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que el desierto las hubiera borrado”, dijo Kendrick, sorprendido.

      Naten lo miró con desprecio.

      “Este desierto no borra nada. Nunca llueve y lo recuerda todo. Estas huellas vuestras los hubieran llevado hacia nosotros y eso hubiera llevado a la Cresta a la ruina”.

      “Deja de atosigarle”, dijo Koldo a Naten de manera amenazante, con una severa voz autoritaria.

      Todos se giraron al verlo allí cerca y Kendrick se sintió muy agradecido hacia él.

      “¿Por qué debería hacerlo?” respondió Naten. “Esta gente crearon este problema. Ahora mismo podría estar de vuelta en la Cresta, sano y salvo”.

      “Sigue así”, dijo Koldo, “y te mandaré a casa ahora mismo. Te echaremos de nuestra misión y le contaremos al Rey por qué trataste al comandante que él designó sin respeto”.

      Naten, finalmente, bajó sus humos, bajó la vista y se fue cabalgando hacia el otro lado del grupo.

      Koldo miró a Kendrick y le hizo una señal de respeto con la cabeza, de comandante a comandante.

      “Le pido disculpas por la insubordinación de mis hombres”, dijo. “Como seguramente ya sabrá, un comandante no puede responder siempre por todos sus hombres”.

      Kendrick le hizo una señal de respeto con la cabeza, admiraba a Koldo más que nunca.

      “¿Es este el rastro de su pueblo?” preguntó Koldo mientras miraba hacia abajo.

      Kendrick asintió con la cabeza.

      “Eso parece”.

      Koldo suspiró y se dio la vuelta para seguirlo.

      “Lo seguiremos hasta que termine”, dijo. “Una vez lleguemos al final, retrocederemos y lo eliminaremos”.

      Kendrick se quedó perplejo.

      “Pero ¿no dejaremos nuestra propia marca al volver?”

      Koldo hizo un gesto a Kendrick para que siguiera su mirada y este vio varios aparatos, que parecían rastrillos, sujetos a la parte posterior de los caballos de sus hombres.

      “Escobas”, explicó Ludvig, acercándose al lado de Koldo. “Borrarán nuestro rastro mientras nosotros cabalgamos”.

      Koldo sonrió.

      “Esto es lo que nos ha mantenido invisibles a los enemigos durante siglos”.

      Kendrick admiró los ingeniosos aparatos y se oyó el grito de los hombres mientras todos daban una patada a sus caballos, se daban la vuelta y seguían el rastro, galopando a través del desierto, de vuelta al Gran Desierto, hacia un horizonte de vacío. A su pesar, Kendrick echó la vista hacia atrás mientras se iban, dio una última mirada al Muro de Arena y, por alguna razón, le inundó la sensación de que nunca jamás volverían.

      CAPÍTULO CUATRO

      Erec estaba en la proa del barco, con Alistair y Strom a su lado, y observaba con preocupación que el río se estrechaba. Siguiéndolos de cerca estaba su pequeña flota, todo lo que quedaba de lo que había partido de las Islas del Sur, todos abriéndose camino como una serpiente por este río interminable, adentrándose más y más en el corazón del Imperio. En algunos puntos, este río era ancho como el océano, sus bancos se perdían de vista y las aguas eran claras; pero ahora Erec veía que se estrechaba en el horizonte, cerrándose en un cuello de botella de quizás menos de veinte metros de ancho y sus aguas se volvían turbias.

      El soldado profesional que Erec llevaba dentro estaba en máxima alerta. No le gustaban los espacios confinados cuando llevaba a sus hombres y sabía que el río que se estrechaba haría a su flota más susceptible a una emboscada. Erec miró hacia atrás por encima de su hombro y no vio ni rastro de la enorme flota del Imperio de la que habían escapado en el mar; pero esto no significaba que no estuvieran por allí, en alguna parte. Sabía que no dejarían de buscarlo hasta que lo encontraran.

      Con las manos en las caderas, Erec miró se dio la vuelta y entrecerró los ojos, estudiando las desoladas tierras que había a ambos lados, extendiéndose sin fin, una tierra de arena seca y piedras duras, sin árboles, sin señal de ninguna civilización. Erec examinó los bancos del río y agradeció que, por lo menos, no divisó ningún fuerte ni ningún batallón del Imperio situado a lo largo del río. Quería llevar a su flota río arriba hasta Volusia lo más rápido posible, encontrar a Gwendolyn y a los demás y liberarlos –y salir de allí. Los llevaría, atravesando el mar, de vuelta a las Islas del Sur, donde podría protegerlos. No quería distracciones durante el camino.

      Sin ambargo, por otro lado, el ominoso silencio, el paisaje desolado, también le preocupaba: ¿se estaba escondiendo el Imperio por allí, esperando para una emboscada?

      Erec sabía que todavía existía un peligro más grande que estar a la espera del ataque del enemigo y era morir de hambre. Era una preocupación mucho más urgente. Estaban atravesando lo que era esencialmente una tierra desértica y todas las provisiones que tenían allá abajo prácticamente se habían acabado. Mientras Erec estaba allí, podía oír cómo rugía su barriga, pues se habían racionado a una comida por día durante demasiados días. Sabía que si no aparacía un botín pronto en el paisaje, tendría un problema mucho más grande en sus manos. ¿Se acabaría alguna vez este río? se preguntaba. ¿Y si nunca encontraban Volusia?

      Y peor: ¿Y si Gwendolyn y los demás ya no estaban allí? ¿O ya habían muerto?

      “¡Otro!” exclamó Strom.

      Al darse la vuelta, Erec vio a uno de sus hombres tirando con un sedal de un pez amarillo brillante que había en la punta, dejándolo caer sobre cubierta. El marinero lo pisó y Erec se agolpó con los demás y miró hacia abajo. Negó con la cabeza decepcionado: dos cabezas. Era otro de los peces venenosos que parecían vivir en abundancia en este río.

      “Este río está maldito”, dijo el hombre mientras tiraba el sedal al suelo.

      “¿Y si este río no nos lleva hasta Volusia?” preguntó Strom.

      Erec podía ver la preocupación en el rostro de su hermano y la compartía.

      “Nos llevará a algún lugar”, respondió Erec. “Y nos lleva hacia el norte. Si no es hasta Volusia, entonces cruzaremos tierra a pie y nos abriremos camino luchando”.

      “¿Deberemos abandonar nuestros barcos entonces? ¿Cómo huiremos de este lugar? ¿Volveremos a las Islas del Sur?”

      Erec negó lentamente con la cabeza y suspiró.

      “Puede que no”, contestó sinceramente. “No existe cruzada por el honor que sea segura. ¿Y esto nos ha detenido a ti o a mí alguna vez?”

      Strom se giró hacia él y le sonrió.

      “Esto es por lo que vivimos”, respondió él.

      Erec le sonrió, se dio la vuelta y vio que Alistair se acercaba a su lado, se agarraba a la barandilla y observaba el río, que se iba estrechando a medida que avanzaban. Sus ojos estaban vidriosos y tenía una mirada distante y Erec podía notar que estaba perdida en otro mundo. Había notado que alguna cosa había cambiado en ella también, no estaba seguro de qué era, como si estuviera guardando algún secreto. Se moría de ganas de preguntárselo, pero no quería fisgonear.

      Se escuchó un coro de cuernos y Erec, sobresaltado, se giró para mirar atrás. El corazón le dio un vuelco al ver lo que se les echaba encima.

      “¡ACERCÁNDOSE RÁPIDAMENTE!” gritó un marinero desde lo alto de un mástil, señalando deseperadamente. “¡LA FLOTA DEL IMPERIO!”

      Erec corrió a través de la cubierta, de vuelta a la popa, acompañado por Strom, pasando por delante de todos sus hombres, todos ellos preparados para la batalla, agarrando sus espadas, preparando sus arcos, preparándose mentalmente.

      Erec llegó a popa, se agarró a la barandilla, echó un vistazo y vio que era verdad: allí, en la curva del río, a tan solo unos pocos cientos de metros, había una fila de barcos del Imperio, navegando con sus velas negras y doradas.

      “Deben

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