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convencida de que había algo de carácter casi lúdico en la manera en que habían colocado la tarjeta en la boca de la víctima. Añade eso al hecho de que el asesino parecía estar colocando huellas dactilares en las tarjetas y otras víctimas para llevarles a callejones sin salida y eso quería decir que te las estabas viendo con un asesino decidido, inteligente y macabro.

      Se cree muy gracioso, pensó Mackenzie mientras miraba la fotografía de la víctima.

      “¿Entonces por qué está escogiendo matar a vagabundos?” preguntó Mackenzie. “Si ha regresado para matar a más después de tanto tiempo tras matar a mi padre, ¿por qué los sin techo? ¿Y hay alguna conexión entre estos vagabundos y Jimmy Scotts o Gabriel Hambry?”

      “Ninguna que hayamos encontrado,” dijo Penbrook.

      “Así que quizá solo nos lo esté restregando por las narices,” dijo Mackenzie. “Quizá sepa que las muertes de los vagabundos no van a tener el mismo nivel de prioridad que si estuviera matando a ciudadanos de los de siempre. Y, si ese es el caso, entonces realmente está haciendo esto casi como un acto lúdico.”

      “Eso sobre la comunidad de vagabundos,” dijo Ellington. “Si hacemos unas preguntas por ahí, ¿crees que podríamos obtener alguna clase de información de los demás vagabundos de la zona?”

      “Oh, ya lo intentamos,” dijo Penbrook. “Pero no quieren hablar. Tienen miedo de que quienquiera que sea el autor de la matanza vendrá a por ellos a la próxima si dicen algo.”

      “Necesitamos hablar con el hermano de la última víctima,” dijo Mackenzie. “¿Alguna idea sobre dónde puede estar? ¿Vive en los alrededores?”

      “Algo así,” dijo Penbrook. “al igual que su hermano, está viviendo en las calles. Bueno, estaba. En este momento, está en una instalación correccional. No consigo recordar debido a qué, pero quizá por intoxicación en público. Su historial está repleto de pequeños delitos que le llevan a la cárcel durante una o dos semanas cada vez. Sucede a menudo, saben. Algunos de ellos solo lo hacen para tener un techo gratis durante unos cuantos días.”

      “¿Tienes algún problema en que vayamos a verle?” preguntó Mackenzie.

      “En absoluto,” dijo Penbrook. “Haré que alguien les llame para decirles que vais para allá.”

      “Gracias.”

      “Creo que soy yo el que debería daros las gracias,” dijo Penbrook. “Estamos emocionados de que por fin estés aquí trabajando en este asunto.”

      Por fin, pensó Mackenzie. Sin embargo, no dijo nada y lo dejó estar ahí.

      Porque lo cierto era que ella también estaba emocionada. Estaba emocionada de tener por fin la oportunidad de solventar un caso realmente extraño que estaba removiendo cosas de su infancia y que apuntaba directamente de vuelta a su padre.

      CAPÍTULO TRES

      La Instalación Correccional Delcroix estaba escondida a la salida de la autopista en un terreno que era soso y sin carácter. Era el único edificio en una franja de unos quinientos acres de terrenos—no una cárcel en sí misma, pero sin duda tampoco era un lugar en que cualquier persona regular de la calle querría pasar ninguna cantidad importante de su tiempo.

      Desde el puesto de seguridad que había a la entrada, les hicieron gestos a Mackenzie y Ellington para dirigirles a que aparcaran en la zona de personal al extremo trasero de la propiedad. Desde allí, les registraron en la recepción principal de seguridad y les escoltaron a una pequeña zona de espera donde ya había una mujer esperándoles.

      “¿Agentes White y Ellington?” preguntó.

      Mackenzie estrechó su mano en primer lugar cuando hicieron las presentaciones. El nombre de la mujer era Mel Kellerman. Era bastante bajita y ligeramente regordeta, pero, aun así, tenía los ademanes de una mujer que las había pasado moradas y se había reído de sus tribulaciones.

      Mientras Kellerman les guiaba afuera de la zona de espera, les hizo un breve resumen sobre el lugar.

      “Trabajo como Administradora de Seguridad,” dijo. “Como tal, puedo deciros que el hombre al que habéis venido a ver no supone ninguna amenaza. Se llama Bryan Taylor. Tiene cincuenta años y es un adicto a la heroína en recuperación. A veces tiene conversaciones con gente que no está presente. Su historial es menor, pero le tenemos vigilado porque este es el cuarto delito menor que ha cometido este año. Creemos que solo lo hace para conseguir una habitación y comida gratis.”

      “¿Y cuál fue su último delito?” preguntó Mackenzie.

      “Se puso a mear en el neumático trasero de un autobús urbano a plena luz del día.”

      Ellington se echó a reír. “¿Estaba ebrio?”

      “Para nada,” dijo Kellerman. “Solo dijo que tenía que ponerse a evacuar.”

      Les guió por un pequeño recibidor y después por un pasillo todavía más estrecho. Al final, llegaron a una puerta que Kellerman abrió para ellos. La sala solo contenía una mesa y cinco sillas. Un hombre de aspecto desaliñado ocupaba una de las sillas mientras que un hombre vestido con un uniforme de seguridad ocupaba otra. El guarda se giró cuando entraron y se levantó de su asiento de inmediato.

      “¿Os está dando algún problema el señor Taylor?” preguntó Kellerman al guarda.

      “No, pero está de perorata. Otra vez con los rusos y Trump.”

      “Ah, una de mis favoritas,” dijo Kellerman. Se giró hacia Mackenzie y Ellington. “Estaré en la habitación de al lado si me necesitáis. Aunque creo que no tendréis problemas.”

      Dicho esto, Kellerman y el otro guarda salieron de la sala, dejándoles a solas con Bryan Taylor.

      “Hola, Taylor,” dijo Mackenzie mientras tomaba asiento al otro lado de la mesa. “¿Te dijeron por qué veníamos a verte?”

      Taylor asintió con tristeza. “Claro. Queréis saber algo sobre mi hermano—sobre cómo murió.”

      “Eso es correcto,” dijo Mackenzie. “Lamento mucho tu pérdida.”

      Taylor solo se encogió de hombros. Estaba tamborileando sus dedos sobre la mesa y alternaba la mirada entre Mackenzie y Ellington.

      “Bueno, yo soy la agente White y este es mi compañero, el agente Ellington,” dijo Mackenzie.

      “Claro, ya lo sé. Del FBI.” Volvió la vista al cielo al decir esto.

      “Taylor… dime… ¿Tenía algún enemigo tu hermano? ¿Alguna gente que pudiera tener algo en contra de él?”

      Taylor apenas pensó en ello antes de responder. “No. Solo nuestra madre, y ya lleva muerta siete años.”

      “¿Tenías confianza con tu hermano?”

      “No éramos los mejores amigos del mundo ni nada por el estilo,” dijo Taylor. “Pero supongo que nos llevábamos bien. Aunque él andaba con algunos cabrones de mala reputación. Relacionados con los Illuminati. Lo cierto es que no me sorprendió enterarme de que había muerto. Esos monstruos Illuminati tienen algo en contra de los sin techo. Los famosos, también. Saben que mataron a Kennedy, ¿verdad?”

      “Algo de eso escuché,” dijo Ellington, sin poder contener una sonrisa sarcástica.

      Mackenzie le piso el pie por debajo de la mesa e hizo lo que pudo para seguir avanzando.

      “¿Tienes algún otro amigo que haya sido asesinado hace poco?” preguntó.

      “Creo que no, pero la verdad es que no ando con la misma gente con frecuencia. En las calles, tener más amigos solo significa más gente que te puede timar.”

      “Solo otra pregunta, Taylor,” dijo Mackenzie. “¿Has oído hablar alguna vez de una empresa llamada Antigüedades Barker?”

      Tampoco se pensó mucho la respuesta. “No. No puedo decir que así sea. Nunca puse el pie en una tienda de antigüedades. No tengo el dinero como para gastarlo en viejas reliquias

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