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esto a la fuerza de sus pensamientos mientras marcaba su número.

      “Qué hay, Pa”, dijo. “¿Cómo van las cosas?”.

      “Bien”, respondió él. “Tu madre está echándose una siesta. ¿Quieres volver a llamar más tarde?”.

      “No, podemos charlar nosotros. Ya hablaré con ella esta noche o lo que sea. ¿Qué está sucediendo por allí?”.

      Cuatro meses antes, se hubiera resistido a hablarle a él sin la presencia de su madre. Bruce Hunt era un hombre difícil que no regalaba la confianza y tampoco es que Jessie fuera una bola de peluche mimosa. Los recuerdos que albergaba de sus años jóvenes con él eran una mezcla de alegría y frustración. Hubo excursiones para ir a esquiar, de acampada y de senderismo por las montañas, y vacaciones familiares a México, que solo estaba a sesenta millas de distancia.

      Claro que también tuvieron sus concursos de gritos, sobre todo cuando era una adolescente. Bruce era un hombre que apreciaba la disciplina. Jessie, que albergaba años de resentimiento acumulado por la pérdida de su madre, su nombre, y su hogar al mismo tiempo, tendía a portarse mal. Durante sus años en USC y después, seguramente hablaron menos de dos docenas de veces en total. Las visitas de uno a otro lado eran una rareza.

      Pero recientemente, la vuelta del cáncer de su madre les había obligado a hablar sin un mediador. Y, de alguna manera, habían acabado por romper el hielo. Hasta se había pasado por L.A. para ayudarle a recuperarse de su herida en el abdomen, después de que Kyle le atacara el otoño pasado.

      “Las cosas siguen tranquilas por aquí”, le dijo, respondiendo a su pregunta. “Tu madre tuvo otra sesión de quimioterapia ayer, razón por la que está descansando ahora. Si se siente lo bastante bien, puede que salgamos a cenar más tarde”.

      “¿Con toda la banda de la policía?”, le preguntó jocosamente. Pocos meses atrás, sus padres se habían mudado de su hogar a una instalación de vivienda asistida, poblada principalmente por retirados del Departamento del Alguacil de Las Cruces, y del FBI.

      “Qué va, solo nosotros dos. Estoy pensando en una cena con velas, pero en alguna parte donde pueda llevar el balde para poner debajo de la mesa en caso de que ella tenga que vomitar”.

      “Sin duda, eres todo un romántico, Pa”.

      “Lo intento. ¿Cómo van las cosas por allí? Asumo que aprobaste el entrenamiento con el FBI”.

      “¿Por qué asumes eso?”.

      “Porque sabías que te preguntaría por ello y no me hubieras llamado si tuvieras que darme malas noticias”.

      Jessie tenía que reconocer su talento. Para ser ya un perro viejo, todavía veía las cosas bastante claras.

      “Aprobé”, le aseguró ella. “Estoy de regreso en L.A. Empiezo a trabajar mañana de nuevo y… estoy haciendo unos recados”.

      Jessie no quería preocuparle hablando de su destino real.

      “Eso suena nefasto. ¿Por qué tengo la sensación de que no estás de compras en busca de algo de pan?”.

      “No tenía intención de que sonara así. Creo que estoy barrida de tanto viaje. Lo cierto es que casi estoy allí ya”, mintió. “¿Te debería llamar esta noche o espero hasta mañana? No quiero interrumpir tu cena de gala con tu balde para el vómito”.

      “Quizá mejor mañana”, le aconsejó él.

      “Muy bien. Dile hola a Ma. Te quiero”.

      “Yo también te quiero”, dijo él, colgándole el teléfono.

      Jessie intentó enfocarse en la carretera. El tráfico estaba empeorando y todavía le faltaba media hora de trayecto hasta la instalación del DNR, que llevaba unos cuarenta y cinco minutos de viaje.

      La D.N.R., o División No Rehabilitadora, era una unidad especial autónoma afiliada con el Hospital Metropolitano estatal de Norwalk. El principal hospital albergaba a una gran variedad de perpetradores trastornados mentalmente y catalogados como no aptos para servir su condena en una prisión convencional.

      Pero el anexo del DNR, desconocido para el público y todavía más para el personal de las fuerzas de seguridad y del sector de salud mental, servía un papel más clandestino. Estaba diseñado para albergar un máximo de diez condenados fuera del sistema común. Ahora mismo, solo había cinco personas allí detenidas, todas ellas hombres, todos violadores y asesinos en serie. Uno de ellos era Bolton Crutchfield.

      La mente de Jessie vagabundeó hasta la ocasión más reciente en que había estado allí de visita. Fue su última visita antes de largarse a la Academia Nacional, aunque no le había dicho eso a él. Jessie había estado visitando a Crutchfield con regularidad desde el pasado otoño, cuando había obtenido permiso para entrevistarle como parte de las prácticas de su máster. Según el personal de las instalaciones, casi nunca accedía a hablar con médicos o investigadores. Pero, por razones que no se le aclararían hasta más adelante, se había mostrado de acuerdo en verse con ella.

      Durante las siguientes semanas, llegaron a una especie de acuerdo. Le hablaría de los detalles de sus crímenes, incluyendo los motivos y los métodos, si ella compartía algunos detalles de su propia vida. Inicialmente, parecía un trato justo. Después de todo, su meta era convertirse en una criminóloga especializada en asesinos en serie. Que hubiera uno dispuesto a hablar de los detalles de lo que había hecho podría resultar inestimable.

      Y, además, resultó que tenía otro bonus adicional. Crutchfield tenía un olfato a lo Sherlock Holmes para deducir información, incluso aunque estuviera encerrado en una celda de un hospital mental. Podía discernir detalles de la actual vida de Jessie solo con mirarla.

      Había utilizado esa capacidad, junto con la información sobre el caso que ella le transmitía, para darle pistas sobre varios crímenes, incluido el asesinato de una filántropa adinerada de Hancock Park. Y también le había avisado de que su propio marido no se merecía tanta confianza como había depositado en él.

      Por desgracia para Jessie, sus capacidades para la deducción también operaban en su contra. La razón por la que quería reunirse con Crutchfield en primer lugar era porque ella había notado que modelaba sus asesinatos siguiendo los métodos de su padre, el legendario, asesino en serie, jamás atrapado, Xander Thurman. Pero Thurman había cometido sus crímenes en el Missouri rural hacía dos décadas. Parecía una elección al azar, oscura, para un asesino basado en el sur de California.

      Lo que pasaba era que Bolton era un gran fan suyo. Y cuando Jessie empezó preguntándole por su interés en esos asesinatos antiguos, no le llevó mucho recomponer el puzle y determinar que la jovencita que tenía delante de él estaba personalmente conectada con Thurman. Con el tiempo, admitió que sabía que ella era su hija. Y le reveló otro detalle, que se había visto con su padre hacía dos años.

      Con regocijo en la voz, le había informado de que su padre había entrado a las instalaciones haciéndose pasar por un médico y que se las había arreglado para tener una conversación extensa con el encarcelado. Por lo visto, estaba buscando a su hija, cuyo nombre había cambiado y a quien habían puesto en Protección de Testigos después de que mataran a su madre. Sospechaba que acabaría visitando a Crutchfield en algún momento debido a las similitudes entre sus crímenes. Thurman quería que Crutchfield le contara si aparecía por allí en algún momento y le daba su nuevo nombre y dirección.

      Desde ese momento, su relación había estado marcada por una desigualdad que le hacía sentir terriblemente incómoda. Crutchfield todavía le transmitía información sobre sus crímenes y pistas sobre otros. Pero ambos sabían que era él el que tenía todas las cartas en la manga.

      Él sabía su nuevo nombre. Sabía el aspecto que tenía. Sabía la ciudad en que vivía. En cierto momento, descubrió que hasta sabía que estaba viviendo con su amiga Lacy y dónde estaba el apartamento. Y aparentemente, a pesar de estar encarcelado en una instalación supuestamente secreta, tenía la capacidad de darle todos esos detalles a su padre.

      Jessie

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