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      Jacinto Octavia Picon

      TRES MUJERES

      ADVERTENCIA

      Cuando los novelistas franceses reúnen varios trabajos cortos en un tomo, le ponen por título el de la obrilla que va impresa en primer lugar; costumbre aquí seguida por algunos y censurada por no pocos, los cuales alegan que engolosinar al público con una portada que parece de novela formal y darle luego una docena de cuentecitos es hacerle víctima de un engaño. Para que no puedas – lector amigo – echarme en cara la misma acusación, te advierto de que estas Tres Mujeres, no son otros tantos tipos femeninos presentados en una sola y larga acción novelesca, de aquellas en que se pintan las costumbres y se estudian las pasiones, sino tres figuras abocetadas en narraciones cortas, donde lo imaginado para entretenerte algún rato, pesa más que lo observado para moverte a pensar seriamente en las cosas graves de la vida.

      Deseando hacerlas agradables a tus ojos, el editor ha vestido y adornado a estas Tres Mujeres mejor de lo que merecen, dándoles en ropajes y galas lo que les falta de belleza. Premia su trabajo, perdona el mío, y como no creemos ser malos, ambos quedaremos agradecidos.

      J. O. Picón

      Junio 1896

      La recompensa

      I

      En cierto colegio monjil de las cercanías de Madrid había hace más de veinte años dos educandas que se querían muchísimo. El sentimiento de amistad que los unía nació merced a circunstancias extraordinarias de la situación de ambas, fue favorecido por sus caracteres y acabó de consolidarse en la batalla de la vida.

      La mayor, que se llamaba Susana, tenía diez y seis años: era huérfana de padre y madre y dueña de una gran fortuna. Un tío, que le servía de tutor y curador, se la confío a las monjas, quienes, sabedoras de la riqueza de la niña, procuraron ante todo despertar en ella vocación religiosa; mas persuadidas pronto de que no era catequizable, pusieron gran empeño en educarla de modo que su ilustración y buenos modales redundaran en honra del convento. Gracias a la inteligencia de Susana, las madres vieron coronados sus desvelos por el resultado más lisonjero. Era primorosa en cuantas labores ponía mano, escribía admirablemente, pintaba flores con gusto de artista, cantaba como un ángel, bordaba como una madrileña del siglo XVII, hablaba francés como si hubiese nacido en Orleans, y finalmente, para cuanto fuese brillar, lucirse y cautivar, tenía maravillosas aptitudes, gracia irresistible y atractivos de gran señora.

      Según unos, porque el tutor quería seguir con la administración de los bienes, y según otros, porque deseaba para la pupila brillante y completa educación, era cosa resuelta entre aquel caballero y las respetables madres que Susana permaneciese en el convento hasta los diez y ocho años. Gentes menos maliciosas afirmaban que, dada la belleza de la colegiala, lo que el tutor procuraba era recogerla lo más tarde posible, sabiendo que no hay nada tan difícil de guardar, dirigir y encarrilar, como una mujer rica y bonita.

      II

      La segunda educanda tenía un año menos que Susana y se llamaba Valeria. Su origen era un misterio que pudiera servir de base a una novela. Un anciano, que dijo ser su padre la llevó al convento cuando apenas tenía cinco años, y por espacio de ocho fue a verla todos los meses: luego no volvió a presentarse allí para nada, ni escribió siquiera a la que llamaba hija; pero durante otro año envió puntualmente dinero con que atender a cuanto gastaba, y al siguiente, es decir, al llegar Valeria a los quince, dejaron las monjas de recibir las mensualidades de costumbre. Otro año entero siguió Valeria recibiendo los mismos cuidados que si pagasen por ella, hasta que, cuidadosas las madres de sus intereses, determinaron poner fin a una situación de que nada bueno esperaban. ¿Quién era Valeria? Lo ignoraban. Mientras recibieron lo que su educación costaba, no pensaron en averiguaciones: tal vez de hacerlas hubieran tenido que rechazarla; pero apenas empezó a serles gravosa comenzaron a rumiar ideas de desconfianza y a sentir un recelo muy parecido al miedo. Las visitas cortas y tardías de aquel anciano misterioso, su desaparición y luego el extraño modo de remitir fondos sin escribir palabra, todo indicaba algo extraordinario, anómalo, y que trascendía a pecaminoso. Al mes siguiente de no recibir dinero estaban persuadidas de que Valeria no era de origen limpio y confesable, y de que su compañía pudiera constituir un peligro para las educandas que tenían familias conocidas, siempre puntuales en el pago de cuanto sus hijas gastaban. Más claro: la prudencia aconsejó a las monjas no continuar manteniendo y enseñando a una señorita que era juntamente carga pesada y causa probable de responsabilidad; porque una de dos: o sus padres habían muerto y la niña iba a quedarse allí gratis para siempre como flor olvidada, y flor que costaba más que una victoria regia cultivada en Europa, o dichos padres, por no poder confesar que lo eran, se desentendían de ella, y en tal caso, ¿quién iría a recogerla… y pagar? ¿Se presentaría tal vez preguntando por Valeria una señora falsificada, una aventurera despreciable, una… o lo que fuera peor, un juez? Sólo pensar en ello les ponía a las madres carne de gallina. Movida por estas consideraciones, que se discutieron entre las de más autoridad y consejo, la priora, abadesa, o lo que fuese, mandó llamar a Valeria, y suavemente, con gran dulzura, le dijo que la situación era insostenible; que habían consultado con el señor obispo; que éste no resolvía sus dudas; que la responsabilidad del convento era tremenda; que allí había un misterio indescifrable; que no podían continuar así, y otras muchas cosas, todas las cuales venían a compendiarse en estas horribles frases: «Hija mía, lo sentimos mucho… Profesar no puedes por carecer de dote; seguir aquí tampoco, por falta de otros requisitos… Nosotras todas te encomendaremos al Señor en nuestras oraciones, pero en el colegio es imposible que sigas. Te damos ocho días de plazo para que digas a quién llamamos, dónde quieres que te lleven, o cosa parecida. Y si no dices nada…, pues ya nos ha aconsejado el Padre Dulzón que demos parte al gobernador para que resuelva.»

      ¿A quién había de llamar? ¿Dónde había de ir la sin ventura? ¡El gobernador! ¿Qué podría hacer sino enviarla a un asilo de beneficencia o dejarla en medio de la calle? Valeria oyó aquello como reo de muerte que escucha su sentencia; se arrodilló a los pies de la madre, le regó las manos con lágrimas, le besó el hábito, y al fin cayó al suelo desmayada. Hubo que llevarla a la enfermería, donde pasó tres días con fiebre y delirio. Al cuarto se alivió algo, y lo primero que pidió fue que llamasen a Susana; mas parapetadas las monjas en que el reglamento prohibía a las educandas entrar en la enfermería, negaron el favor.

      Susana, sabedora de lo que ocurría, movida del cariño y conocedora del terreno que pisaba, regaló a una monja que hacía de pasanta una crucecita de plata, rogándole que a cambio del obsequio, llevase a Valeria un regalito, consistente en un huevo de marfil, dentro del cual había un rosario. Lo que ignoraba la monja era que, bajo el algodón en rama donde descansaba el rosario, iba escondido un papel en que estaban escritas estas palabras: «No digas que estás mejor; procura ganar tiempo y no tengas miedo. El domingo debe venir mi tutor, y yo haré que ponga remedio. Confía en mí.»

      III

      ¿De qué nació el afecto que aquellas dos muchachas se profesaban? Primero, del misterioso engranaje formado por las semejanzas y diferencias que existían en sus caracteres. En bondad de corazón y lucidez de inteligencia, eran iguales; de modo que podían quererse y estimarse. Segundo, en lo vario de sus genios, de suerte que mutuamente se buscaban, deseosas, por instinto, de hallar a sus facultades contraste y complemento. Susana era bulliciosa y alegre; Valeria, tranquila y melancólica; la ligereza y vivacidad de una hallaban compensación y freno en la sensatez y reposo de otra: lo que al parecer debiera separarlas era precisamente lo que les unía. Pero aún estaba su amistad asentada en fundamento más firme.

      Susana, por demasiado convencida de su hermosura, era de condición tan altiva, que se había hecho antipática a todas sus compañeras: Valeria, amargada del abandono y olvido en que vivía, y sin que aquel amargor se convirtiera en envidia, consideraba como un peligro su belleza, no alardeaba de bonita, sentía la incertidumbre de lo por venir, y privada de esperanzas, era humilde. Desde que se conocieron fue la sola compañera de Susana capaz de escuchar, sin sonreír burlonamente, sus primeros arranques orgullosos, propios de señorita mimada por la naturaleza y la fortuna, llegando a ser la única confidente de sus ambiciosas ilusiones. No las compartía, pero no las ridiculizaba.

      Susana hallaba en ella un corazón amigo, que aun contrariándola, mostraba

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