Estoy llorando. No estoy bien. Y estoy llorando por una completa estupidez”.

      “¿Como qué?”.

      “Como por el cuerpo que acabo de ver en el espejo”.

      “Ah, Mac....mira, ¿recuerdas cuando hace unas semanas me dijiste que habías leído que te pondrías a llorar por cosas sin sentido? Bueno, creo que esta es una de ellas”.

      “Esa cicatriz de la cesárea estará ahí el resto de mi vida. Y el peso... no va a ser fácil quitárselo”.

      “¿Y por qué te molesta esto?”, preguntó. No estaba tomando el enfoque del amor duro, pero tampoco la estaba mimando. Era un duro recordatorio de lo bien que la conocía.

      “No debería. Y honestamente, creo que el llanto se debe a otra cosa... solo necesité un vistazo a mi cuerpo para sacarlo todo a flote”.

      “No hay nada de malo con tu cuerpo”.

      “Tienes

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