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y estos con mucho gusto le relataron varias historias divertidas de su vida.

      Al terminar la comida, la abuela continuó charlando con Ramón y Elena, y mientras Enrique se acercó hacia Marisol, se alejaron de los demás al fondo del patio y se sentaron en un banco bajo el granado.

      – Usted es muy guapa, Marisol, – dijo Enrique, cogiendo la mano de la chica y besando sus dedos. – Usted me cae bien, noto que es algo diferente y me parece especial.

      Marisol advirtió que la abuela de vez en cuando, les echaba una mirada y apartó su mano de sus dedos.

      – 

      ¿Me permite usted visitarla a veces?

      – la preguntó el muchacho.

      – Está bien, me alegraré de verle, y creo que mi abuela también.

      – ¿Tiene usted novio? – le preguntó Enrique de súbito.

      Entonces Marisol se quedó confundida, y le explicó que Elena y ella acababan de salir del monasterio donde habían estado encerradas durante unos años estudiando diferentes asignaturas, que acababan de llegar a la finca, y que aún no tuvieron tiempo para conocer a alguien más.

      – ¿Entonces puedo ser yo su novio? – volvió a preguntarle el muchacho, de nuevo cogiéndola de la mano y mirando sus ojos.

      Marisol se sintió incómoda, pues no esperaba oír estas palabras tan pronto, y además sentía que era muy joven, casi una niña.

      Al ver su confusión, el muchacho le comentó:

      – Me faltan dos años más para completar mi servicio a nuestro Rey, en cuanto lo acabe, me acercaré a Madrid, a su casa, para pedir su mano.

      – De acuerdo, – le dijo Marisol muy bajito, pues aún no sabía si le gustaba o no en tal avatar. Le caía bien el muchacho ¡pero durante este tiempo podrían pasar muchas cosas!

      Continuaron sentados en el banco un poco más. Marisol estuvo hablando a Enrique sobre sus estudios en el monasterio, sobre la severa disciplina que reinaba allí, y le relató cómo los alumnos de vez en cuando intentaban violarla, para conseguir sentir que tenían un poco de libertad.

      Se reían. Y también Marisol le comunicó al muchacho que quería cantar en un coro de iglesia.

      – Me parece bien, – dijo Enrique, – usted no estará así aburrida mientras yo esté cumpliendo el servicio a nuestro Rey.

      El tiempo pasó casi sin notarse. El sol ya se encontraba inclinado al atardecer. Ramón entre tanto, hacía señas a su amigo de que ya era tiempo de volver.

      – 

      Ya es tarde, tenemos que irnos, – le dijo Enrique a la chica levantándose del banco.

      Todos salieron de la casa. Los muchachos se despidieron de las dueñas de la finca agradeciendo su hospitalidad, y montaron sus caballos que ya habían sido preparados por los sirvientes por orden de Doña María Isabel. Y así, al poco rato, Marisol y Elena vieron a los jinetes desaparecer a lo lejos, mientras observaban el horizonte.

      – Cuéntame amiga, ¿de qué has estado hablando tanto rato con mi hermano? – exclamó Elena, mientras las chicas se iban dirigiendo hacia la habitación de Marisol.

      – De todo en el mundo, ha sido interesante conversar con él.

      – Pero, ¿te cae bien Enrique?

      – Sí, me gusta, pero sería necesario que le conociera mejor,– le contestó la chica de una forma evasiva. Me propuso ser mi novio y me prometió que iba a pedir mi mano cuando termine su servicio.

      – ¡Vaya! – exclamó Elena. – ¡parece que ha puesto los ojos en ti en serio! ¡Ay, Quique, Quique! ¡Qué curioso! Ya ves, amiga, ¡quizás nos enlacemos contigo! Y nosotros, no sabes, ¡cuánto nos reímos hablando con Ramón! – dijo, cambiando de tema. – Es muy divertido, sin embargo no es un hombre con quien me casaría.

      Después la abuela María Isabel llamó a Marisol para preguntarle por su charla con Enrique, y la chica a rasgos generales le rindió cuentas de su conversación, pero no contó sobre la intención del muchacho de ser su novio.

      Y además Doña María Isabel no dejó de recordar a su nieta como debe portarse con los muchachos.

      – ¡Estos caballeros de Su Majestad son tan pícaros! Son muy frívolos; ¡tantas señoritas se enamoran de ellos! .. debes portarte con dignidad, María Soledad, le decía, no confíes en sus primeras palabras, y así después no te decepcionarás; al hombre no se le reconoce por sus palabras, sino por sus hechos.

      Despuès de la conversación con su abuela, Marisol se alejó al jardín colocándose bajo los eucaliptos, para estar un rato a solas consigo misma y poner en orden sus pensamientos.

      La chica pensó que el muchacho aún no le había reconocido su amor; tampoco la había preguntado si le quería a él, y sin embargo ya la había propuesto ser su novio, y no sabía como debe suceder todo entre los enamorados. Pero a pesar de todo, le parecía que si tendría otras citas con él, ya se vería, todo se determinaría con el tiempo.

      Entre tanto anocheció y la chica volvió a casa; al entrar a la habitación de su amiga, vio a Elena durmiendo profundamente.

      “Quizás Ramón la haya fatigado con sus bromas”, pensó Marisol, y sonrió. Salió al baño, lavó sus manos y la cara, y al volver a su dormitorio, se echó a la cama de plumón blando y almohadas altas, y enseguida también se quedó dormida.

      Capítulo 4

      Los días pasaban con tranquilidad y placidez, las chicas disfrutaban de su libertad y también de la comodidad y confort de la casa, lo que les había faltado mucho, durante su severa vida en el monasterio. Pasaban el tiempo paseando por el hermoso jardín de la finca, bañándose en la alberca y conversando de sus cosas. Por las tardes, de vez en cuando, Don José las llevaba a Córdoba, donde admiraban bellas vistas de la ciudad, hermosas flores que las ciudadanas cultivaban muy cuidadosamente en macetas que colgaban en las fachadas de sus casas, jardines y fuentes, y mirando a la gente que paseaba por las calles.

      Enrique y Ramón las visitaban regularmente en sus días de descanso y todos los presentes disfrutaban muy gratamente, de una buena compañía, de la cocina exquisita de Doña María, y del magnífico ambiente del gran jardín con sus flores, fuentes y el canto de las aves.

      Marisol y Enrique solían apartarse de los demás, sentándose en su banco preferido a la sombra del granado, y con el tiempo llegaron a ser buenos amigos. Al muchacho le gustaba charlar con la chica que había recibido una instrucción excelente. Los dos eran amantes de la lectura – aunque los libros en aquella época eran una cosa rara – y el muchacho reveló a su novia que también tenía ganas de escribir un libro. A veces paseaban juntos por el jardín, pero Doña María Isabel seguía rigurosamente cada uno de sus pasos y pedía al administrador y sirvientes, que tuvieran sus ojos puestos en los jóvenes.

      Otra curiosidad de la finca eran los baños mauritanos que quedaron allí después de irse los dueños anteriores, moriscos de categoría.

      Los amos antiguos habían cuidado su limpieza muy rigurosamente, lavándose por lo menos una vez a la semana, como dictaban sus costumbres.

      En la España de aquella época pocas personas gozaban de tal lujo, pues sólo en las casas más ricas había bañeras.

      Los baños mauritanos eran una construcción de piedra, estructurada con unas habitaciones que se calentaban y allí se abastecía el agua, caliente y fría.

      Las chicas solían visitar los baños una vez a la semana y les gustaba, ya que les era muy agradable y disfrutaban mucho. Ambas propusieron a sus huéspedes, aprovechar la posibilidad para quedar limpios y los muchachos lo aceptaron con mucho gusto ya que no tenían donde lavarse, salvo en el río.

      Entre tanto los días volaron sin parar, y ya llegó el tiempo de volver a Madrid. Aunque a Marisol le daba pena dejar su finca preferida a la vez estaba impaciente por empezar a cantar en el coro, y además tenía

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