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sosteniendo la espada con manos temblorosas y, mientras lo hacía, sentía que sus antepasados lo miraban desde arriba. Sentía que todos los esclavos que habían sido asesinados lo miraban, dándole su apoyo. Y empezó a sentir un gran calor que crecía dentro de él.

      Darius sentía que el poder que se ocultaba en lo profundo de su ser empezaba a agitarse, inquieto por ser llamado. Pero él no se permitiría llegar a ello. Él quería luchar hombre a hombre, derrotarlos como lo haría cualquier hombre, poner en práctica todo el entrenamiento con sus hermanos de armas. Quería ganar como un hombre, luchar como un hombre con armas de metal verdaderas y derrotarlos en igualdad de condiciones. Siempre había sido más rápido que todos los chicos más mayores, con sus largas espadas de madera y sus cuerpos musculosos, incluso chicos que hacían dos veces su tamaño.

      Reunió sus fuerzas y se preparó mientras ellos se disponían a atacar.

      “¡Loti!” exclamó, sin darse la vuelta, “¡CORRE! ¡Vuelve al pueblo!”

      “¡NO!” contestó ella gritando.

      Darius sabía que tenía que hacer algo; no podía quedarse allí y esperar a que lo cogieran. Sabía que debía sorprenderles, hacer algo que no esperaran.

      Darius embistió de repente, escogió a uno de los dos soldados y corrió directo hacia él. Se encontraron en medio del claro de barro, Darius soltó un gran grito de guerra. El soldado dirigió su espada a la cabeza de Darius, pero Darius levantó su espada y bloqueó el golpe, sus espadas echaban chispas, era el primer impacto de metal sobre metal que Darius había sentido jamás. La hoja era más pesada de lo que él pensaba, el golpe del soldado más fuerte y él sintió una gran vibración, sintió como temblaba todo su brazo, pasando por su codo y hasta el hombro. Le cogió desprevenido.

      El soldado giraba rápidamente, intentando golpear a Darius por un lado, y Darius giró y paró el golpe. Esto no era como entrenarse con sus hermanos; Darius sentía que se movía más lento de lo normal, la espada era muy pesada. Le estaba costando acostumbrarse. Parecía que el otro soldado se movía dos veces más rápido que él.

      El soldado giró de nuevo y Darius entendió que no podía derrotarlo golpe a golpe; tenía que recurrir a sus otras habilidades.

      Darius dio un paso a un lado, esquivando el golpe en lugar de afrontarlo y, a continuación, golpeó con el codo la garganta del soldado. Le dio de lleno. El hombre se quedó sin voz y se tambaleó hacia atrás, encorvado, agarrándose la garganta. Darius levantó la empuñadura de su espada y la dirigió hasta la espalda descubierta del soldado, haciendo que cayera de cara al barro.

      Al mismo tiempo el otro soldado cargó contra él, y Darius se dio la vuelta, levantó la espada y bloqueó un poderoso golpe que iba dirigido a su cara. El soldado siguió atacando, sin embargo, haciendo que Darius cayera al suelo una y otra vez, con dureza.

      Darius sintió cómo sus costillas crujieron cuando el soldado cayó encima suyo, yendo a parar ambos al duro barro dentro de una gran nube de polvo. El soldado soltó su espada y usó sus manos, intentando sacarle los ojos a Darius con los dedos.

      Darius lo agarró por las muñecas, echándolas hacia atrás con las manos temblorosas, pero perdiendo la estabilidad. Sabía que debía hacer algo rápidamente.

      Darius levantó una rodilla y dio la vuelta, consiguiendo hacer girar al hombre de costado. En el mismo movimiento, Darius alcanzó la larga daga que divisó en el cinturón del hombre y, aprovechando el movimiento, la levantó y la clavó en el pecho del hombre, mientras los dos caían al suelo.

      El soldado gritó y Darius, que estaba encima suyo, vio cómo moría delante de sus ojos. Darius estaba allí, congelado, perplejo. Era la primera vez que mataba a un hombre. Era una experiencia surreal. Se sentía victorioso pero entristecido a la vez.

      Darius oyó un grito detrás suyo, que lo alertó, y al girarse vio al otro soldado, al que había aturdido, de pie otra vez, corriendo hacia él. Levantó su espada y la balanceó hacia su cabeza.

      Darius esperó, concentrado, y se agachó en el último segundo; el soldado pasó tambaleándose por delante de él.

      Darius se agachó y cogió la daga del pecho del hombre muerto y dio vueltas sobre sí mismo, mientras el soldado volvía y atacaba de nuevo, Darius, de rodillas, se inclinó hacia delante y la lanzó.

      Observó cómo la daga daba vueltas sobre sí misma, para ir a parar finalmente al corazón del soldado, perforando su armadura. El propio acero del Imperio, segundo para nadie, usado contra ellos. Quizás, pensó Darius, deberían haber fabricado armas menos afiladas.

      El soldado se desplomó sobre sus rodillas, con los ojos salidos, y cayó de lado, muerto.

      Darius oyó un gran grito detrás de él, y saltó sobre sus pies, se dio la vuelta y vio como el capataz se bajaba de su zerta. Frunció el ceño, desenfundó su espada y corrió hacia Darius con un gran grito.

      “Ahora tendré que matarte yo mismo”, dijo. “¡Pero no solo te mataré a ti, te torturaré a ti, a tu familia y a todo tu pueblo lentamente!”

      Él embistió contra Darius.

      Este capataz del Imperio era obviamente un soldado más grande que los demás, más alto y más ancho, con una armadura más grande. Era un guerrero endurecido, el guerrero más grande con el que Darius había luchado jamás. Darius debía admitir que sentía miedo ante este formidable enemigo – pero se negaba a mostrarlo. Al contrario, estaba decidido a luchar con ese miedo, a rechazar el permitir sentirse intimidado. Era solo un hombre, se dijo Darius a sí mismo. Y todos los hombres pueden caer.

      Todos los hombre pueden caer.

      Darius levantó su espada mientras el capataz se dirigía hacia él, balanceando su gran espada, que brillaba con la luz, de un lado a otro con las dos manos. Darius se movía y bloqueaba los golpes; el hombre golpeaba de nuevo.

      A izquierda y a derecha, a izquierda y a derecha, el soldado atacaba y Darius paraba los golpes, el gran sonido de metal sonaba en sus oídos, las chispas volaban por todas partes. El hombre lo obligaba a retroceder, más y más lejos, y Darius necesitaba todo su poder solo para parar los golpes. El hombre era fuerte y rápido y a Darius solo le preocupaba seguir con vida.

      Darius fue demasiado lento al parar uno de los golpes y gritó de dolor cuando el capataz encontró una abertura y le rajó el bíceps. Era una herida poco profunda, pero dolorosa y Darius sintió la sangre, su primera herida en una batalla y se quedó aturdido.

      Fue un error. El capataz se aprovechó de su duda y le dio una bofetada con su guante. Darius sintió un gran dolor en su mejilla y mandíbula cuando el metal tocó su cara y el golpe lo echó hacia atrás, haciéndolo tropezar unos metros, Darius hizo una nota mental de no parar a mirarse una herida nunca más en plena batalla.

      Al notar el sabor de la sangre en sus labios, una furia le invadió. El capataz atacó de nuevo, corrió hacia él, era grande y fuerte, pero esta vez, con el dolor en sus mejillas y sangre en su lengua, Darius no dejó que esto le intimidara. Se habían dado los primeros golpes de la batalla y Darius se dio cuenta de que, por muy dolorosos que fueran, no eran tan malos. Todavía estaba de pie, respirando y vivo.

      Y esto quería decir que todavía podía luchar. Podía resistir los golpes y todavía podía continuar. Resultar herido no era tan malo como había temido. Puede que fuera más pequeño, que tuviera menos experiencia, pero se dio cuenta que su habilidad era tan aguda como la de cualquier otro hombre – y podía ser igual de mortal.

      Darius soltó un grito gutural y se avalanzó hacia delante, encarando la batalla esta vez en lugar de alejarse asustado de ella. Ya sin ningún miedo a ser herido, Darius levantó la espada con un grito y la dirigió a su oponente. El hombre la paró, pero Darius no se detuvo, moviéndola de un lado para otro una y otra vez, obligando a retroceder al capataz, a pesar de su mayor tamaño y fuerza.

      Darius luchaba por su vida, por Loti, luchaba por toda su gente, sus hermanos de armas y, dando golpes a izquierda y derecha, más rápido de lo que jamás lo había hecho, sin permitir ya que el peso del acero lo ralentizara, finalmente encontró una abertura. El capataz gritó de dolor mientras Darius le rajaba

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