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ello era gravísimo. ¿Y queréis que sea franco con vos? He creído que quien pronunciaba aquellas palabras era…

      La tapada puso su pequeña mano sobre la boca del joven, y éste, aprovechando la ocasión, la retuvo, la besó; la dama dió un ligero grito, y desasió con fuerza su brazo de la mano del joven; en ésta quedó un brazalete, que el joven guardó rápidamente, y aprovechando el haberse descompuesto el manto de la dama, la miró:

      – ¡Ah! – exclamó con desesperación.

      – Está la noche muy obscura – dijo la dama cubriéndose de nuevo.

      – ¿Y no tendréis compasión de mí…?

      – Escuchadme y servidme.

      – Os serviré.

      – Desde aquí voy á seguir sola.

      – ¡Sola!

      – Sí. Allí, junto aquella puerta, hay un hombre parado. Es necesario que ese hombre no pueda seguirme.

      – No os seguirá.

      – Evitad matarle, si podéis. Con que le entretengáis un breve espacio estaré en salvo.

      – ¿Pero nada me decís? ¿Ninguna señal vuestra me dais?

      – ¡Ah! ¿queréis una señal? Tomad.

      – ¿Y qué es esto…?

      – Tomadlo.

      – ¡Una joya!

      – No, una señal. Y oíd: seguid guardando un profundo secreto acerca de vuestras dos aventuras conmigo. Vos no habéis estado en la portería de damas, vos no habéis oído nada. Sobre todo no sospechéis, no os atreváis á adivinar que quien ha pronunciado aquellas graves palabras, ha sido…

      – ¡La reina!

      – Sí – dijo la tapada inclinándose al oído del joven y con voz ardiente y entrecortada – : era la infeliz Margarita de Austria. Ya veis si confío en vos. Deteniendo á ese hombre que me sigue, servís á su majestad. Sed caballero y leal, y tened por seguro que aunque no volváis á verme vuestra fortuna ha de dar envidia á muchos.

      – ¡Oh! ¡esperad! ¡esperad, señora!

      – ¿No os he dejado una prenda?

      – Pero…

      – No puedo detenerme más. Adiós; impedid que ese hombre me siga. Adiós.

      Y la tapada tiró una calleja adelante.

      El bulto que estaba parado á alguna distancia, adelantó á buen paso.

      – ¡Eh! ¡atrás! ¡no se pasa! – dijo nuestro forastero, echando al aire la daga y la espada.

      El que venía hizo un movimiento igual, y sin decir una palabra, embistió al joven.

      – Os aconsejo que os vayáis – dijo éste, acudiendo al reparo de los golpes que le tiraba el embozado – , porque si no os vais, os va á suceder algo desagradable. ¡Hola! ¿se me os venís con estocadas? ¡perfectamente! pero es el caso que yo no quiero mataros, amigo mío.

      Echó fuera dos ó tres estocadas bajas, y aprovechando un descuido del contrario, le dió un cintarazo encima del sombrero.

      – Eso ha podido ser un tajo que se os hubiese entrado hasta los dientes – dijo el joven pronunciando esta nota con una calma admirable.

      El otro redobló su ataque.

      – Es el caso que yo no quiero mataros – dijo el sobrino de su tío – ; no por cierto: sería bautizar mi entrada en Madrid con sangre. ¡Ah! ¿os empeñáis? pues… allá voy, camarada…

      Y se cerró en estocadas estrechas, obligando al contrario á repararse con cuidado.

      – ¡Ah! ¡ah! – murmuró el joven – ; en la corte no saben más que echar plantas; paréceme que ya le tengo para el desarme de mi tío el arcipreste. ¡Veamos! ¡Pobre hombre! ¡Bah! ¡estáis preso! ¡Sois mío!

      El forastero había cogido á su contrario en el momento en que tenía puesta su daga sobre la espada, cerca de su empuñadura; había metido una estocada baja y diagonal por el ángulo estrecho formado por la daga y por la espada del incógnito y había hecho una especie de trenza con los tres hierros, sujetándolos contra el muslo izquierdo de su contrario.

      Era un desarme completo; el enemigo no podía valerse de sus armas; entre tanto, al forastero le quedaba franca la daga para herir, pero no hirió.

      – Idos – dijo al otro – ; puedo mataros, pero no quiero asustar á mi buena suerte tiñéndola de sangre la primera noche que entro en Madrid; envainad vuestros hierros y volvéos por donde habéis venido.

      Y diciendo esto sacó su espada del desarme, se retiró dos pasos del otro, que había quedado inmóvil, y luego se embozó y tiró la calle adelante por donde había desaparecido la tapada.

      El vencido quedó solo, inmóvil; un momento después de haberse alejado su generoso vencedor, relumbraron luces en una calleja y adelantó un hombre, á quien seguían otros cuatro.

      Aquellos hombres eran alguaciles y traían linternas.

      CAPÍTULO II

      INTERIORIDADES REALES

      Doña Juana de Velasco, duquesa viuda de Gandía, era camarera mayor de la reina.

      La viudez ú otras causas que no son de este lugar, habían empalidecido su rostro y poblado, aunque ligeramente, de canas sus cabellos.

      Pero, á pesar de esto, el rostro de doña Juana era bastante bello, dulcemente melancólico, y sobre todo expresaba de una manera marcada la conciencia que la buena señora tenía de su nobleza, que, según los doctores del blasón, se remontaba nada menos que á los tiempos de la dominación romana.

      Satisfecha con su cuna, con la posición que ocupaba en la corte y con sus rentas, que la bastaban y aun la sobraban para destinar parte de ellas á la caridad, doña Juana de Velasco, ó sea la duquesa de Gandía, era feliz, salvo algunos importunos recuerdos de su juventud.

      No se crea por esto que la camarera mayor de la reina gozaba de una manera pasiva de su buena posición, ni que de tiempo en tiempo no la molestase algún grave disgusto.

      Si la duquesa de Gandía no hubiese funcionado como una rueda, más ó menos importante, en la máquina de intrigas obscuras que estaba continuamente trabajando alrededor de Felipe III, no hubiera sido camarera mayor de la reina.

      La duquesa de Gandía era acérrima partidaria de don Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma, marqués de Denia y secretario de Estado y del despacho.

      Tenía para ello muy buenas razones, porque sólo apoyándose en buenas razones, podía ser amiga del duque la virtuosa duquesa.

      Dotada de cierta penetración, de cierta perspicacia, comprendía la duquesa que Felipe III, si bien era rey por un derecho legítimo, que nadie podía disputarle, era un rey que no era rey más que en el nombre.

      Sabía perfectamente la duquesa, sin que la quedase la menor duda, que Felipe III era miope de inteligencia; que sólo había heredado de su abuelo Carlos V ciertos rasgos degradados de la fisonomía; que el cetro se convertía en sus manos en rosario; que era débil é irresoluto, accesible á cualquiera audacia, á cualquiera ambición que quisiera volverle en su provecho, y lo menos á propósito, en fin, para regir con gloria los dilatadísimos dominios que había heredado de su padre.

      La duquesa para decirlo de una vez, estaba plenamente convencida de que el rey necesitaba andadores.

      La duquesa estaba también completamente convencida de que el duque de Lerma venía á ser los andadores de Felipe III.

      El carácter tétrico del rey; su indolencia; su repugnancia, mal encubierta, á la gestión de los negocios públicos; su falta de instrucción y de ingenio, hacían de él un rey vulgarísimo, en el cual ningún ministro podía apoyarse confiadamente, puesto que cualquiera intriga mal urdida bastaba para dar al

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