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bienes nacionales de la huerta; que negociando después con fondos públicos aumentó su fortuna lindamente. En fin, yo calculo que León Roch no se dejará ahorcar por 8 ó 9 millones.

      – Lo mejor de la biografía – dijo Cimarra, sentándose junto a sus dos amigos – se lo ha dejado usted en el tintero. Hablo de la vanidad del difunto D. Pepe. Lo general es que estos industriales enriquecidos, aunque sea envenenando al género humano, sean modestos y no piensen más que en acabar tranquilamente sus días, viviendo sin comodidades, con los mismos hábitos de estrechez que tuvieron cuando trabajaban. Pero el pobre señor Pepe Roch era célebre hasta no más. Su chifladura consistía en que le hiciesen marqués.

      – Diré a ustedes – manifestó gravemente el marqués, cortando con un gesto de hombre superior esta tendencia a las burlas. – D. José Roch era un infeliz, un hombre bondadoso y simple en su trato social. Le conocí bien. Él haría chocolate con la tierra de los tiestos que tenía su mujer en el balcón, según decían las malas lenguas del barrio; pero era un buen ganapán, y tenía en tan alto grado el sentimiento paterno, que casi era una falta. Para él no había en el mundo más que un ser: su hijo León: le quería con delirio. Tenía por enemigo declarado al que no le diese a entender que León era el más guapo, el más sabio, el primero y principal de todos los hombres nacidos. Todo el orgullo y la vanidad del pobre Roch estaba en ser autor de su hijo. El año pasado nos encontramos una noche en la Junta de Aranceles. Yo quise hablarle de una subasta de corcho… porque tiene mucho corcho… pero él no hablaba más que de su hijo. Casi con lágrimas en los ojos, me dijo: «Amigo Fúcar, para mí no quiero nada, me basta un hoyo y una piedra encima con una cruz. Mi único deseo es que León tenga un título de Castilla. Es lo único que le falta». Yo me eché a reír. ¡Apurarse por un rábano, es decir, por un título de Castilla!… Sr. D. José, si usted me dijera «quiero ser bonito, quiero ser joven…» pero ¿qué desea usted?, ¿ser marqués?… A las coronas les pasará lo que a las cruces, que al fin la gente cifrará su orgullo en no tenerlas. Pronto llegaremos a un tiempo en que, cuando recibamos el diploma, tendremos vergüenza de dar un doblón de propina al portero que nos lo traiga… porque también él será marqués.

      Fúcar, al decir esto, soltó la risa. Empezaba esta por un hipo chillón y terminaba en un arrugamiento general de sus facciones y una especie de arrebato congestivo. Pasados los golpes de hilaridad, aún tardaba su cara una buena pieza en volver a su color primero y a su normal aspecto de seriedad majestuosa.

      – Señores – dijo seguidamente y con cierto enfado la lumbrera de la administración, enojo que podría atribuirse a sus proyectos marquesiles, – por mucho que se hayan prodigado los títulos de nobleza, no creo que estén ahí para que los tomen los chocolateros. Pues no faltaba más…

      – Amigo Onésimo – objetó el marqués con flemática ironía, – yo creo que están para el que quiera tomarlos. Si D. Pepe no tomó el título de marqués de Casa-Roch fue porque su hijo se opuso resueltamente a caer en esa ridiculez hoy tan en boga. Es hombre de principios.

      – ¡Oh!, sí – exclamó el hombre administrativo, en quien las instituciones venerandas tenían siempre poderoso apoyo. – Por lo común, estos sabios que tanto manosean los principios en el orden científico, carecen de ellos en el orden social. No faltan ejemplos aquí. Yo creo que todos los sabios son lo mismo. Ya hemos visto cómo gobiernan el país cuando este ha tenido la desgracia de caer en sus manos. Pues lo mismo gobiernan sus casas. En la vida privada, señores, los sabios son una calamidad, lo mismo que en la pública. No conozco un sabio que no sea un tonto, un tonto rematado.

      – Aquí no salimos de paradojas.

      – Es la verdad pura.

      – Vivimos en el país de los vice-versas.

      – No exageremos, no exageremos, señores – dijo el marqués, removiéndose y tomando el tono particularísimo que reservaba para su protesta favorita, que era la protesta contra la exageración. – Aquí abusamos de las palabras, y calificamos a los hombres con mucha ligereza. La envidia por un lado, la ignorancia… Qué, ¿qué hay?

      Esto lo dijo interrumpiendo su discurso y mirando con expresión de miedo a un criado que hacia los tres avanzaba apresuradamente.

      – La señorita llama a vuecencia. Está mala otra vez.

      – Vamos, mi hija está hoy de vena – dijo el marqués de mal humor, levantándose. – Ustedes me preguntarán que qué tiene Pepa, y yo les diré que no lo sé, que no sé nada absolutamente. Voy a verla.

      Sus dos amigos callaban, mirándole partir. El marqués de Fúcar andaba lentamente a causa de su obesidad. Había en su paso algo de la marcha majestuosa de un navío o galeón antiguo, cargado de pingüe esquilmo de las Indias. También él parecía llevar encima el peso de su inmensa fortuna, amasada en veinte años, de esa prosperidad fulminante que la sociedad contemplaba pasmada y temerosa.

      Capítulo IV. Siguen los panegíricos dando a conocer en cierto modo el carácter nacional

      Frente a la gruta donde los bañistas tragaban vaso tras vaso, ávidos de corregir el oidium de su naturaleza, había una glorieta. Eran las diez, hora en que escaseaban ya los bebedores, y un nuevo grupo se había instalado en aquel ameno sitio. Formábanlo D. Joaquín Onésimo, León Roch y Federico Cimarra, que oprimía los lomos de una silla, caballero en ella, y haciéndola crujir y descoyuntarse con sus balanceos.

      – ¿Sabes tú, León, lo que tiene la hija de Fúcar?

      – Anoche se retiró temprano del salón. Está enferma.

      Después de decir esto León miró atentamente al suelo.

      – Pero su enfermedad es cosa muy rara, como dice el marqués – añadió Onésimo. – Veamos los síntomas. Ya saben ustedes que colecciona porcelanas. El mes pasado, cuando volvía de París, estuvo dos días en Arcachón. Las hijas del conde de la Reole le regalaron tres piezas de Bernardo Palissy. Dicen que son muy hermosas. A mí me parecen loza de Andújar. Además, trajo de París ocho piezas de Sajonia, de una belleza y finura que no pueden ponderarse. Estas obras de arte parecían ocupar por entero el ánimo de Pepa. No hablaba más que de sus porcelanas. Las guardaba, las sacaba sesenta y dos veces al día. Pues bien: esta mañana cogió los cacharros, subió a la habitación más alta de la fonda, abrió la ventana y los tiró al corral, donde se hicieron treinta mil pedazos.

      Federico miró a León Roch, que sólo dijo:

      – Sí, ya lo oí contar.

      – Ayer tarde – prosiguió Onésimo, – cuando volvíamos de la gruta (que, entre paréntesis, tiene tan poco que ver como mi cuarto), se le cayó una de las gruesas perlas de sus pendientes de tornillo. La buscamos; al fin la distinguí junto a una piedra; me abalancé a cogerla, como era natural; pero, más ligera que yo, púsole el pie encima… y la aplastó, diciendo: «¿para qué sirve eso?». Además, cuentan que ha hecho un picadillo de encajes. ¿Pero no la vieron ustedes anoche en el salón? Yo juraría que está loca.

      León no dijo nada, ni Cimarra tampoco.

      – ¿Saben ustedes – añadió el fanal de la administración – que va a estar fresco el que se case con esa niña? ¡Qué educación, señores, pero qué educación! Su padre, que tan bien conoce el valor de la moneda, no le ha enseñado a distinguir un billete de mil pesetas de una pieza de dos. Es una alhaja la señorita de Fúcar. Ya me habían dicho que era caprichosa, despilfarradora; que tiene los antojos más ridículos y cargantes que pueden imaginarse. ¡Pobre marido y pobre padre!… Si al menos fuera bonita; pero ni eso… Ya le dará disgustos a D. Pedro. Luego no quieren que truene yo y vocifere contra estos hábitos modernos y extranjerizados que han quitado a la mujer española su modestia, su cristiana humildad, su dulce ignorancia, sus aficiones a la vida reservada y doméstica, su horror al lujo, su sobriedad en las modas, su recato en el vestir. Vean ustedes las tarascas que nos ha regalado la civilización moderna. Comprendo la aversión al matrimonio que va cundiendo, y que, si no se ataja, obligará a los gobiernos a dar una ley de novios y una ley de casamientos, estableciendo un presidio de solteros.

      – ¡Graciosísimo! – exclamó Cimarra, poniendo

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