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vaya, ¡qué jinetes y qué caballos! Tampoco se baten mal; pero lo que mejor hacen es montar. Los he visto subir por los barrancos en busca de los facciosos, y caer sobre ellos de improviso cuando se creían más seguros y no dejar ni uno vivo. La verdad: este caballo es magnífico; voy a mirarle el diente.»

      Miré al cabo; tenía la nariz y los ojos dentro de la boca del caballo. Los demás de la partida, que podían ser seis o siete, no estaban menos atareados. El uno le examinaba las manos; el otro, las patas; éste tiraba de la cola con toda su fuerza, mientras aquél le apretaba la tráquea para descubrir si el animal tenía allí alguna tacha. Por fin, al ver al cabo dispuesto a aflojarle la silla para reconocerle el lomo, exclamé:

      – Quietos, chabés8 de Egipto; os olvidáis de que sois hundunares9, y que no estáis paruguing grastes10 en el chardí11.

      Al oír estas palabras, el cabo y los soldados volvieron completamente el rostro hacia mí. Sí; no cabía duda: eran los semblantes y el mirar fijo y velado de los hijos de Egipto. Lo menos un minuto estuvimos mirándonos mutuamente, hasta que el cabo, en la más elocuente lamentación gitana imaginable, me dijo: ¡El erray12 nos conoce a nosotros, pobres Caloré!13 ¿Y dice que es inglés? ¡Bullati!14 No me figuraba encontrar por aquí un Busnó15 que nos conociera, porque en estas tierras no se ven nunca gitanos. Sí; su merced acierta; somos todos de la sangre de los Caloré. Somos de Melegrana16, y de allí nos sacaron para llevarnos a las guerras. Su merced ha acertado; al ver este caballo nos hemos creído otra vez en nuestra casa en el mercado de Granada; el caballo es paisano nuestro, un andalou verdadero. Por Dios, véndanos su merced este caballo; aunque somos pobres Caloré, podemos comprarlo.

      – Os olvidáis de que sois soldados; ¿cómo me ibais a comprar el caballo?

      – Somos soldados – replicó el cabo – ; pero no hemos dejado de ser Caloré. Compramos y vendemos bestis; nuestro capitán va a la parte con nosotros. Hemos estado en las guerras; pero no queremos pelear; eso se queda para los Busné. Hemos vivido juntos y muy unidos, como buenos Caloré; hemos ganado dinero. No tenga usted cuidao. Podemos comprarle el caballo.

      Al decir esto, sacó una bolsa con diez onzas de oro lo menos.

      – Si quisiera venderlo – repuse – , ¿cuánto me daríais por el caballo?

      – Entonces su merced desea vender el caballo. Eso ya es otra cosa. Le daremos a su merced diez duros por él. No vale para nada.

      – ¿Cómo es eso? – exclamé – . Hace un momento me habéis dicho que era un caballo muy bueno, paisano vuestro.

      – No, señor; no hemos dicho que sea Andalou, hemos dicho que es Extremou, y de lo peor de su casta. Tiene diez y ocho años, es corto de resuello y está malo.

      – Pero si yo no quiero vender el caballo; al contrario. Más bien necesito comprar que vender.

      – ¿Su merced no quiere vender el caballo? – dijo el gitano – . Espere su merced: daremos sesenta duros por el caballo de su merced.

      – Aunque me dierais doscientos sesenta. ¡Meclis, meclis!17, no digas más. Conozco las tretas de los gitanos. No quiero tratos con vosotros.

      – ¿No ha dicho su merced que desea comprar un caballo? – preguntó el gitano.

      – No necesito comprar ninguno – exclamé – . De necesitar algo, sería una jaca para el equipaje. Pero se ha hecho tarde; Antonio, paga la cuenta.

      – Espere su merced; no tenga tanta prisa – dijo el gitano – . Voy a traerle lo que usted necesita.

      Sin aguardar respuesta corrió a la cuadra, y a poco salió trayendo por el ramal una jaca ruana, de unos trece palmos de alzada, llena de mataduras y señales de las cuerdas y ataderos. La estampa, sin embargo, no era mala, y tenía un brillo extraordinario en los ojos.

      – Aquí tiene su merced – dijo el gitano – la mejor jaca de España.

      – ¿Para qué me enseñas ese pobre animal? – pregunté.

      – ¿Pobre animal? – repuso el gitano – . Es un caballo mejor que su Andalou de usted.

      – Puede que no quisieras cambiarlos – dije yo sonriendo.

      – Señor, lo que yo digo es que puesto a correr, le saca ventaja a su Andalou de usted.

      – Está muy flaco – respondí – . Me parece que concluirá muy pronto de pasar fatigas.

      – Flaco y todo como está, señor, ni usted ni cuantos ingleses hay en España son capaces de dominarlo.

      Miré otra vez al animal, y su estampa me hizo una impresión más favorable aún que antes. Necesitaba yo una caballería para relevar, cuando fuese menester, a la de Antonio en el transporte del equipaje, y aunque el estado de aquella jaca era lastimoso, pensé que con el buen trato no tardaría en redondearse.

      – ¿Puedo montar en él? – pregunté.

      – Es caballo de carga, señor, y no está hecho a la silla; sólo se deja montar por mí, que soy su amo. Cuando se arranca, no para hasta el mar: se lanza por cuestas y montañas, y las deja atrás en un momento. Si quiere usted montar este caballo, señor, permítame que antes le ponga la brida, porque con el ronzal no podrá usted sujetarlo.

      – Eso es una tontería – repliqué – . Pretendes hacerme creer que tiene mucho genio para pedir más por él. Te digo que está casi muriéndose.

      Tomé el ronzal y monté. Apenas me sintió sobre las costillas, el animalito, que hasta entonces había estado inmóvil como una piedra, sin mostrar el menor deseo de cambiar de postura ni dar más señales de vida que revolver los ojos y enderezar una oreja, arrancó al galope tendido como un caballo de carreras. Presumía yo que el caballo iba a cocear o a tirarse al suelo para librarse de la carga; pero la escapada me cogió completamente desprevenido. No me costó gran trabajo, sin embargo, sostenerme, porque desde la niñez estaba yo habituado a montar en pelo; pero frustró todos los esfuerzos que hice para detenerlo, y casi empecé a creer, como me había dicho el gitano, que ya no se pararía hasta el mar. No obstante, disponía yo de un arma poderosa, y fué tirar del ronzal con toda mi fuerza, hasta que obligué al caballo a volver ligeramente el cuello, que, por lo rígido, parecía de palo; a pesar de todo, no disminuyó la rapidez de su carrera ni un momento. A mano izquierda del camino, por donde volábamos, había una profunda zanja, en el preciso lugar donde el camino torcía a la derecha, y hacia la zanja se lanzó oblicuamente el caballo. Con los tirones se rompió el ronzal; el caballo siguió disparado como una flecha, y yo caí de espaldas al suelo.

      – Señor– dijo el gitano, acercándoseme con el semblante más serio del mundo – , ya le decía yo a usted que no montase sin brida ni freno; es caballo de carga y sólo está acostumbrado a que le monte yo, que le doy de comer. (Al decir esto silbó, y el animal, que andaba dando corcovos por el campo, y acoceando el aire, volvió al instante con un suave relincho.) Vea su merced qué manso es – continuó el gitano – . Es un caballo de carga de primera, y puede subir, con todo lo que usted lleva, las montañas de Galicia.

      – ¿Cuánto pides por él? – dije yo.

      – Señor, como su merced es inglés y buen jinete, y, sobre todo, conoce los usos de los Caloré, y sus mañas y lenguaje también, se lo venderé a usted muy arreglado. Me dará usted doscientos sesenta duros por él, ni uno menos.

      – Es

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<p>8</p>

Plural de chabó o chabé: mozo, joven, compañero.

<p>9</p>

Soldados.

<p>10</p>

Parugar: trocar, traficar. Graste: caballo.

<p>11</p>

Feria.

<p>12</p>

Caballero.

<p>13</p>

Plural de Caloró: gitano.

<p>14</p>

Bul; Bullati: el ano.

<p>15</p>

Un hombre no gitano; un gentil.

<p>16</p>

Granada.

<p>17</p>

¡Quita de ahí! ¡Déjame!