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su tiempo en la Casa de los Abandonados, que Sofía deseaba tener más tiempo para explorarlos. Se quedó mirando un gran teatro circular desde fuera, deseando que hubiera el tiempo suficiente para entrar.

      Pero no lo había, porque si esta noche se perdía el baile de máscaras, no estaba segura de cómo iba a encontrar el lugar que quería en la corte. También sabía que los bailes de máscaras no sucedían muy a menudo, y que le ofrecería la mejor oportunidad para colarse.

      Mientras avanzaba, estaba preocupada por Catalina. El simple hecho de caminar en direcciones contrarias se hacía extraño, después de tanto tiempo. Pero lo cierto era que querían hacer cosas diferentes con sus vidas. Sofía la encontraría, cuando esto hubiera acabado. Cuando tuviera una vida establecida entre los nobles de Ashton, encontraría a Catalina y lo arreglaría todo.

      Más adelante, estaban las puertas de la zona amurallada que guardaba el palacio. Como Sofía había imaginado, estaban abiertas de par en par para la noche y, tras ellas, se veían unos elegantes jardines dispuestos en pulcras hileras de setos y rosas. Había grandes extensiones de hierba, cortada más corta de lo que podría estar cualquier campo de granjero y que, en sí, parecía una señal de lujo cuando cualquiera de la ciudad que tuviera un trozo de tierra al lado de su casa tenía que usarlo para cultivar comida.

      Había faroles colocados cada pocos pasos dentro de los jardines. Todavía no estaban encendidos, pero por la noche convertirían todo aquel lugar en una ola de luz brillante, permitiendo que la gente baile en los jardines con la misma facilidad que en una de las grandes salas de palacio.

      Sofía veía que la gente se dirigía al interior, uno tras otro. Había un sirviente con un uniforme dorado de gala al lado de la puerta, junto a dos guardias vestidos del azul más brillante, con los mosquetones cargados al hombro para una demostración de desfile a pie de calle perfecta mientras los nobles y sus sirvientes les pasaban tranquilamente por delante.

      Sofía fue a toda prisa hacia la puerta. Tenía la esperanza de poder perderse en medio de la multitud de los que entraban, pero para cuando llegó allí, estaba sola. Esto significaba que el sirviente que estaba allí pudo prestarle toda la atención. Era un hombre mayor con una peluca empolvada que se le rizaba en la nuca. Miró a Sofía con algo muy cercano al menosprecio.

      —¿Y tú qué es lo que quieres? —preguntó, en un tono tan pícaro que podría haber sido el de un actor haciendo el papel de noble, más que el de su mero sirviente.

      —Estoy aquí por el baile —dijo Sofía. Sabía que nunca podría pasar por noble, pero todavía había cosas que podía hacer—. Soy la sirvienta de…

      —No te avergüences a ti misma —replicó el sirviente—. Sé perfectamente a quién debo dejar entrar y ninguno de ellos se molestaría en ir acompañado de una sirvienta como tú. No dejamos entrar a las prostitutas del muelle. No es una de esas fiestas.

      —No sé de qué me habla —intentó Sofía, pero la cara enfurruñada que recibió le dijo que no estaba ni cerca de funcionar.

      —Entonces permíteme que me explique —dijo el sirviente que estaba en la puerta. Parecía estar disfrutando—. Parece que tu vestido haya sido cortado del de una pescadera. Apestas como si acabaras de salir de una cloaca. En cuanto a tu voz, parece que no puedas ni escribir elocución y mucho menos utilizarla. Ahora, lárgate antes de que tenga que hacer que salgas corriendo y que te encierren durante la noche.

      Sofía deseaba defenderse, pero la crueldad de sus palabras parecía haberle robado las de ella. Aún más, la habían dejado sin su sueño, con la misma facilidad que si el hombre hubiera alargado el brazo y lo hubiera arrancado del aire. Se dio la vuelta y se fue corriendo, y lo peor de todo fue la risa que la siguió por toda la calle.

      Sofía se detuvo en un portal, profundamente humillada. No esperaba que esto fuera fácil, pero esperaba que alguien en la ciudad fuera amable. Había pensado que podría pasar por sirvienta aunque no pudiera pasar por noble.

      Pero tal vez ese era su error. Si estaba intentando reinventarse, ¿no debería ir a por todas? Tal vez no era demasiado tarde. No podía pasar por el tipo de sirvienta que acompañaría a su señora a un baile, pero ¿por qué podría pasar? Podría ser lo que casi hubiera sido cuando se fue del orfanato. El tipo de sirvienta a quien darían el trabajo más bajo.

      Eso podría funcionar.

      La zona de alrededor de palacio era un lugar de mansiones nobles, pero también de todas las cosas que sus dueños podrían necesitar de la ciudad: modistas, joyeros, casas de baño y más cosas. Todas las cosas que Sofía no podía permitirse, pero todo eran cosas que podría conseguir de todas formas.

      Empezó por una modista. Era la parte más grande y, quizás, una vez tuviera el vestido, el resto sería más fácil. Entró en la tienda que parecía estar más llena, respirando entrecortadamente como si estuviera a punto de desplomarse, confiando en que saliera bien.

      —¿Qué estás haciendo tú aquí? —preguntó una mujer con el pelo color acero, que al alzar la vista, vio que tenía la boca llena de agujas.

      —Perdóneme… —dijo Sofía—. Mi señora… me dará una paliza si su vestido tarda más… dijo que… viniera corriendo.

      No podía pasar por una sirvienta que acompañaba a su señora, pero podía ser aquella sirviente contratada a quien mandan a hacer recados de última hora.

      —¿Y cuál es el nombre de vuestra señora? —preguntó la modista.

      «¿Realmente es este el tipo de sirvienta que Milady D’Angelica podría enviar? ¿Tal vez sea porque tienen la misma talla y desea saber si irá bien?»

      El destello de talento de Sofía vino de forma voluntaria. Tuvo el suficiente juicio como para no dudar.

      —Milady D’Angelica —dijo—. Discúlpeme, pero dijo que corría prisa. El baile…

      —No empezará formalmente hasta dentro de una o dos horas, y dudo que tu señora quiera estar allí hasta el momento de hacer la entrada —respondió la modista. Su tono era un poco menos duro ahora, aunque Sofía sospechaba que era tan solo por quien estaba fingiendo servir. La mujer señaló con el dedo.

      —Espera aquí.

      Sofía esperó, aunque era lo que más le costaba hacer ahora mismo. Por lo menos, le permitió escuchar. El sirviente de palacio tenía razón: la gente hablaba de forma diferente lejos de las partes más pobres de la ciudad. Sus vocales eran más redondeadas, los finales de las palabras más refinados. Una de las mujeres que trabajaban allí parecía proceder de uno de los Estados Mercantes, marcando sus erres mientras charlaba con las demás.

      No pasó mucho tiempo hasta que la primera modista apareció con un vestido, sujetándolo en alto para que Sofía lo inspeccionara. Era lo más bello que Sofía había visto jamás. Era de un color plata y azul brillantes, que parecían resplandecer al moverse. El cuerpo estaba trabajado con hilo de plata, e incluso las enaguas resplandecían en ondas, lo que parecía un desperdicio. ¿Quién las iba a ver?

      —Milady D’Angelica y tú tenéis la misma talla, ¿verdad? —preguntó la modista.

      —Sí, señora –respondió Sofía—. Por eso me envió.

      —Entonces debería haberte enviado a ti desde un principio, en lugar de una lista de medidas.

      —Me aseguraré de decírselo —dijo Sofía.

      Eso hizo que la modista palideciera horrorizada, como si con tan solo pensarlo le pudiera dar un ataque al corazón.

      —No será necesario. Ya casi está, solo tengo que modificar un par de cosas. ¿Estás realmente segura de que tienes su misma talla?

      Sofía asintió.

      —Al milímetro, señora. Me hace comer exactamente lo mismo que ella para que estemos igual.

      Fue un detalle loco y ridículo que inventar, pero la modista pareció tragárselo. Tal vez era el tipo de extravagancia a la que ella creía que

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