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yo de la casa, y al ver la jugarreta que iban a hacerme, eché a correr, llegando al embarcadero en el preciso momento en que la barca se apartaba de la orilla. Saludáronme las carcajadas de todos, esto picó mi amor propio, medí con la vista la distancia a que se hallaba la barca, y viendo que no me separaban de ella más de unos cuatro pies, salté y… ¡zas!.. ¡dí con mi cuerpo en el lago!

      – ¡Pobre Felipe! Gracias a que sabes nadar como un pez, pues de otro modo…

      – Esa circunstancia me valió – interrumpió Auvray. – Mas, como el agua estaba helada, volví a la orilla aterido y tiritando de frío, mientras que el matemático calculaba de seguro, cuántos milímetros me habían faltado para caer en el bote y evitarme el chapuzón. A consecuencia de aquel baño intempestivo, tomado en tan malas condiciones, pasé tres días en la quinta, con una fiebre muy alta. El mismo día en que el médico me declaró radicalmente curado, obligome mi tío a volver a París sin perder tiempo, pues mi ausencia podía perjudicarme para los exámenes, y entré en mi casa a las diez de aquella noche, no sin ir antes a llamar a tu puerta; pero o tú estabas fuera o te habías acostado. Por cierto que después he recordado esta circunstancia muchas veces.

      – Pero, ¿querrás decirme adonde diablos vas a parar?

      – Pronto lo verás. Prosigo. Me metí en la cama respetando tu ausencia, tu sueño o lo que fuere; dormí como un lirón, y por la mañana me despertó el piar de los gorriones, cosa que me produjo la ilusión de que estaba aún en el campo; así, que abrí los ojos creyendo ver el verdor, las flores y los pájaros y me quedé sorprendido cuando me encontré, con que desde mi cuarto vi todo eso. Aun vi más, porque al través de los vidrios y entre rosas y claveles contemplé a la modistilla más linda y más retrechera que puedas tú imaginarte, distribuyendo comida a varios pájaros de especie diferentes, que merced sin duda al dulce gobierno de su dueña, convivían en paz dentro de una misma jaula. Parecía un cuadro de Mieris. No ignoras tú que los cuadros me gustan con delirio: te explicarás, pues, perfectamente, que yo me estuviera allí más de una hora contemplando aquel que me parecía tanto más encantador cuanto que venía a destruir el efecto que durante dos años me había causado la odiosa visión de la vieja y el perro. Mientras yo estuve fuera, mi Fisifona se había largado, cediendo su puesto a la gentil griseta. Sin pasar de aquel día, decidí enamorarme con locura de mi encantadora vecina, y no desperdiciar la primera ocasión que se me ofreciera para declararle mi pasión.

      – ¡Ah! Ya te veo venir, amigo Felipe – dijo Amaury riendo; – pero ya creía yo que habías olvidado aquella aventura en la que tuve la desgracia de ser tu rival, llevándote dos días de delantera.

      – Ni mucho menos, Amaury; antes bien, la recuerdo con todos sus detalles y como tú no conoces éstos, me permitirás que te los cuente para que sepas hasta dónde llegan tus culpas para con tu amigo Felipe.

      – Pero, hombre, ¿habrás sido capaz de venir a provocarme a un duelo retrospectivo?

      – ¡Qué disparate! No vengo más que a pedirte un favor, y si te cuento esa historia es con el fin de que a la amistad inquebrantable que existe entre nosotros y que debe moverte a prestarme ayuda se sume el deseo de reparar ciertos agravios.

      – Muy bien; pero volvamos a Florencia.

      – ¿Florencia se llamaba? – preguntó Felipe. – No lo sabía yo. Me gusta mucho ese nombre, casi tanto como me gustaba ella. Volvamos, pues, a Florencia. Te decía que tomé dos decisiones a un tiempo, cosa muy extraña en mí, que apenas sé tomar una. Verdad es que, si alguna vez lo hago, no hay nadie que persevere más en su propósito ni que siga su camino tan impertérritamente como yo… ¡Por vida de!.. Se me figura que acabo de soltar un adverbio.

      – Tienes perfecto derecho a hacerlo – repuso Amaury con gravedad.

      – El primer propósito era el de enamorarme, como un loco, de mi hermosa vecina – continuó Felipe, – y como era el más factible, lo puse en práctica aquel mismo día. Consistía el segundo en declararle mi pasión a la primera oportunidad, y eso ya no era tan fácil; como que era necesario primeramente encontrar la ocasión y después atreverse a aprovecharla.

      Tres días tuve que estar en constante espionaje; el primero, oculto detrás de mis cortinas, porque temía asustarla dejándome ver súbitamente; al otro día ya la contemplé pegado a los cristales, pero aun no me atreví a abrir mi ventana; al tercero ya la abrí, y observé gozoso que no la espantaba mi osadía.

      Aquella misma tarde la vi echarse sobre los hombros un chal, y abrocharse las botas. Mi vecina iba a salir, y como eso precisamente era lo que esperaba ansioso, me preparé a seguirla adondequiera que fuese.

      X

      Auvray prosiguió:

      – Mi plan ya estaba trazado. Tenía que armarme de valor para detenerla y ofrecerme a compañarla, declarándole por el camino mi pasión, y explicándole con fuego los estragos que en mi pobre corazón habían hecho en tres días su nariz arremangada y su graciosa sonrisa. Tomé, pues, el bastón, el sombrero y el gabán y en cuatro brincos me planté en la calle, sin que me fuera dable evitar, a pesar de mi presteza, que ella ya me llevase unos treinta pasos de delantera. Me lancé como una flecha en seguimiento suyo, y poco a poco logré acortar la distancia. En la esquina de la calle de San Jaime, llevaba yo ganados diez pasos; en la calle de Racine eran ya veinte, y después de atravesar un patio, emprendió la ascensión por una escalera, cuyos últimos escalones alcanzaban a verse desde la calle. Pasome por la mente la idea de aguardarla en el patio, pero la deseché pronto, considerando que el portero, que a la sazón estaba barriendo me preguntaría adónde iba y yo no sabría responderle ni siquiera explicarle a quién seguía, puesto que ignoraba el nombre de la joven. Hube, pues, de contentarme con esperar paseando por la acera de enfrente como pudiera hacerlo un centinela, y he de confesar que si alguna afición hubiera tenido yo a la guardia nacional la habría perdido entonces.

      Así pasó una hora, y otra, y otra más, y mi griseta no se dejaba ver por parte alguna.

      – ¿Será que la habré espantado? – me pregunté.

      A todo esto se acercaba ya la noche y yo, mísero de mí, no disponía del poder de Josué para detener el sol a mi placer. De repente, a la escasa luz del farol que alumbraba la escalera, alcancé a ver el vestido de mi fugitiva, pero ésta no iba sola, pues también vi la capa de un hombre que bajaba en su compañía.

      – ¿Será su amante? ¿Será su hermano? – pensé.

      Muy bien podía ser lo primero, pero tampoco era descabellado suponer que fuera lo segundo, y recordando a la sazón la famosa máxima del sabio: «En la duda abstente», yo me abstuve. Los dos pasaron junto a mí sin verme, pues la oscuridad no podía ser más densa.

      Aquel acontecimiento me hizo cambiar de plan. Así como así, en mi fuero intento, renegaba de mi pusilanimidad, temiendo que en el instante en que hubiera de dirigirle la palabra me abandonara el valor de que venía haciendo tan gran acopio, y, por lo tanto, juzgué que era mejor declararme por escrito.

      Y así como lo pensé lo hice en seguida; apenas llegué a casa, sentome ante mi mesa, pluma en ristre. Pero trazar una epístola amorosa de la que dependía el juicio que yo iba a merecer a mi vecina y, por lo tanto, la mayor o menor rapidez con que yo debía captarme su voluntad, no era empresa muy fácil que digamos. Además, era la primera vez que yo me metía en tales aventuras. Así, me pasé hasta la madrugada trazando una serie de borradores que al releerlos luego me parecieron detestables. A la mañana siguiente hice unos cuantos más, y por fin adopté este último ensayo.

      Y al decir esto Auvray, sacó su cartera y de ella un papel que desdobló y leyó en voz alta. He aquí lo que decía aquella carta:

      «Señorita:

      »Verla a usted es adorarla; yo la he visto y la adoro. Por las mañanas la veo distribuyendo el alimento a sus pájaros, demasiado dichosos, porque les da de comer una mano tan linda; la veo regar sus rosas, menos rosadas que sus mejillas, y sus claveles, que no tienen la fragancia de su aliento, y aquellos breves instantes bastan para llenar mis días de ilusiones y mis noches de ensueños.

      »Señorita,

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