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la Borracha, aquella mujer cada vez más seca y negruzca que, pensando únicamente en cuidarle, no se ocupaba en remendar las sucias faldillas que se escurrían de sus hundidas caderas. No lo abandonaba. Un buen mozo como él estaba expuesto a peligros; y no satisfecha con acompañarle en sus viajes de artista, marchaba a su lado al frente de la procesión, sin miedo a los cohetes y mirando con cierta hostilidad a todas las mujeres. Cuando la Borracha quedó embarazada, la gente se moría de risa, comprometiéndose con ella la solemnidad de las procesiones.

      ¡Cosas de hombres!

      Cuando Visentico, el hijo de la siñá Serafina, volvió de Cuba, la calle de Borrull púsose en conmoción.

      En torno de su petaca, siempre repleta de picadura de La Habana, agrupábase la chavalería del barrio, ansiosa de liar pitillos y escuchar las estupendas historias con credulidad asombrosa. – En Matanzas tuve yo una mulatita que quería nos casáramos lueguito…, lueguito. Tenía millones; pero yo no quise, porque me tira esta tierresita.

      Y esto era mentira. Seis años había permanecido fuera de Valencia, y decía tener olvidado el valenciano, a pesar de lo mucho que «le tiraba la tierresita». Había salido de allí con lengua, y volvía con un merengue derretido, a través del cual las palabras tomaban el tono empalagoso de una flauta melancólica.

      Por su lenguaje y las mentiras de grandiosidad con que asombraba a la crédula chavalería. Visentico era el soberano de la calle, el motivo de conversación de todo el barrio. Su casaquilla de hilo rayado con vivos rojos, el bonete de cuartel, el pañuelo de seda al cuello, la banda dorada al pecho con el canuto de la licencia, la tez descolorida, el bigotillo picudo y la media romana de corista italiano, habíanse metido en el corazón de todas las chavalas y lo hacían latir con un estrépito sólo comparable al frufrú de sus faldas de percal almidonadas en los bajos hasta ser puro cartón.

      La siñá Serafina estaba orgullosa de aquel hijo que la llamaba mamá. Ella era la encargada de hacer saber a las vecinas las onzas de oro que Visentico había traído de allá, y al número que marcaba, ya bastante exagerado, la gente añadía ceros sin remordimiento. Además, se hablaba con respeto supersticioso de cierto papelote que el licenciado guardaba, y en el cual el Estado se comprometía a dar tanto y cuanto… cuando mudase de fortuna.

      No era extraño, pues, que un hombre de tantas prendas, rodeado del ambiente de la popularidad y poseedor de irresistibles seducciones, trajese loca a Pepeta (a) la Buena Mosa, una vaca brava que por las mañanas revendía fruta en el mercado, y con su falda acorazada, pañuelo de pita, patillas en las sienes y puntas de bandolina en la frente, pasaba la vida a la puerta de su casa, tan dispuesta a arañarse con la primera vecina como a conmover toda la calle con alguno de sus escándalos de muchachota cerril.

      La gente consideraba naturales y justas las relaciones, cada vez más íntimas, entre Visentico y Pepeta. Eran la pareja más distinguida del barrio, y, además, antes que él se fuese a Cuba ya se susurraba si había algo entre ellos.

      Lo que ya no le parecía tan claro a la gente es lo que diría el Menut, un chicuelo enteco y vicioso, empleado en el Matadero para repartir la carne: un pillete con la mirada atravesada y grandes tufos en las orejas, que siempre y en distintas ocasiones había afanado borregos enteros. La Pepeta estaba loca; sólo una caprichosa como ella podía haber aguantado dos años los celos machacones y las exigencias tiránicas de un granuja rabiosillo, al que ella, con su potente brazo de buena moza, era capaz de deshacer la cara de un solo revés.

      Y ahora iba a ocurrir algo. ¡Vaya si ocurriría! Adivinábanlo los vecinos sólo con ver a Menut, quien, con aspecto de perro abandonado, pasaba el día vagando por la calle, tan pronto en el cafetín de Panchabruta como frente a la casa de Pepeta, siempre sucio, con la camiseta listada de azul y la blusa al cuello impregnadas de la hediondez de sangre seca.

      Ya no repartía carneros a los cortantes de la ciudad; olvidaba su carrito mugriento, y, embrutecido por la sorpresa, queriendo llenar aquel algo que le faltaba, sólo sabía beberse águilas en el cafetín, o ir tras Pepeta, humilde, cobarde, encogido, expresándose con la mirada más que con la lengua. Pero ella estaba ya despierta. ¿Dónde había tenido los ojos?… Ahora le parecía imposible que hubiese querido a aquel bruto, sucio y borrachín. ¡Qué abismo entre él y Visentico!… Una figura de general, un chico muy gracioso en el habla, que cantaba guajiras y bailaba el tango como un ángel, y que, en fin, si no tenía millones y una mulata, ya se sabía que era por lo mucho que le «tiraba la tierresita».

      Indignábase al ver que aquel granujilla forrado en la mugre de la carne muerta aún tenía la pretensión de que continuase lo que sólo había sido un capricho…, una condescendencia compasiva… ¡Arre allá! Cuando no manifestase su cariño con zarpadas y aprendiese a decirle: «¡Flor de guayaba!» y «¡Mulatita!», como el otro, entonces podría ponerse en su presencia.

      La buena moza fué inflexible: acabó por no escuchar, y desde entonces la calle de Borrull tuvo un alma en pena, que fué Menut.

      En las noches de verano, cuando el calor arrojaba a las familias en medio de la calle y se formaban corros en torno de las cenas servidas sobre mesitas de zapatero, la gente veía pasar al celoso chiquillo, recatándose en la sombra, misterioso y fatídico como un traidor de melodrama.

      La aparición terrorífica pasaba varias veces ante la puerta de Pepeta, lanzando miradas espeluznantes al coro que hacía la corte a la buena moza, y después desvanecerse por un escotillón: el cafetín donde el Menut, cual nuevo Prometeo, entregaba sus entrañas a las rampantes garras de las águilas amílicas. ¡Qué noches aquellas! Los nuevos amores de Pepeta tenían la acera por escenario, y por coro aquel corrillo donde sonaba el acordeón y ella recibía honores de reina festejada. A su lado, la madre, una vieja insignificante que no abría la boca sin recibir un bufido de Pepeta.

      La calle, tostada todo el día por el sol, revivía con los primeros soplos de la noche.

      Los lóbregos faroles, cuyos palmitos de gas parecían pintados en la pared con almazarrón, dejábanlo todo en fresca penumbra; en las puertas destacábanse las manchas blancas de la gente casi en paños menores; chorreaban rítmicamente los balcones con el riego de las plantas; en cada balaustrada asomaba un botijo, y de arriba, de aquel ciego oscuro, que parecía un lienzo apolillado transparentando lejana luz, descendía un soplo húmedo que reanimaba a la tierra, arrancándole suspiros de vida.

      En casi todas las puertas sonaban el acordeón con su chillona melancolía, la guitarra con su rasgueo soñador, el canto a coro desentonado y estridente, y algunas veces, en las esquinas, estallaba una tempestad de aullidos, el estrépito de la lucha cuerpo a cuerpo, y los antipáticos perros chatos chocaban sus amenazantes cabezas de foca, hasta que el silletazo de algún vecino de buena voluntad los ponía en dispersión.

      Despedazábanse en los corros enormes sandías; hundíanse las botas en tajadas como medias lunas; pringábanse las caras con el rojo zumo; extendíanse los arrugados moqueros bajo la barba para no mancharse, y, al fin, la gente, con el vientre hinchado de agua, sumíase en dulce beatitud, escuchando como angélicas melodías los arañazos de los acordeones.

      Y a esta hora de digestión líquida, al cantar el sereno las once y estar los corrillos más animados, era cuando, a lo cuando, a lo lejos, la difusa luz de los faroles marcaba algo que se aproximaba balanceándose, trazando zigzags como una barca sin timón, echando la pesada ancla en cada esquina.

      Era el padre de Pepeta, que, con la gorra desmayada y el pañuelo de hierbas en una mano, volvía de la taberna. Saludaba a la reunión con tres gruñidos, despreciaba las insolencias de la hija y se hundía, por fin, en la oscuridad de su casa, maldiciendo a los avaros caseros, que, para fastidiar a los pobres, hacen siempre las puertas estrechas.

      En aquella horas de regocijo público, en medio de la calle, acariciados por la expansión de todos los vecinos, se arrullaban el licenciado y Pepeta: él, dulzón y empalagoso, hablándole al oído; ella, grave, estirada y seria, apretando los labios como si estuviera ofendida, porque una chavala que se respete debe poner siempre al novio cara de perro. Los hombres son muy presuntuosos, y si llegan a comprender que una está chiflada por ellos… ya… ya…

      Y, mientras tanto, la pobre alma en pena a la puertas del cafetín, con la garganta

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