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el miedo de un servidor bien cebado que teme perder el bienestar, daba consejos al joven. ¡Ojo, Ferminillo! La casa estaba llena de soplones. Cuando él estaba enterado, no sería de extrañar que don Pablo tuviese ya noticia de que Montenegro había visitado a Salvatierra.

      Y como si temiese hablar demasiado y que alguien le espiase, se despidió apresuradamente de Fermín, volviendo al lado de los trabajadores que golpeaban los toneles. Montenegro siguió adelante, entrando en la principal bodega de la casa, donde se guardaban las soleras antiguas y envejecían los vinos de crianza.

      Era como una catedral; pero una catedral blanca, nítida, luminosa, con sus cinco naves separadas por tres hileras de columnas de sencillo capitel. Agrandábase el ruido de los pasos lo mismo que en un templo. Las bóvedas tronaban con el sonido de los voces, repitiéndolas ensanchadas por el eco. Las paredes estaban rasgadas por ventanales de blancos vidrios y en los dos frontis se abrían dos grandes rosetones, también blancos, por uno de los cuales penetraba el sol, moviéndose en su faja de luz las inquietas e irisadas moléculas de polvo.

      A lo largo de las columnatas alineábase en andanas la riqueza de la casa, la triple fila de toneles acostados, que llevaban en sus caras la cifra del año de la cosecha. Había barricas venerables cubiertas de telarañas y polvo, con la madera tan húmeda, que parecía próxima a deshacerse. Eran los patriarcas de la bodega: estaban bautizados con los nombres de los héroes que gozaban de fama universal cuando ellos nacieron. Un barril se llamaba Napoleón, otro Nelson; los había adornados con la corona real de Inglaterra, porque de ellos habían bebido monarcas de la Gran Bretaña. Una barrica antiquísima, completamente aislada, como si el roce con las otras pudiera despanzurrarla, exhibía el venerable nombre de Noé. Era la mayor antigüedad de la casa: se remontaba a mediados del siglo XVIII y el primero de los Dupont la había adquirido ya como una reliquia. Cerca de ella se alineaban otros toneles que llevaban bajo el escudo real de España los nombres de todos los monarcas e infantes que habían visitado Jerez en el curso del siglo.

      El resto de la bodega lo llenaban las muestras de todas las cosechas, a partir de los primeros años del siglo. Un tonel aislado esparcía un perfume acre, que, como decía Montenegro, «llenaba la boca de agua». Era un vinagre famoso, de una vejez de ciento treinta años. Y a este olor seco y punzante uníanse el perfume azucarado de los vinos dulces, y el suave, de cuero, de los secos. El vaho alcohólico que transpiraba el roble de los toneles y el olor de las gotas derramadas en el suelo por el trasiego, impregnaban con un perfume de dulce locura el tranquilo ambiente de aquella bodega, blanca, como un palacio de hielo, bajo la caricia temblona de los vidrios inflamados por el sol.

      Fermín la atravesó, e iba ya a salir de ella cuando oyó que le llamaban desde el fondo. Experimentó cierto sobresalto al conocer la voz. Era «el amo», que acompañaba a unos forasteros. Con él estaba su primo Luis, un Dupont que siendo menor sólo en algunos años a don Pablo, le respetaba como a jefe de la familia, sin privarse por esto de darle grandes disgustos con su conducta desarreglada.

      Los dos Dupont acompañaban a unos recién casados venidos de Madrid, enseñándoles las bodegas. Él era un antiguo amigo de Luis, un camarada de alegre vida madrileña que había sentado al fin la cabeza, casándose.

      – Han de salir ustedes de aquí borrachos— decía el joven Dupont a los recién casados.– Es de ritual: nos consideraríamos deshonrados si un amigo saliera de esta casa lo mismo que entró.

      Y Dupont el mayor acogía con sonrisa benévola las palabras de su primo, mientras enumeraba las excelencias de cada vino famoso. El encargado de la bodega, rígido como un soldado, se colocaba ante los toneles con dos copas en una mano y en la otra la avenencia, una varilla de hierro rematada por un estrecho cazo.

      – ¡Saca, Juanito!– ordenaba imperiosamente el amo.

      La avenencia iba hundiéndose en diversos toneles, y de un solo golpe, sin que se derramase una gota, llenaba las copas. Salían al aire los vinos dorados y luminosos, coronándose de brillantes al caer en el cristal, esparciendo en torno un intenso perfume de ancianidad. Todas las tonalidades del ámbar, desde el gris suave al amarillo pálido, brillaban en aquellos líquidos densos a la vista como el aceite, pero de una transparencia nítida. Un lejano perfume exótico, que hacía pensar en flores fantásticas de un mundo sobrenatural donde fuese eterna la existencia, emanaba de estos líquidos extraídos del misterio de los toneles. La vida parecía acrecentarse al paladearlos; los sentidos cobraban nueva intensidad; la sangre ardía atropellándose en su circulación, y el olfato se excitaba sintiendo anhelos desconocidos, como si husmease una electricidad nueva en la atmósfera. La pareja de viajeros bebía de todo, después de resistir con débiles protestas las invitaciones de Luis.

      – ¡Hola, barbián!– dijo Dupont el menor al ver a Montenegro.– ¿Cómo está tu familia? Un día de estos iré a la viña. Quiero probar un caballo que compré ayer.

      Y después de estrechar la mano de Montenegro y darle varias palmadas en los hombros, satisfecho de poder demostrar la fuerza de sus manazas ante aquellos amigos, le volvió la espalda.

      Fermín tenía con este señorito gran confianza. Se tuteaban, se habían criado juntos en la viña de Marchamalo, con aquella llaneza de trato que los Dupont permitían a su familia.

      Con don Pablo, era otra la situación. El amo no se diferenciaba de Fermín en más de media docena de años; también lo había visto él correr como un muchacho por la viña en tiempos del difunto don Pablo; pero ahora era el jefe de la familia, el director de la casa, y él entendía la autoridad a uso antiguo, ceñuda e indiscutible como la de Dios, con gritos y arrebatos de cólera, apenas adivinaba la más ligera desobediencia.

      – Quédate— ordenó brevemente a Montenegro;– tengo que hablarte.

      Y le volvió la espalda para seguir hablando a los forasteros de su tesoro de vinos.

      Fermín, obligado a seguirles silencioso y encogido como un doméstico en su marcha lenta por entre los toneles, miraba a don Pablo.

      Aún era joven, no había llegado a los cuarenta años, pero la obesidad desfiguraba su cuerpo a pesar de la vida activa a que le impulsaban sus entusiasmos de jinete. Los brazos parecían cortos al descansar algo encorvados sobre el abultado contorno de su cuerpo. Su juventud revelábase únicamente en la cara mofletuda, de labios carnosos y salientes, sobre los cuales la virilidad sólo había trazado un ligero bigote. El cabello se ensortijaba en la frente formando un rizo apretado, un moñete al que llevaba con frecuencia su mano carnosa. Era, por lo común, bondadoso y pacífico, pero bastaba que se creyese desobedecido o contrariado para que se le enrojeciera la cara, atiplándose su voz con el tono aflautado de la cólera. El concepto que tenía de la autoridad, el hábito de mandar desde su primera juventud viéndose al frente de las bodegas por la muerte de su padre, le hacían ser despótico con los subordinados y su propia familia.

      Fermín le temía sin odiarle. Veía en él un enfermo, «un degenerado», capaz de los mayores extravagancias por su exaltación religiosa. Para Dupont, el amo lo era por derecho divino, como los antiguos reyes. Dios quería que existiesen pobres y ricos, y los de abajo debían obedecer a los de arriba, porque así lo ordenaba una jerarquía social de origen celeste. No era tacaño en asuntos de dinero, antes bien, se mostraba generoso en la remuneración de los servicios, aunque su largueza tenía mucho de veleidosa e intermitente, fijándose más en el aspecto simpático de las personas que en sus méritos. Algunas veces, al encontrar en la calle a obreros despedidos de sus bodegas, indignábase porque no le saludaban. «¡Tú!– decía imperiosamente;– aunque no estés en mi casa, tu deber es saludarme siempre, porque fui tu amo».

      Y este don Pablo, que con la fuerza industrial acumulada por sus antecesores y con la impetuosidad de su carácter era la pesadilla de un millar de hombres, hacía gala de humildad y llegaba hasta el servilismo cuando algún sacerdote secular o los frailes de las diversas órdenes establecidas en Jerez le visitaban en su escritorio. Intentaba arrodillarse al besarles la mano, no haciéndolo porque ellos se lo impedían con bondadosa sonrisa; celebraba con un gesto de satisfacción el que los visitantes le tuteasen ante los empleados, llamándole Pablito, como en los tiempos en que era su educando.

      ¡Jesús y su Santa Madre,

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