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gran pérdida para el Imperio".

      Rómulo dejó de intentar contestar; él sabía que eso sólo llevaría más acusaciones y recriminaciones. Después de todo, eran hombres de Andrónico, y todos tenían una agenda.

      "Es una lástima que el gran Andrónico no esté aquí para castigarte", dijo otro concejal. "Estoy seguro de que no te dejaría vivo".

      Aclaró su garganta y se reclinó de nuevo.

      "Pero en su ausencia, tenemos que esperar su regreso. Por ahora, estarás al mando del ejército para enviar legiones de barcos para reforzar al Gran Andrónico en el Anillo. En cuanto a ti, serás degradado, despojado de tus armas y de tu rango. Permanecerás en los cuarteles y esperarás más órdenes de nosotros".

      Rómulo lo miró, incrédulo.

      "Alégrate de que no te ejecutemos ahora mismo. Ahora, vete", dijo otro concejal.

      Rómulo apretó sus puños, su cara se puso púrpura y miró a cada uno de los concejales. Se comprometió a matar a todos y cada uno de ellos. Pero se obligó a sí mismo a contenerse, diciéndose que ahora no era el momento. Era posible que recibiera alguna satisfacción al matarlos ahora, pero no lo llevaría a su objetivo final.

      Rómulo se dio vuelta y salió furioso de la sala, sus botas resonaban, atravesando la puerta, mientras los sirvientes la abrían y luego se cerró de golpe detrás de él.

      Rómulo salió del edificio del capitolio, bajando las cien escaleras doradas y hacia su grupo de hombres que lo esperaban. Dirigió a su segundo al mando.

      "Señor", dijo el general, haciendo una reverencia, "¿cuál es su orden?".

      Rómulo lo miró, pensando. Por supuesto que no podría obedecer las órdenes del Consejo; por el contrario, era el momento para desafiarlos.

      "La orden del Consejo es que todos los barcos del Imperio que estén en el mar, regresen a nuestras costas de inmediato".

      Los ojos se abrieron de par en par.

      "Pero, señor, eso dejaría al Gran Andrónico abandonado dentro del Anillo, sin forma de regresar a casa".

      Rómulo se dio vuelta y lo miró, con una mirada fría.

      "Nunca me cuestiones", respondió, con una voz de acero.

      El general inclinó la cabeza.

      "Por supuesto, señor. Perdóneme".

      Su comandante dio vuelta y se fue corriendo, y Rómulo sabía que iba a ejecutar sus órdenes. Era un soldado fiel.

      Rómulo sonrió en su interior. Qué tonto había sido el Consejo al pensar que él podría acatar lo que dijeran ellos, que llevaría a cabo sus órdenes. Lo habían subestimado enormemente. Después de todo, no tenían a nadie para hacer valer su degradación y hasta que resolvieran eso, Rómulo, mientras tuviera el poder, ejecutaría los comandos suficientes para impedirles ganar poder sobre él. Andrónico era genial, pero Rómulo lo era más.

      Un hombre estaba parado en la periferia de la plaza, vestido con una túnica verde brillante, con su capucha hacia abajo, revelando una cara ancha amarilla y plana, con cuatro ojos. El hombre tenía manos delgadas, los dedos tan largos como el brazo de Rómulo y esperaba pacientemente. Él era un Wokable. A Rómulo no le gustaba lidiar con esa raza, pero en ciertas circunstancias se veía obligado a hacerlo – y ésta era una de esas veces.

      Rómulo se acercó al Wokable, sintiendo lo escalofriante que era a varios metros de distancia, mientras la criatura lo miraba con sus cuatro ojos. Estiró la mano con uno de sus largos dedos y tocó su pecho. Rómulo quedó frío al sentir el contacto del dedo baboso.

      "Hemos encontrado lo que nos ha enviado a buscar", dijo la criatura. El Wokable hizo un gorgoteo extraño en la parte posterior de la garganta. "Pero le costará muy caro".

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