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Había sido seleccionado para fundar y administrar una pequeña agencia de inteligencia en Washington, DC, un grupo semiautónomo dentro del FBI. Don se refería a él como unas Fuerzas Delta civiles.

      —No te atrevas a llamarme señor, —dijo— y si sólo estás siguiendo órdenes, entonces sigue esta: rechaza la misión.

      Luke sonrió. —Me temo que ya no eres mi oficial al mando. Tus órdenes no tienen demasiado peso ya. Señor.

      Los ojos de Don se encontraron con los de Luke. Los mantuvo allí un largo rato.

      —Es una trampa mortal, hijo. Dos años después de la caída de Bagdad, el esfuerzo de guerra en Irak es una cagada total. Aquí, en el país de Dios, controlamos el perímetro de esta base, el aeropuerto de Kandahar, el centro de Kabul y poco más. Amnistía Internacional, la Cruz Roja y la prensa europea, todos están armando jaleo sobre los puntos negros y las prisiones de tortura, incluso aquí mismo, a trescientos metros de donde estamos. Los jefazos sólo quieren cambiar el relato. Necesitan una victoria en mayúsculas. Y Heath quiere una pluma en su gorra. Eso es todo lo que siempre ha querido. Por nada de eso vale la pena morir.

      —El Teniente Coronel Heath ha decidido dirigir la incursión personalmente, —dijo Luke. —Me informaron hace menos de una hora.

      Los hombros de Don se desplomaron. Luego asintió.

      —No me sorprende. —dijo—¿Sabes cómo solíamos llamar a Heath? Capitán Ahab. Se fija en algo, algo así como una ballena y la perseguirá hasta el fondo del mar. Y estará feliz de llevarse a todos sus hombres con él.

      Don hizo una pausa. Suspiró.

      —Escucha, Stone, no tienes nada que demostrarme; ni a mí, ni a nadie. Te has ganado un permiso. Puedes rechazar esta misión. Demonios, en un par de meses, podrías dejar el Ejército si quisieras y unirte a mí en Washington DC. Eso me gustaría.

      Ahora Luke casi se rió. —Don, no todos aquí son de mediana edad. Tengo treinta y un años. No creo que un traje y una corbata y el almuerzo en mi escritorio, sea lo mío todavía.

      Don sostenía una fotografía enmarcada en sus manos. Se cernía sobre una caja abierta. La miró fijamente. Luke conocía bien la foto. Era una instantánea de color descolorido de cuatro jóvenes sin camiseta, Boinas Verdes, haciendo muecas a la cámara antes de una misión en Vietnam. Don era el único de esos hombres que todavía estaba vivo.

      —Tampoco es lo mío, —dijo Don.

      Miró a Luke de nuevo.

      —No mueras allí esta noche.

      —No pienso hacerlo.

      Don miró de nuevo la foto. —Nadie lo hace, —dijo.

      Por un momento, miró por la ventana los picos nevados del Hindú Kush que se alzaban alrededor de ellos. Sacudió la cabeza. Su amplio pecho subía y bajaba. —Tío, voy a echar de menos este lugar.

      * * *

      —Caballeros, esta misión es un suicidio, —dijo el hombre al frente de la sala. —Y es por eso que envían a hombres como nosotros.

      Luke se sentó en una silla plegable, en la sala de reuniones hecha de bloques de cemento; otros veintidós hombres estaban sentados en las sillas a su alrededor. Eran todos operarios de las Fuerzas Delta, lo mejor de lo mejor. Y la misión, como la había entendido Luke, era difícil, pero no necesariamente suicida.

      El hombre que daba esta última sesión informativa era el Teniente Coronel Morgan Heath, un comandante tan práctico y entusiasta como el que más. Aun con cuarenta años, estaba claro que las Delta no eran el final del camino para Heath. Se había posicionado en su rango actual y sus ambiciones parecían apuntar hacia un perfil más alto. Política, tal vez un contrato para un libro, quizá una temporada en la televisión como experto militar.

      Heath era guapo, estaba muy en forma y era excesivamente ​​impaciente. Eso no era inusual en un miembro de las Delta. Pero también hablaba mucho. Y eso no era típico de las Delta en absoluto.

      Luke lo había visto una semana antes, concediéndole una entrevista a un reportero y a un fotógrafo de la revista Rolling Stone y adiestrando a los muchachos sobre las avanzadas capacidades de navegación y sigilo de un helicóptero MH-53J (no era necesariamente información clasificada, pero definitivamente no era el tipo de cosas que quieres compartir con todos).

      Stone casi le instó a que lo hiciera. Pero no lo hizo.

      No lo hizo, no porque Heath estuviera por encima de él (eso no importaba en las Delta o no debería importar), sino porque se podía imaginar de antemano la respuesta de Heath:

      —¿Crees que los talibanes leen revistas de pop americanas, Sargento?

      Ahora, la presentación de Heath era tecnología de última generación, comparada con los diez años anteriores, un PowerPoint sobre fondo blanco. Un joven con turbante y barba oscura apareció en la pantalla.

      —Todos ustedes conocen a su hombre, —dijo Heath. —Abu Mustafa Faraj al-Jihadi nació en algún momento alrededor de 1970 entre una tribu de nómadas al este de Afganistán o en las regiones tribales del oeste de Pakistán. Probablemente no tuvo educación formal de la que hablar y su familia posiblemente cruzó la frontera como si ni siquiera hubieran estado allí. Al Qaeda corre por sus venas. Cuando los soviéticos invadieron Afganistán en 1979, según todos los informes, se unió a la resistencia como un niño soldado, posiblemente tendría como unos ocho o nueve años. Después de todo este tiempo, décadas de guerra sin descanso y, por alguna razón, todavía respira. Demonios, todavía está vivito y coleando. Creemos que es el responsable de organizar al menos una veintena de importantes ataques terroristas, incluidos los ataques suicidas del pasado octubre en Mumbai y el atentado al USS Sarasota en el puerto de Adén, en el que murieron diecisiete marineros estadounidenses.

      Heath hizo una pausa para provocar efecto. Miró a todos en la habitación.

      —Este tipo es una mala noticia. Cogerlo será la mejor alternativa para derribar a Osama bin Laden. ¿Queréis ser héroes? Esta es vuestra noche.

      Heath hizo clic a un botón en su mano. La foto en la pantalla cambió. Ahora era una imagen dividida: a un lado del borde vertical había una toma aérea del complejo de al-Jihadi, justo a las afueras de una pequeña aldea; al otro lado había una representación tridimensional de lo que se creía que era la casa de al-Jihadi. La casa tenía dos pisos, estaba hecha de piedra, construida contra una colina empinada; Luke sabía que era posible que la parte posterior de la casa estuviera conectada a una red de túneles.

      Heath inició una descripción de cómo iría la misión. Dos helicópteros, doce hombres en cada uno. Los helicópteros se instalarían en un campo, justo por fuera de las paredes del complejo, descargarían a los hombres, luego despegarían nuevamente y proporcionarían apoyo aéreo.

      Los doce hombres del Equipo A, el equipo de Luke y Heath, derribarían las paredes, entrarían en la casa y asesinarían a Al-Jihadi. Si era posible, se llevarían el cuerpo en una camilla y lo devolverían a la base. Si no, lo fotografiarían para su posterior identificación. El Equipo B se quedaría a cargo de defender los muros y del acceso al complejo desde el pueblo.

      Los helicópteros volverían a aterrizar y recogerían a ambos equipos. Si por alguna razón los helicópteros no pudieran aterrizar de nuevo, los dos equipos se dirigirían a una antigua base de artillería estadounidense abandonada, en una ladera rocosa a menos de medio kilómetro fuera de la aldea. La recogida se llevaría a cabo allí, o los equipos se mantendrían en la antigua base hasta que la extracción pudiera llevarse a cabo. Luke se sabía todo esto de memoria, pero no le gustaba la idea de atrincherarse en esa antigua base de artillería.

      —¿Y si esa base de artillería está comprometida? —dijo.

      —¿Comprometida en qué sentido? —dijo Heath.

      Luke se encogió de hombros. —No lo sé, dígamelo usted. Una trampa explosiva, custodiada por francotiradores talibanes o utilizada por pastores

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