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no lo hice!» protestó ella débilmente.

      Él frunció el ceño.

      «Serás condenada a muerte», añadió.

      «¡Yo no asesiné a Erec!» protestó Alistair. Se puso de pie e intentó correr hacia él, pero una vez más se encontró encadenada a la pared.

      Detrás del padre de Erec aparecieron un docena de guardianes, vestidos con una armadura negra, llevando formidables cascos, el tintineo de sus espolones llenaba la habitación. Ellos se acercaron y cogieron a Alistair, tirando de ella, estirándola de la pared. Pero sus tobillos estaban todavía encadenados y ellos estiraban su cuerpo cada vez más.

      «¡No!» gritó Alistair destrozada.

      Alistair despertó, cubierta por un sudor frío, y miró a su alrededor, intentando adivinar dónde estaba. Estaba desorientada; no reconocía la pequeña y sombría celda en la que estaba sentada, las viejas paredes de piedra, las barras de metal de las ventanas. Giró sobre si misma, intentando caminar, oyó un cascabeleo y, al mirar hacia abajo, vio que estaba encadenada a la pared. Intentó soltarse pero no pudo, el frío hierro le cortaba los tobillos.

      Alistair hizo un reconocimiento general y se dio cuenta de que estaba en una pequeña celda de contención parcialmente bajo tierra, cuya única entrada de luz provenía de una pequeña ventana tallada en la piedra, obstruida por barras de hierro. Se oyó un grito de entusiasmo lejano y Alistair, curiosa, se acercó a la ventana, tanto como sus grilletes le permitían, se estiró y miró hacia fuera, intentando vislumbrar la luz del día y ver donde se encontraba.

      Alistair vio una enorme multitud reunida, con Bowyer a la cabeza, engreído, victorioso.

      «¡Aquella Reina hechicera intentó matar al que iba a ser su marido!» Bowyer anunciaba en voz alta a la multitud. «Se me acercó con una conspiración para matar a Erec y casarse conmigo. ¡Pero sus planes se frustraron!»

      Un grito indignado salió de la multitud y Bowyer esperó a que se calmaran. Levantó sus manos y volvió a hablar.

      «Podéis estar tranquilos al saber que las Islas del Sur no estarán bajo las órdenes de Alistair, ni de nadie que no sea yo. Ahora que Erec está muriendo soy yo, Bowyer, quien os protegerá, yo, el próximo mejor campeón de los juegos».

      Hubo un enorme grito de aprobación y la multitud empezó a entonar:

      «¡Rey Bowyer, Rey Bowyer!»

      Alistair observaba la escena horrorizada. Todo estaba sucediendo con tanta rapidez que no podía asimilarlo todo. La sola visión de este monstruo, Bowyer, la llenaba de furia. El mismo hombre que había intentado asesinar a su amado estaba allí mismo, delante de sus ojos, proclamándose inocente e intentando culparla a ella. Y lo peor de todo era que sería nombrado Rey. ¿No se iba a hacer justicia?

      Aún así, lo que le sucedía a ella no le molestaba tanto como el pensar en Erec revolcándose en su lecho de muerte, necesitando que ella lo sanara. Ella sabía que si no completaba pronto la sanación, él moriría allí. No le importaba si ella se retorcía para siempre en esta mazmorra por un crimen que no cometió, ella sólo quería asegurarse de que Erec se curaba.

      La puerta de la celda se abrió de golpe, Alistair se dio la vuelta y vio a un gran número de personas entrando. En el centro estaba Dauphine, flanqueada por el hermano de Erec, Strom, y su madre. Detrás de ellos había varios guardas reales.

      Alistair se levantó para saludarles, pero los grilletes se le clavaban en los talones, traqueteando, mandando un dolor perforador hacia sus espinillas.

      «¿Erec está bien?» preguntó Alistair desesperada. «Por favor, decidme. ¿Está vivo?»

      «¿Cómo osas preguntar si está vivo?» contestó Dauphine con brusquedad.

      Alistair se giró hacia la madre de Erec, esperando su misericordia.

      «Por favor, decidme que vive», suplicó, mientras su corazón se le rompía en su interior.

      Su madre asintió con rostro serio, mirándola con decepción.

      «Vive», dijo ella en voz baja. «Aunque está muy enfermo».

      «¡Llevadme hasta él!» insistió Alistair. «Por favor. ¡Debo curarlo!»

      «¿Que te llevemos hasta él?» repitió Dauphine. «¿Cómo te ateves? No vas ni a acercarte a mi hermano, de hecho, no vas a ir a ningún lado. Sólo vinimos a verte por última vez antes de tu ejecución».

      El corazón de Alistair se entristeció.

      «¿Ejecución?» preguntó ella. ¿No existe juez o jurado en esta isla? ¿No hay un sistema de justicia?»

      «¿Justicia?» dijo Dauphine, dando un paso al frente, con la cara encendida. «¿te atreves a pedir justicia? Te encontramos con la espada ensangrentada en la mano, nuestro hermano moribundo en tus brazos, ¿y te atreves a hablar de justicia? La justicia está servida».

      «¡Pero os digo que yo no lo maté!» Alistair suplicó.

      «Por supuesto», dijo Dauphine, con sarcasmo en su voz, «un misterioso hombre mágico entró en la habitación y lo mató, entonces desapareció y puso el arma en tus manos».

      «No era un hombre misterioso», insistió Alistair. «Era Bowyer. Lo vi con mis propios ojos. Él mató a Erec».

      Dauphine hizo una mueca.

      «Bowyer nos mostró el pergamino que tú le escribiste. Le pedías matrimonio y planeabas matar a Erec y casarte con él. Estás enferma. ¿No era suficiente para ti tener a mi hermano y convertirte en Reina?»

      Dauphine le pasó el pergamino a Alistair y su corazón se hundió al leer:

      Una vez Erec muera, pasaremos nuestras vidas juntos.

      «¡Pero ésta no es mi letra!» protestó Alistair. «¡El pergamino ha sido falsificado!»

      «Sí, estoy segura de que lo es», dijo Dauphine. «Estoy segura que tienes una explicación oportuna para todo».

      «¡Yo no escribí ese pergamino!» insistió Alistair. «¿No os oís? No tiene ningún sentido. ¿Por qué iba yo a matar a Erec? Lo quiero con toda mi alma. Nos íbamos a casar».

      «Y gracias al cielo no lo hicisteis», dijo Dauphine.

      «¡Tenéis que creerme!» insistió Alistair, girándose hacia la madre de Erec. «Bowyer intentó matar a Erec. Quiere su trono. Yo no quiero ser Reina. Nunca lo he querido».

      «No te preocupes», dijo Dauphine. «Nunca lo serás. De hecho, ni vivirás. Aquí en las Islas del Sur hacemos justicia rápidamente. Mañana serás ejecutada».

      Alistair movió la cabeza, viendo que no podía razonar con ellos. Suspiró, el corazón le pesaba.

      «¿Para eso habéis venido?» preguntó ella con voz débil. «¿Para decirme esto?»

      Dauphine se mofaba en medio del silencio y Alistair podía sentir el odio en su mirada.

      «No», Dauphine respondió finalmente, tras un largo y pesado silencio. «Era para transmitirte tu sentencia y ver tu cara durante un buen rato por última vez antes de enviarte al infierno. Sufrirás, de la misma manera que nuestro hermano sufrió».

      De repente, Dauphine enrojeció, se abalanzó hacia adelante y con sus uñas agarró el pelo de Alistair. Todo sucedió ten rápido que Alistair no tuvo tiempo de reaccionar. Dauphine soltó un grito gutural mientras arañaba la cara de Alistair. Alistair levantó las manos para protegerse, mientras los demás se adelantaron para separar a Dauphine.

      «¡Soltadme!» gritó Dauphine. «¡Quiero matarla ahora!»

      «Mañana se hará justicia», dijo Strom.

      «Sacadla de aquí», ordenó la madre de Erec.

      Los guardas dieron un paso al frente y sacaron a Dauphine de la habitación estirándola, mientras ella pataleaba y gritaba en protesta. Strom se unió a ellos y pronto la habitación quedó prácticamente

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