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Wadah: tú no has existido para mí, vete.

      – ¡Me arrojas, me arrojas de tí como una esclava! esclamó llorando Wadah.

      – No, no te arrojo, dijo el rey Nazar: vivirás en mi alcázar, te servirán esclavos, pero no me volverás á ver.

      – ¡Oh! ¡no!.. ¡rechazada por mi hija, rechazada por tí… sola y desesperada!.. ¡no… no… Nazar! ¡yo no puedo vivir así!

      – Yo soy la que debe desaparecer, dijo Leila Radhyah: quedaos vosotros y sed felices.

      – El embajador que ha de anunciar á tu padre que eres sultana de Granada ha partido ya, dijo Nazar.

      – ¡Sultana de Granada tú, Leila Radhyah! esclamó en el colmo del dolor Wadah; sí, sí, sélo en buen hora, pero yo no lo veré.

      Y antes de que ninguno de los que la acompañaba pudiera evitarlo ni impedirlo, apuró el contenido del pomo de oro.

      – ¡Qué has hecho! esclamó horrorizado el rey Nazar.

      – ¡Morir! contestó Wadah, arrojándose sobre el divan y cubriéndose el rostro con las manos.

      – Esta es la justicia de Dios, dijo una voz sonora á la puerta de la cámara.

      Era la voz de Yshac-el-Rumi que entró.

      – ¡Ah! vienes á tiempo, esclamó el rey: tú eres sábio, tú eres astrólogo: tú encontrarás un medio de salvar á esa desdichada.

      – Mira, sultan Nazar, dijo Yshac-el-Rumi, apartando las manos de Wadah de su semblante que estaba pálido é inmóvil.

      – ¡Muerta! esclamó el rey Nazar.

      – Sí, muerta: era necesario que fuesen vengados Leila-Radhyah y Daniel el Bokarí.

      – ¿Y has sido tú?

      – Sí, yo he sido el brazo de la justicia de Dios.

      – ¡Y tú, tú acaso tambien!.. esclamó el rey mirando con ansiedad á Leila-Radhyah.

      – ¡Oh! ¡no! esclamó horrorizada Leila-Radhyah: ¡yo no se asesinar!

      – He sido yo, dijo Yshac-el-Rumi, y salió lentamente de la cámara.

      El rey Nazar huyó de ella.

      Leila-Radhyah levantó á Bekralbayda y se la llevó consigo.

      El cadáver de Wadah quedó allí solo y abandonado.

      IV

      EN QUE YSHAC-EL-RUMI HACE PENSAR AL REY NAZAR

      Pasaron algunos dias.

      Wadah habia sido enterrada con toda la pompa que corresponde á una sultana.

      La córte del rey Nazar llevó luto.

      El mismo dia en que se sepultó á Wadah, apareció en un palo en la plaza de Raab-Abayda en el Albaicin la cabeza del alcaide de los eunucos.

      El rey habia llamado á Yshac, y Yshac se le habia presentado.

      – Toma mi cabeza, señor, si te place, le dijo: yo he hecho lo que he debido hacer: he cumplido la última voluntad de Daniel-el-Bokarí: le he vengado de esa infame Wadah, he casado su hija con tu hijo; porque tú los casarás sultan, y te he obligado á construir, por tu amor á Bekralbayda, el Palacio-de-Rubíes: además de eso te he devuelto tu amada Leila-Radhyah.

      – ¿Y si yo hubiese sido amante de la amante de mi hijo? esclamó severamente el rey.

      – Yo sabia que Bekralbayda no podia amarte; que no seria tuya sino por la violencia, y que tú eras demasiado noble y grande, para valerte de la violencia contra una débil muger.

      – ¿Pero si me hubiere enloquecido el amor?

      – Yo te he seguido como tu sombra: en el momento preciso yo me hubiera puesto entre tí y Bekralbayda y te hubiera dicho: es la esposa de tu hijo: es la hija de tu esposa.

      – ¿Y por qué antes no me lo has revelado todo?

      – ¿Ha podido Wadah concluir de una manera mas justiciera y en que menos parte hubieras tú podido tener en su muerte?

      El rey se puso á pasear lentamente por su cámara.

      – Has jugado imprudentemente con el leon, dijo.

      – Toma mi cabeza, señor, en buen hora: pero tómala despues que yo haya visto á Bekralbayda esposa de tu hijo: á Leila-Radhyah esposa tuya.

      – Tu cabeza me hace suma falta, dijo el rey alzando á Yshac que se habia prosternado á sus pies.

      – No en vano te llaman los tuyos el justo y el magnífico; esclamó Yshac.

      – No se, no se, si soy bastante justo dejando de castigarte: pero á tí debe mi hijo una esposa noble, pura, digna de él: á tí debe mi Granada, el alcázar que construyo, y yo en fin te debo el amor de mi alma: la muger á quien nunca debí haber abandonado, la hermosa sultana Leila-Radhyah. No me atrevo, pues, á tocar á tu cabeza.

      – Tú eres grande y justo, repitió Yshac.

      – Mañana dijo el rey, se harán en el alcázar dos bodas; consulta las estrellas, Yshac.

      – Las estrellas son mudas, dijo el anciano.

      – ¡Mudas! sin embargo, tú me has hablado en nombre de ellas.

      – Me preguntaba tu supersticion.

      – ¿Es decir que la astrología es mentira?

      – Pregunta á un astrólogo cuando vá á morir.

      – Tú me has contado cosas maravillosas.

      – Era necesario usar contigo de todos los medios para llegar al punto donde hemos llegado.

      – Me has contado la historia maravillosa del rey Abuz-Aben-Huz el sábio.

      – Ha sido un cuento inventado por mí.

      – ¿Y el buho, ese terrible buho que me persigue?

      – En Granada hay muchas torres, y en sus mechinales anidan muchos buhos: es muy fácil encontrar de noche esas alimañas.

      – ¿Con que es decir, que la ciencia es mentira?

      – Sí; la ciencia, que quiere soberbia y vana sobreponerse á la voluntad de Dios, que ha querido que el hombre no conozca mas que lo que pueda conocer, es una mentira y un pecado.

      – ¡Seria necesario, pues, castigar á los astrólogos!

      – No seria prudente, porque el vulgo los cree inspirados por Dios, y te demandarian de impiedad.

      – Déjame solo, dijo el rey que se habia quedado profundamente pensativo.

      Yshac salió.

      El rey continuó paseándose por su cámara.

      – ¡Con que la ciencia de lo infinito es una mentira! ¡con que solo Dios conoce lo oculto! esclamó el rey: y sin embargo, nos dejamos arrastrar por las imágenes de la astrología; ¡con que es decir que el hombre camina á tientas por un sendero de tinieblas al borde de un abismo, y solo la virtud puede servirle de guia segura é impedirle que caiga! No sé qué pensar de ese Yshac: su mirada erraba sombría cuando hablaba conmigo; parecia poseido de una tristeza profunda y de una aguda desesperacion. Y sin embargo, no se por qué desconfio de él: hasta ahora no me ha hecho mas que bien.

      El rey siguió paseando.

      De repente se detuvo y llamó á su wacir.

      Presentóse el anciano.

      – Irás á las habitaciones de la sultana Bekralbayda.

      – Iré señor.

      – La dirás que tú, sabiendo que ama al príncipe Mohammet, quieres conducirla á su prision.

      – ¿Y la conduciré?

      – Sí; esta noche.

      – ¿Y cuánto tiempo permanecerá

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