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      Derechos Reservados © 2017 por Morgan Rice. Todos los derechos reservados. A excepción de lo permitido por la Ley de Derechos de Autor de EE.UU. de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida en forma o medio alguno ni almacenada en una base de datos o sistema de recuperación de información, sin la autorización previa de la autora. Este libro electrónico está disponible solamente para su disfrute personal. Este libro electrónico no puede ser revendido ni regalado a otras personas. Si desea compartir este libro con otra persona, tiene que adquirir un ejemplar adicional para cada uno. Si está leyendo este libro y no lo ha comprado, o no lo compró solamente para su uso, por favor devuélvalo y adquiera su propio ejemplar. Gracias por respetar el arduo trabajo de esta escritora. Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, eventos e incidentes, son producto de la imaginación de la autora o se utilizan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, es totalmente una coincidencia.

      ÍNDICE

       CAPÍTULO UNO

       CAPÍTULO DOS

       CAPÍTULO TRES

       CAPÍTULO CUATRO

       CAPÍTULO CINCO

       CAPÍTULO SEIS

       CAPÍTULO SIETE

       CAPÍTULO OCHO

       CAPÍTULO NUEVE

       CAPÍTULO DIEZ

       CAPÍTULO ONCE

       CAPÍTULO DOCE

       CAPÍTULO TRECE

       CAPÍTULO CATORCE

       CAPÍTULO QUINCE

       CAPÍTULO DIECISÉIS

       CAPÍTULO DIECISIETE

       CAPÍTULO DIECIOCHO

       CAPÍTULO DIECINUEVE

       CAPÍTULO VEINTE

       CAPÍTULO VEINTIUNO

       CAPÍTULO VEINTIDÓS

       CAPÍTULO VEINTITRÉS

       CAPÍTULO VEINTICUATRO

       CAPÍTULO VEINTICINCO

       CAPÍTULO VEINTISÉIS

       CAPÍTULO VEINTISIETE

      CAPÍTULO UNO

      De todas las cosas que se podían odiar en la Casa de los Abandonados, la muela era la que más temía Sofía. Gemía mientras empujaba una palanca conectados a un poste gigante que desaparecía en el suelo mientras, a su alrededor, las otras huérfanas empujaban las suyas. Al empujarla, sentía dolor y sudaba, su pelo rojo se enredaba por el esfuerzo, su áspero vestido gris se manchaba aún más de sudor. Ahora su vestido era más corto de lo que ella quería, se subía a cada paso largo para mostrar el tatuaje en forma de máscara de su pantorrilla, señalándola como lo que era: una huérfana, una cosa poseída.

      Las cosas eran incluso peor para las otras chicas que había allí. A los diecisiete años, por lo menos Sofía era una de las más mayores y más grandes. La única persona más mayor en la sala era la Hermana O’Venn. La monja de la Diosa Enmascarada vestía el hábito negro azabache de la orden, junto con una máscara de encaje a través de la que podía ver hasta el más mínimo detalle de error, tal y como todas las huérfanas no tardaban en descubrir. La hermana sostenía la correa de cuero que usaba para repartir el castigo, doblada entre sus manos mientras hablaba sin cesar al fondo, pronunciando las palabras del Libro de las Máscaras, homilías sobre la necesidad de perfeccionar a las almas abandonadas como ellas.

      —En este lugar aprendéis a ser útiles —entonó—. En este lugar aprendéis a ser valiosas, ya que no lo fuisteis para las mujeres de mala vida que os trajeron al mundo. La Diosa Enmascarada nos dice que debemos dar forma a nuestro lugar en el mundo a través de nuestros esfuerzos, y hoy vuestros esfuerzos giran los molinos que muelen el maíz y… ¡atiende, Sofía!

      Sofía se encogió de dolor al notar el impacto del cinturón al dar un chasquido. Apretó los dientes. ¿Cuántas veces la habían golpeado las hermanas en su vida? ¿Por hacer lo incorrecto o por no hacer lo correcto con la suficiente rapidez? ¿Por ser lo suficientemente hermosa como para que eso constituyera un pecado en y por sí mismo? ¿Por tener el pelo rojo de una persona problemática?

      Ay, si conocieran su talento. Se estremecía al pensarlo. Pues en ese momento, la hubieran golpeado hasta la muerte.

      —¿Me estás ignorando, niña estúpida? —exigió la monja. Golpeó una y otra vez—. ¡Arrodillaos de cara a la pared, todas!

      Esa era la peor parte: no importaba para nada que lo hicieras todo bien. Las monjas golpeaban a todas las chicas por los errores de una.

      —Se os tiene que recordar —dijo bruscamente la Hermana O’Venn, mientras Sofía oía chillar a una chica—lo que sois. Dónde estáis. —Otra chica gimoteó cuando la correa de cuero le golpeó la carne—. Sois las hijas que nadie quiso. Sois propiedad de la Diosa Enmascarada, quien os dio un hogar por su gracia.

      Daba vueltas por la sala y Sofía sabía que ella sería la última. La idea era hacerla sentir culpable del dolor de las demás y darles tiempo a ellas por causarles esto, antes de recibir su castigo.

      El castigo que estaba esperando arrodillada.

      Cuando podía simplemente marcharse.

      Ese pensamiento le venía de forma tan espontánea a Sofía que debía comprobar que no se lo enviaba de algún modo su hermana pequeña, o que no lo cogía de alguna de las otras. Ese era el problema con un talento como el suyo: venía cuando quería, no cuando lo llamaban. Pero parecía que el pensamiento realmente era suyo… y aun más, era cierto.

      Era mejor arriesgarse a morir que quedarse aquí un día más.

      Por supuesto, si se atrevía a marcharse, el castigo sería peor. Siempre encontraban un modo de hacerlo peor. Sofía había viso chicas morir de hambre durante días por haber robado o haberse resistido, haber sido obligadas a permanecer de rodillas,

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