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haberle preguntado si tenía novia. Un chico como él seguramente estaba saliendo con alguien.

      En ese preciso momento, una chica latina guapa y bien vestida pasó cerca de ella y la empujó. Caitlin la vio de la cabeza a los pies, y se preguntó por un instante si no sería ella quien salía con Jonah.

      Dio vuelta en la calle 134 y de pronto olvidó adónde se dirigía. Nunca había caminado a casa de regreso de la escuela; su mente estaba en blanco y no recordaba dónde se encontraba el nuevo departamento. Permaneció de pie en la esquina, desorientada. Una nube ocultó al sol y el viento arreció. Repentinamente, sintió frío de nuevo.

      —¡Hey, amiga!

      Caitlin volteó y se dio cuenta de que estaba frente a una asquerosa bodega en la esquina. Afuera había cuatro hombres con mala pinta sentados en sillas de plástico. Parecían no tener frío; le sonrieron como si ella fuera la siguiente comida que devorarían.

      —¡Ven aquí, nena! —gritó otro de ellos.

      De pronto se acordó.

      “Calle 132. Eso es.”

      Giró con rapidez y comenzó a caminar vigorosamente hacia una calle paralela. Miró hacia atrás varias veces para asegurarse de que aquellos hombres no la estuvieran siguiendo. Por fortuna no fue así.

      El viento helado le laceró las mejillas y la hizo sentirse más alerta, justo al mismo tiempo en que comenzó a caer en cuenta de la realidad de su nuevo vecindario. Observó a su alrededor; vio los autos abandonados, los muros grafiteados, los alambres de púas, los barrotes de las ventanas… De pronto se sintió muy sola y con mucho miedo.

      Solo faltaban tres cuadras para llegar a su departamento pero a ella le parecía una eternidad. Deseó tener un amigo a su lado, o aún mejor, a Jonah. Se preguntó si sería capaz de realizar esta solitaria caminata todos los días. Se enfadó con su madre una vez más. ¿Cómo era posible que siguiera obligándola a mudarse y a instalarse en lugares horrendos? ¿Cuándo terminaría todo aquello?

      Un vidrio roto.

      El corazón de Caitlin se aceleró aún más en cuanto vio que a su izquierda, al otro lado de la calle, sucedía algo. Caminó con rapidez y trató de mantener la mirada en el suelo, pero cuando se acercó, escuchó gritos y unas grotescas risotadas. No pudo evitar percatarse de lo que estaba sucediendo.

      Cuatro enormes muchachos, como de dieciocho o diecinueve años tal vez, sometían a otro chico. Dos de ellos le sujetaban los brazos, mientras uno más lo golpeaba en el estómago y el último, en la cara. El chico, de unos diecisiete años, delgado e indefenso, cayó al suelo. Dos de los muchachos se acercaron de nuevo y comenzaron a patearle la cara. A pesar de que no quería hacerlo, Caitlin se detuvo y los miró. Estaba horrorizada porque nunca había visto nada igual.

      Los otros dos muchachos caminaron alrededor de su víctima. Levantaron las piernas con botas y se las estamparon de nuevo. Caitlin temió que golpearan al chico hasta matarlo.

      —¡No! —gritó.

      Ellos dejaron caer sus botas y se escuchó un espantoso crujido. Pero no fue el sonido de un hueso roto, era más bien como el crujido que hace la madera. El ruido que produce la madera cuando se rompe. Caitlin se percató de que pisoteaban un pequeño instrumento musical; miró con más cuidado y alcanzó a ver que había trocitos de la viola esparcidos por toda la acera.

      Aterrada, se cubrió la boca con la mano.

      —¡¿Jonah?!

      Sin siquiera pensarlo, Caitlin cruzó la calle y se dirigió al grupo de jóvenes; entonces, algunos notaron su presencia. Se miraron, sonrieron con malicia y se codearon entre sí.

      Caitlin caminó directamente hacia la víctima y corroboró que se trataba de Jonah. Tenía el rostro golpeado y ensangrentado, además, estaba inconsciente.

      La chica miró los muchachos; su ira era más poderosa que su miedo. Se quedó de pie entre ellos y Jonah.

      —¡Déjenlo en paz! —les gritó.

      El chico que estaba en medio era musculoso y medía casi dos metros. Como respuesta a Caitlin, se rió.

      —¿Y si no, qué? —preguntó con una grave voz.

      De pronto Caitlin se sintió abrumada cuando se percató de que acababan de empujarla con fuerza por atrás. Levantó los codos justo cuando golpeó el concreto, pero eso apenas si amortiguó su caída. Por el rabillo del ojo vio que su diario salía volando y que las hojas volaban por todos lados.

      Escuchó risas y pasos que se acercaban a ella.

      El corazón le palpitaba con fuerza, y una descarga de adrenalina se apoderó de ella. Logró rodar y ponerse trabajosamente de pie antes de que llegaran hasta ella. Comenzó a correr por un callejón, a correr por su vida.

      Los chicos la seguían muy de cerca.

      En aquel tiempo en el que Caitlin creía que existía un buen futuro para ella en algún lugar, se inscribió —en una de las tantas escuelas a las que había asistido— en carrera de pista y descubrió que era buena para ello. De hecho, era la mejor del equipo. No en carrera larga, sino en la de cien metros. Incluso, podía correr más rápido que la mayoría de los varones.

      Ahora, de pronto, toda esa experiencia venía de nuevo a ella. Estaba corriendo para salvar su vida y aquellos chicos no podrían alcanzarla.

      Caitlin miró hacia atrás y vio cuán lejos estaban. Los había superado en la carrera y se sintió optimista. Lo único que le restaba hacer era dar vuelta en los lugares correctos.

      El callejón en donde estaba terminaba en una T, por lo que podía ir a la izquierda o a la derecha. Si quería mantenerse al frente, no tendría tiempo para cambiar su decisión, y necesitaba decidir con rapidez. Sin embargo, no podía ver lo que había en cada una de las vueltas. A ciegas, giró a la izquierda.

      Oró porque fuera la decisión correcta. “Vamos. ¡Por favor!”

      Su corazón se detuvo cuando dio la vuelta y se encontró con el callejón sin salida frente a ella. Había sido el movimiento equivocado. Corrió hasta la pared buscando una salida, cualquiera. Al notar que no había ninguna, giró para ver de frente a sus atacantes.

      Sin aliento, Caitlin los vio dar vuelta en la esquina y aproximarse a ella. Miró hacia el otro lado y se dio cuenta de que, si hubiera dado vuelta a la derecha, habría podido escapar y llegar a casa. Por supuesto, todo había sido cuestión de suerte.

      —Muy bien, perra —dijo uno de ellos—. Ahora vas a sufrir.

      Al percatarse de que no tendría por dónde escapar, los muchachos se acercaron lentamente a ella resollando, sonriendo y deleitándose con la violencia que se avecinaba.

      Caitlin cerró los ojos y respiró hondo. Deseó que Jonah volviera en sí, que apareciera en la esquina, despierto y lleno de energía, listo para salvarla. Pero cuando abrió los ojos, él no estaba ahí.

      A los únicos que pudo ver fue a sus atacantes, acercándose.

      Pensó en su madre, en cuánto la odiaba, en todos los lugares en los que la había obligado a vivir. Pensó en su hermano Sam. Se preguntó cómo sería la vida después de este día.

      Reparó en toda su vida, en cómo ésta la había tratado, en que nunca nadie la había entendido, en que todo eso se había acumulado. Y de pronto, comprendió algo. De alguna manera, supo que ya había tenido suficiente.

      “Yo no merezco esto: ¡Yo no lo merezco!”

      Y entonces, repentinamente, lo sintió.

      Fue como una oleada, algo que jamás había experimentado. Era una ola de ira que la inundaba, que agitaba su sangre. Se centró en su estómago y, de ahí, se esparció por todos lados. Tenía la impresión de que sus pies estaban enraizados en el piso, como si el concreto y ella fueran uno solo. Una fuerza primitiva la sobrecogía, corría por sus muñecas y subía por sus brazos hasta

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