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vez fue capaz de abrir los ojos y ver todos los grandes edificios que una vez habían estado erguidos. Vio montones de cuerpos flotando en el agua delante de ella como peces, cuerpos cuyas expresiones de muerte ella ya trataba de eliminar de su mente.

      Finalmente y sin saber cuánto tiempo había pasado, Dierdre salió a la superficie de una vez por todas. Fue lo suficientemente fuerte para pelear contra la última ola que trató de sumergirla, y con una última patada pudo mantenerse a flote. El agua del puerto había viajado demasiado lejos tierra adentro y no quedaba un lugar a dónde ir, y Dierdre pronto sintió que llegaba a un campo de césped mientras las aguas bajaban dirigiéndose otra vez al mar y dejándola sola.

      Dierdre se quedó boca abajo con el rostro sobre el húmedo césped y gimiendo por el dolor. Seguía jadeando por el dolor en sus pulmones y disfrutando cada respiro profundo. Débilmente logró voltear su cabeza para mirar por sobre su hombro, y se horrorizó al ver que lo que había sido una gran ciudad ahora no era más que mar. Solo alcanzaba a mirar la punta de la torre de la campana que se elevaba unos cuantos pies, y se quedó pasmada al recordar que solía elevarse a cientos de pies en el aire.

      Completamente exhausta, Dierdre por fin se rindió. Dejó caer su rostro en el suelo dejando que el dolor de lo que había sucedido ahí la sobrecogiera. No podía moverse.

      Momentos después se quedó profundamente dormida, apenas viva en un campo remoto en una esquina del mundo. Pero de alguna manera, había sobrevivido.

*

      “Dierdre,” dijo una voz acompañada de un gentil empujón.

      Dierdre abrió los ojos y se sorprendió al ver que ya bajaba el sol. Helada y con su ropa todavía mojada, trató de recuperarse preguntándose cuánto tiempo llevaba ahí, preguntándose si estaba viva o muerta. Pero entonces sintió la mano de nuevo tocándole la espalda.

      Dierdre miró hacia arriba y, con un gran alivio, vio que se trataba de Marco. Sintió una gran alegría al saber que estaba vivo. Se miraba golpeado, demacrado y muy pálido, y parecía como si hubiera envejecido cien años. Pero seguía vivo. De alguna manera había logrado sobrevivir.

      Marco se arrodilló a su lado, sonriéndole pero mirándola con ojos tristes, ojos que no brillaban con la vida que alguna vez habían tenido.

      “Marco,” le respondió ella débilmente y sorprendida por lo grave que estaba su voz.

      Ella le miró una cortada en el rostro y, preocupada, estiró la mano para tocarla.

      “Te vez tan mal como yo me siento,” dijo ella.

      Él la ayudó a levantarse y ella se puso de pie, con su cuerpo adolorido por todos los golpes, magulladuras, rasguños y cortadas por todos sus brazos y piernas. Pero al menos pudo comprobar que no tenía nada roto.

      Dierdre respiró profundo y se llenó de valor para ver detrás de ella. Tal como lo temía, era una pesadilla: su amada ciudad había desaparecido en el mar y lo único que quedaba era una pequeña parte de la torre de la campana. En el horizonte vio una flota de barcos negros Pandesianos que iban más y más profundo tierra adentro.

      “No podemos quedarnos aquí,” dijo Marco con urgencia. “Ya vienen.”

      “¿A dónde podemos ir?” preguntó ella sintiéndose desesperanzada.

      Marco la miró con una expresión en blanco claramente sin saber.

      Dierdre miró hacia la puesta de sol tratando de pensar y con la sangre palpitándole en los oídos. Todos a los que conocía y amaba estaban muertos. Sintió que no le quedaba nada por qué vivir; ningún lugar a dónde ir. ¿A dónde podías ir cuando tu ciudad natal había sido destruida, cuando todo el peso del mundo estaba cayendo sobre ti?

      Dierdre cerró los ojos y sacudió la cabeza en desconsuelo deseando que todo desapareciera. Sabía que su padre estaba ahí atrás, muerto. Sus soldados estaba todos muertos. Personas a la que había conocido y amado toda su vida estaba todas muertas gracias a estos monstruos Pandesianos. Ahora no quedaba nadie que pudiera detenerlos. ¿Cuál era el sentido de continuar?

      Dierdre, aunque quiso evitarlo, se echó a llorar. Pensando en su padre, cayó de rodillas sintiéndose devastada. Lloró y lloró deseando morir también, deseando haber muerto, maldiciendo al cielo por permitirle seguir con vida. ¿Por qué no simplemente murió en esa ola? ¿Por qué no pudo simplemente ser asesinada junto con los demás? ¿Por qué había recibido la maldición de la vida?

      Sintió una mano consoladora en el hombro.

      “Está bien, Dierdre,” dijo Marco suavemente.

      Dierdre se sobresaltó, avergonzada.

      “Lo siento,” dijo ella mientras lloraba. “Es solo que… mi padre… Ahora no tengo nada.”

      “Lo has perdido todo,” dijo Marco también con voz pesada. “Y yo también. Tampoco deseo continuar. Pero tenemos que hacerlo. No podemos quedarnos aquí a morir. Esto los deshonraría. Deshonraría a todo por lo que vivieron y pelearon.”

      En el largo silencio que le siguió, Dierdre lentamente se puso erguida al darse cuenta de que él tenía razón. Además, al ver los ojos cafés de Marco que la miraban con compasión, se dio cuenta de que tenía a alguien; tenía a Marco. También tenía el espíritu de su padre que la miraba desde arriba deseando que fuera fuerte.

      Se obligó a recuperar la confianza. Tenía que ser fuerte. Su padre hubiera querido que fuera fuerte. Se dio cuenta de que la autocompasión no le ayudaría en nada; y tampoco su muerte.

      Miró a Marco y pudo descubrir más que compasión; también pudo ver el amor por ella en sus ojos.

      Sin estar completamente consciente de lo que hacía, Dierdre, con el corazón acelerado, se acercó encontrando los labios de Marco en un beso inesperado. Por un momento sintió que era llevaba a otro mundo y que todas sus preocupaciones desaparecían.

      Sorprendida, se hizo para atrás lentamente sin dejarlo de mirar. Marco se miraba igual de sorprendido. La tomó de la mano.

      Al hacerlo, ella se sintió llena de ánimo y esperanza y pudo pensar con claridad de nuevo; entonces tuvo una idea. Había alguien más, un lugar a dónde ir, una persona a quién buscar.

      Kyra.

      Dierdre sintió una repentina oleada de esperanza.

      “Sé a dónde debemos ir,” dijo emocionada y precipitadamente.

      Marco la miró, confundido.

      “Kyra,” dijo ella. “Podemos encontrarla. Ella nos ayudará. En donde sea que esté, está peleando. Podemos ayudarle.”

      “¿Pero cómo sabes que sigue con vida?” preguntó él.

      Dierdre negó con la cabeza.

      “No lo sé,” respondió. “Pero Kyra siempre sobrevive. Es la persona más fuerte que jamás he conocido.”

      “¿En dónde está?” le preguntó.

      Dierdre pensó y recordó que la última vez que había visto a Kyra se dirigía hacia el norte, hacia la Torre.

      “La Torre de Ur,” dijo ella.

      Marco parecía sorprendido; después un rayo de optimismo pasó por sus ojos.

      “Ahí están los Observadores,” dijo él. “Al igual que otros guerreros. Estos hombres pueden pelear con nosotros.” Ella asintió con emoción. “Una buena opción,” añadió él. “Estaremos seguros en esa torre. Y si tu amiga está ahí, entonces mucho mejor. Está a un día de caminata desde aquí. Vámonos. Debemos movernos con rapidez.”

      Él la tomó de la mano y, sin decir otra palabra, empezaron a avanzar. Dierdre se llenó con un nuevo sentido de optimismo mientras se dirigían hacia el bosque y, en alguna parte en el horizonte, hacia la Torre de Ur.

      CAPÍTULO TRES

      Kyra se preparó mientras se adentraba en un campo de fuego. Las flamas se elevaron en el cielo y bajaron con la misma rapidez, todas de diferentes colores y acariciándola mientras

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