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podia pensar en el amor.

      En amores habia sido muy desgraciado Al-Hhamar.

      Su primera esposa, Zobeya, madre del príncipe Mohammet-ebn-Abd-Allah, habia muerto al dar á luz á este príncipe.

      La segunda, que no habia sido su esposa, sino su cautiva, su esclava, la princesa Leila-Radhyah, habia desaparecido dejando un rastro de sangre en la casa de Nazar.

      La tercera, Wadah, era una muger terrible, una africana hermosísima, madre de su segundo hijo el príncipe Juzef, de la cual hacia mucho tiempo que le tenia apartado una repugnancia invencible, una antipatía mortal.

      Wadah, la soberbia africana, le amaba; y sus celos eran un continuo tormento para Al-Hhamar.

      Y sin embargo, Wadah no tenia razon alguna para tener celos del rey Nazar.

      No amaba á ninguna muger.

      Ni aun pasaba de las puertas de su harem.

      El rey Nazar hubiera podido pasar por un morabitho21 á no ser por sus academias con sus sabios y poetas, ó por sus continuas escursiones por sus estados para asegurar con su presencia el amor de sus vasallos y la fidelidad de sus alcaides y walíes.

      Gozaba Nazar de una profunda paz como rey: en su reino todo florecia: sus ejércitos eran inumerables: tenia satisfecha su ambicion.

      Pero como hombre estaba en una contínua guerra con un deseo misterioso, con una sed no satisfecha: estaba solo en el mundo: el amor de sus hijos no era bastante para satisfacer aquel deseo.

      Necesitaba otro amor.

      La sultana Wadah no podia tampoco satisfacerlo: un contínuo y sombrio disgusto que se veía impreso en su semblante, y su soberbia siempre provocadora, siempre agresiva, la separaban del rey.

      Y luego habia dos fantasmas ardientes en forma de muger que se levantaban dentro de su alma.

      Lejano, perdido allá en la inmensidad de los recuerdos el uno; cercano, candente, abrasador, el otro.

      La una muger era la sultana Leila-Radhyah.

      Al-Hhamar no habia podido olvidarla.

      Podia decirse que la sultana Leila-Radhyah habia sido su primer amor.

      La habia buscado en vano, en vano habia gastado sus tesoros para descubrir su paradero.

      Una circunstancia terrible le hacia recordar de una manera sombría su pérdida.

      Durante sus amores con Leila-Radhyah, Al-Hhamar habia contraido con Wadah uno de esos casamientos que se llaman de conveniencia. Wadah era poderosa.

      Se la atribuia un poder mágico.

      Ya hemos dicho que los moros son muy dados á la supersticion.

      Cuando conoció Al-Hhamar á Leila-Radhyah, mejor dicho, cuando se apoderó de ella, era simplemente walí22; su cautiva era una doncella de sangre real hija de un poderoso emir de Africa.

      Al-Hhamar que al verla habia sentido por ella un amor voráz, necesitando de consuelo por la muerte de su esposa Zobeya, madre del príncipe Mahommet, ni se atrevió á devolver la doncella real á su padre, porque esto era perderla, ni á casarse con ella, porque sabia demasiado que el rey de Tlemcen no se avendria á dar por esposa á un simple walí una sultana hija suya.

      La ocultó, pues, en su casa, gozó sus amores, é hizo feliz durante algun tiempo á la pobre jóven que le amaba y todo lo posponia á su amor.

      Pero llegó un dia en que Al-Hhamar se casó con Wadah, quedando reducida Leila-Radhyah á la posicion de una concubina, de una esclava que ningun derecho tenia.

      Poco despues desapareció como hemos dicho Leila-Radhyah, dejando en su aposento sangrientas señales. El rey la creyó muerta y la lloró.

      Aquella misma noche, Al-Hhamar escuchó en las habitaciones de su esposa, la hermosísima Wadah, terribles gritos, gritos semejantes á rugidos de leona.

      Cuando entró en aquellas habitaciones, encontró á Wadah medio desnuda, destrenzados los cabellos, delirante, frenética, buscando acá y allá, levantando tapices, asomándose á los ajimeces, mirando al oscuro fondo de los patios y gritando sin intermision:

      – ¡Asesinos! ¡asesinos! ¡asesinos!

      Wadah mostraba en sus manos un pequeño lienzo cuadrado de seda manchado de sangre.

      Cuando vió á Al-Hhamar, guardó el paño entre sus ropas descompuestas y lanzó una horrible carcajada.

      En vano la preguntó Al-Hhamar acerca de sus gritos, de aquel lienzo ensangrentado, de aquel desvarío: Wadah guardó el mas profundo silencio.

      Al dia siguiente Al-Hhamar supo por los alcaides de su harem, que dos esclavos habian desaparecido.

      El uno era Leila-Radhyah, el otro un cautivo cristiano.

      Wadah desde aquella noche no volvió á sonreirse ni á hablar: amaba á Al-Hhamar con delirio, pero le rechazaba con horror; algunas veces en el mismo punto en que se estremecia de placer entre sus brazos le rechazaba gritando:

      – ¡Asesino! ¡asesino! ¡asesino!

      Al-Hhamar habia llegado á sentir horror hácia Wadah, y á recordar con mas intensidad á su perdida Leila-Radhyah.

      La otra muger cuyo recuerdo se levantaba próximo, ardiente, tentador en el alma del rey Nazar era Bekralbayda.

      Desde tres dias antes que la habia visto en las fiestas de Alhama no habia podido olvidarla.

      Nunca habia sentido un deseo mas exigente.

      Aquella niña llenaba su alma, pero sin destruir el amor que sentia hácia Leila-Radhyah.

      Habia llamado en vano á Yshac-el-Rumi.

      Yshac le habia contestado:

      – Aun no es tiempo.

      – ¿Pero de qué familia es esa niña?

      – No es tiempo, replicaba Yshac.

      – ¿Es libre ó esclava? añadia el rey.

      Y como si solo se hubiera provisto de una sola respuesta Yshac, repetia:

      – Aun no es tiempo.

      Y sin pronunciar otra palabra el sabio se despidió del rey, dejándole envenenada el alma.

      Por eso el rey se paseaba triste, sombrío, apenado, por una de las estensas y sonoras cámaras de su palacio del Gallo de viento.

      Por eso de tiempo en tiempo murmuraba exhalando un profundo suspiro:

      – ¡Aun no es tiempo que yo sea feliz!

      VIII

      LA VENTA DE UNA MUGER

      Era ya tarde.

      En medio de su distraccion escuchó el rey Nazar el ruido sonoro de las pisadas de alguno que se acercaba.

      Entonces compuso su semblante para que nadie pudiese comprender por él lo que pasaba en su alma.

      Levantóse el tapiz de una puerta, y un esclavo negro magníficamente vestido con un sayo de escarlata y con una argolla de oro al cuello, se prosternó y dijo con voz gutural y respetuosa:

      – ¡Magnífico sultan de los creyentes! un viejo enlutado solicita arrojarse á tus plantas: dice que vá en ello mas de lo que puede pensarse.

      Al oir el rey Nazar que le buscaba un hombre enlutado, se apresuró á mandarle introducir, lo que en aquella hora no hubiese hecho por nadie, ni aun por sus mismos hijos.

      Entró en la cámara algun tiempo despues un hombre alto, pálido, enteramente cubierto por un turbante blanco, y por un ancho alquicel, blanco tambien, sin dejar descubierto mas que un semblante huesoso en cuyas profundas órbitas se revolvian dos ojos brillantes como carbunclos.

      Aquel hombre no se prosternó ante el rey Nazar: por el contrario adelantó hácia él, rígido, enhiesto, sin producir ruido al andar, como un fantasma,

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<p>21</p>

Ermitaño.

<p>22</p>

Capitan de soldados, ó gobernador de distrito.