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que aprueben hacer eso”, dijo Holbrook.

      “Hay que hacerlo. Hay otro cuerpo allí abajo. Puedes contar con eso. No sé cuánto tiempo ha pasado allí, pero está allí”.

      Hizo una pausa, evaluando mentalmente lo que esto le decía sobre la personalidad del asesino. Él era competente y capaz. No era un perdedor patético como Eugene Fisk. Era más como Peterson, el asesino que había capturado y atormentado tanto a April como a ella. Era astuto y equilibrado y le encantaba matar, era un sociópata, en lugar de un psicópata. Por encima de todo, era confiado.

      “Tal vez demasiado confiado para su propio bien”, pensó Riley.

      Podría hasta ser su perdición.

      “El tipo que buscamos no es ninguna escoria criminal”, dijo. “Apuesto a que es un ciudadano común, razonablemente bien educado, tal vez con una esposa y familia. Nadie que lo conoce cree que es un asesino”.

      Riley observó el rostro de Holbrook mientras hablaban. Aunque ahora sabía algo sobre el caso que no había sabido antes, Holbrook aún le parecía totalmente impenetrable.

      El helicóptero sobrevoló el edificio del FBI. Había caído la noche y el área estaba bien iluminada.

      “Mira”, Bill dijo, señalando por la ventana.

      Riley miró hacia donde señalaba. Se sorprendió al ver que el jardín de rocas parecía una huella gigantesca desde aquí. Parecía un letrero de bienvenida. Algún paisajista excéntrico había decidido que esta imagen hecha de piedras era más adecuada para el nuevo edificio del FBI que un jardín plantado. Centenares de piedras habían sido cuidadosamente colocadas en filas curvas para crear la ilusión acaballonada.

      “Guau”, le dijo Riley a Bill. “¿Qué huella dactilar habrán utilizado? La de una persona legendaria, supongo. ¿Tal vez la de Dillinger?”.

      “O tal vez la de John Wayne Gacy. O Jeffrey Dahmer”.

      Esto le pareció un poco extraño. En el suelo, nadie se imaginaría que la disposición de piedras era algo más que un laberinto sin sentido.

      Le pareció una señal y una advertencia. Este caso iba a obligarla a ver las cosas desde una nueva y perturbadora perspectiva. Estaba a punto de entrar en un mundo de oscuridad que jamás había imaginado.

      Capítulo Nueve

      El hombre disfrutaba ver a las prostitutas callejeras. Le gustaba como se agrupaban en la esquina y caminaban por las aceras, más que todo de a dos. Le parecía que eran más enérgicas que las call girls y las acompañantes, propensas a perder los estribos fácilmente.

      Por ejemplo, en este momento, vio a una de ellas maldiciendo a un montón de chicos jóvenes toscos que estaban dentro de un vehículo por tomar su foto. El hombre no podía culparla por ello. Después de todo, ella estaba aquí para hacer negocios, no para servir como paisaje.

      “¿Dónde está el respeto?”, pensó con una sonrisa. “Los chicos de hoy en día”.

      Ahora los chicos estaban riéndose de ella y gritando obscenidades. Pero no podían igualar sus réplicas originales, algunas de ellas en otro idioma. Le gustaba su estilo.

      Estaba en un barrio pobre, estacionado cerca de una fila de moteles baratos donde las prostitutas callejeras se juntaban. Las otras chicas eran menos vivaces que la que había gritado las palabrotas. Sus intentos de sensualidad no podían compararse con los de ella, y sus avances eran vulgares. Mientras observaba, una de las chicas se subió la falda para mostrarle sus pequeñas bragas al conductor de un carro que pasaba lentamente por allí. El conductor no se detuvo.

      Siguió mirando a la chica que le había llamado la atención de primera. Estaba pataleando con indignación, quejándose con las otras chicas.

      El hombre sabía que podría tenerla si así lo quisiera. Ella podría ser su próxima víctima. Todo lo que tenía que hacer para llamar su atención era conducir hacia ella.

      Pero no, no haría eso. Nunca hacía eso. Nunca se le acercaría a una prostituta en la calle. Ella tenía que acercarse a él. Era igual incluso con las putas que conocía a través de un servicio o en un burdel. Lograría que se reunieran con él a solas en alguna parte sin pedírselo directamente. Todo parecería idea de ellas.

      Con suerte, la chica enérgica notaría su carro caro y se le acercaría. Su carro era una excelente carnada. También el hecho que él se vestía bien.

      Pero sin importar como terminara la noche, tenía que tener más cuidado que la vez pasada. Había sido descuidado, dejando caer su cuerpo sobre esa cornisa y esperando que se hundiera.

      ¡Y había creado tremendo revuelo! ¡La hermana de un agente del FBI! Y habían llamado a unos agentes importantes de Quántico. No le gustaba eso. No quería ni publicidad ni fama. Todo lo que quería hacer era satisfacer sus antojos.

      ¿Y no tenía todo el derecho a hacerlo? ¿Qué hombre adulto sano no tiene sus antojos?

      Ahora iban a enviar buzos al lago para buscar cuerpos. Sabía lo que podrían encontrar allí, incluso después de tres años. No le gustaba eso en lo absoluto.

      No solo se preocupaba por sí mismo. Curiosamente, se sentía mal por el lago. Hacer que los buzos buscaran entre todos sus rincones le parecía algo obsceno e invasor, una violación imperdonable. Después de todo, el lago no había hecho nada malo. ¿Por qué debía de ser invadido?

      De todos modos, no estaba preocupado. No había manera que pudieran rastrearlo a través de las víctimas. Simplemente no iba a suceder. Sin embargo, ya había acabado con ese lago. No había decidido aún dónde depositar su próxima víctima, pero estaba seguro que tomaría una decisión antes de terminada la noche.

      Ahora la chica vivaz estaba mirando su carro. Comenzó a caminar hacia él.

      Bajó la ventanilla del asiento del pasajero y ella asomó la cabeza. Era una latina de piel oscura, con un maquillaje intenso compuesto de un delineado de labios, sombra de ojos colorida y cejas arqueadas que parecían ser tatuadas. Sus aretes eran unos crucifijos de oro grandes.

      “Bonito carro”, dijo.

      Él sonrió.

      “¿Qué hace una chica tan linda en la calle tan tarde?”, preguntó. “¿Ya no es tu hora de dormir?”.

      “Tal vez deberías arroparme”, dijo ella, sonriendo.

      Sus dientes le parecieron extraordinariamente limpios y rectos. De hecho, se veía muy saludable. Era muy raro ver eso aquí en las calles, donde la mayoría de las chicas estaban en diversas etapas de adicción a la metanfetamina.

      “Me gusta tu estilo”, dijo. “Muy chola”.

      Su sonrisa se ensanchó. Podía ver que le gustaba ser conocida como la latina que se tiraba a los pandilleros.

      “¿Cuál es tu nombre?”, preguntó.

      “Socorro”.

      “Ah, Socorro”, pensó. “Sinónimo de ayuda”.

      “Apuesto a que socorres a bastantes hombres”, dijo en un tono lascivo.

      Sus ojos color marrón oscuro lo miraban lascivamente. “Tal vez puedo socorrerte ahora mismo”.

      “Tal vez”, dijo.

      Pero antes de que pudieran comenzar a fijar los términos, un carro se estacionó justo detrás de él. Escuchó a un hombre gritar desde la ventanilla del conductor.

      “¡Socorro!”, gritó. “¡Vente!”.

      La chica subió la mirada con una demostración pobre de indignación.

      “¿Por qué?”, gritó.

      “Vente aquí, ¡puta!”.

      El hombre detectó un poco de miedo en los ojos de la

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