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que cierra por el Sur el golfo de Valencia.

      Tenía la forma de una mano cuyas falanges fuesen montañas, pero le faltaba el pulgar. Los otros cuatro dedos se tendían sobre las olas, formando los cabos de San Antonio, San Martín, La Nao y Almoraira. En una de sus ensenadas estaba su pueblo natal y la casa de los Ferragut, cazadores de piratas moros en otros siglos, contrabandistas á ratos en los tiempos modernos, navegantes en todas las épocas, tal vez desde que los primeros caballos de madera aparecieron saltando sobre las espumas que hierven en el promontorio, desde que llegaron los griegos de Marsella para fundar Artemisión, la ciudad de la divina Artemis que los latinos llamaron Diana y tomó definitivamente el nombre de Denia.

      En esta casa quería vivir y morir, sin deseos de ver más tierras, con la repentina inmovilidad que acomete á los vagabundos de las olas y les hace fijarse sobre un escollo de la costa, lo mismo que un molusco á una cabellera de algas.

      Pronto se cansaba el Tritón de sus paseos al puerto. El mar de Valencia no era un mar para él. Lo enturbiaban las aguas del río y de las acequias de riego. Cuando llovía en las montañas de Aragón, un líquido terroso desaguaba en el golfo, tiñendo las olas de encarnado y las espumas de amarillo. Además, le era imposible entregarse al placer diario de la natación. Una mañana de invierno, al empezar á desnudarse en la playa, la gente corrió como atraída por un fenómeno. El pescado del golfo tenía para él un sabor insoportable á légamo.

      – Me voy – acababa por decir al notario y su esposa – . No comprendo cómo podéis vivir aquí.

      En una da esas retiradas á la Marina se empeñó en llevarse á Ulises. Empezaba el estío, el muchacho estaba libre del colegio por tres meses, y el notario, que no podía alejarse de la ciudad, veraneaba con su familia en la playa del Cabañal, cortada por acequias malolientes, junto á un mar despreciable. El pequeño se mostraba paliducho y débil por sus estudios y cavilaciones. Su tío le haría fuerte y ágil como un delfín. Y á costa de rudas porfías, pudo arrancárselo á doña Cristina.

      Lo primero que admiró Ulises al entrar en la casa del médico fueron tres fragatas que adornaban el techo del comedor: tres embarcaciones maravillosas, en las que no faltaban vela, garrucha, cuerda ni ancla, y que podían hacerse al mar en cualquier momento con una tripulación de liliputienses.

      Eran obra de su abuelo el patrón Ferragut. Deseoso de libertar á sus dos hijos de la servidumbre marina que pesaba largos siglos sobre la familia, los había enviado á la Universidad de Valencia para que fuesen señores de tierra adentro. El mayor, Esteban, apenas terminada su carrera, obtenía una notaría en Cataluña. El menor, Antonio, se hizo médico por no contrariar al viejo, pero una vez conseguido el título, entró á prestar sus servicios en un trasatlántico. Su padre le había cerrado la puerta del mar, y él entraba por la ventana.

      Fué envejeciendo el patrón, completamente solo. Cuidaba de sus bienes, unas cuantas viñas escalonadas en la costa, á la vista de la casa. Estaba en frecuente correspondencia con su hijo el notario. De tarde en tarde llegaba una carta del menor, del predilecto, desde remotos países que sólo conocía de oídas el viejo navegante mediterráneo. Y las largas inercias á la sombra de su emparrado, frente al mar azul y luminoso, las entretenía construyendo sus pequeños buques. Todos ellos eran fragatas de gran porte y atrevido velamen. Así se consolaba el patrón de no haber mandado en su vida mas que pesados y robustos laúdes, iguales á las naves de otros siglos, en los que llevaba vino á Cette ó cargaba cosas prohibidas en Gibraltar y la costa de África.

      Ulises no tardó en darse cuenta de la rara popularidad que gozaba su tío el Dotor, una popularidad compuesta de los más antagónicos elementos. Las gentes sonreían al hablar de él, como si le tuviesen por loco; pero estas sonrisas sólo osaban desplegarse cuando estaba lejos, pues á todos les inspiraba cierto miedo. Al mismo tiempo lo admiraban como una gloria local. Había corrido todos los mares, y además tenía su fuerza, su desordenada y tempestuosa fuerza, terror y orgullo de sus convecinos.

      Los mocetones, al ensayar el vigor de sus puños pulseando con los tripulantes de los buques ingleses que venían á cargar pasas, evocaban el nombre del médico como un consuelo en caso de derrota.

      – ¡Si estuviese aquí el Dotor!… Media docena de ingleses son pocos para él.

      No había empresa poderosa, por disparatada que fuese, de que no le creyeran capaz. Inspiraba la fe de los santos milagrosos y los capitanes audaces. En algunas mañanas de invierno serenas y asoleadas, corrían las gentes á la orilla, mirando con ansiedad el mar solitario. Los veteranos que se calentaban al sol, junto á las barcas en seco, al tender su vista, habituada al sondeo de los dilatados horizontes, alcanzaban á ver un punto casi imperceptible, un grano de arena danzando á capricho de las olas.

      Todos emitían á gritos sus conjeturas. Era una boya ó un pedazo de mástil, restos de un lejano naufragio. Para las mujeres era un ahogado, un cadáver que la hinchazón hacía flotar lo mismo que un odre, luego de haber permanecido muchos días entre dos aguas…

      De pronto surgía una suposición que dejaba perplejos á todos. «¡Si será el Dotor!» Largo silencio… El pedazo de madera tomaba la forma de una cabeza; el cadáver se movía. Muchos llegaban á distinguir el burbujeo de la espuma en torno de su busto, que avanzaba como una proa, y las vigorosas palas de sus brazos… ¡Sí que era el Dotor! Se prestaban unos á otros los viejos catalejos para reconocer sus barbas hundidas en el agua, su rostro contraído por el esfuerzo ó dilatado por los bufidos.

      Y el Dotor pisaba la orilla seca, desnudo y serenamente impúdico como un dios, dando la mano á los hombres, mientras chillaban las mujeres llevándose el delantal á un solo ojo, espantadas y admiradas á la vez de su monstruosidad colgante que esparcía á cada paso una rociada de gotas.

      Todos los cabos del promontorio le inspiraban el deseo de doblarlos á nado, como los delfines; todas las bahías y ensenadas necesitaba medirlas con sus brazos, como un propietario que duda de la mensura ajena y la rectifica para afirmar su derecho de posesión. Era un buque humano que había cortado con la quilla de su pecho las espumas arremolinadas en los escollos y las aguas pacíficas, en cuyo fondo chisporrotean los peces entre ramas nacaradas y estrellas movedizas como flores.

      Se había sentado á descansar en las rocas negras con faldellines de algas que asoman su cabeza ó la hunden, al capricho de la ola, esperando la noche y el buque ciego que venga á romperse como una cáscara. Había penetrado lo mismo que un reptil marino en ciertas cuevas de la costa, lagos adormecidos y glaciales iluminados por misteriosas aberturas, donde la atmósfera es negra y el agua diáfana, donde el nadador tiene el busto de ébano y las piernas de cristal. En el curso de estas nataciones comía todos los seres vivientes que encontraba pegados á las rocas ó moviendo antenas y brazos. El roce de los grandes peces que huían medrosos, con una violencia de proyectil, le hacía reír.

      En las horas nocturnas pasadas ante los barquitos del abuelo, Ulises le oyó hablar del Peje Nicolao, un hombre-pez del estrecho de Mesina, citado por Cervantes y otros autores, que vivía en el agua manteniéndose de las limosnas de los buques. Su tío era algo pariente del Peje Nicolao. Otras veces mencionaba á cierto griego que, para ver á su amante, pasaba á nado todas las noches el Helesponto. Y él, que conocía los Dardanelos, quería volver allá como simple pasajero, para que no fuese un poeta llamado Lord Byron el único que hubiese imitado la legendaria travesía.

      Los libros que guardaba en su casa, las cartas náuticas clavadas en las paredes, los frascos y bocales llenos de bestias y plantas de mar, y más que todo esto sus gustos, que chocaban con las costumbres de sus convecinos, le habían dado una reputación de sabio misterioso, un prestigio de brujo.

      Todos los que estaban sanos le tenían por loco, pero apenas sentían cierto quebranto en su salud, respiraban la misma fe que las pobres mujeres que permanecían largas horas en casa del Dotor, viendo á lo lejos su barca, esperando que volviese del mar para enseñarle los niños enfermos que llevaban en brazos. Tenía sobre los otros médicos el mérito de no cobrar sus servicios; antes bien, muchos enfermos salían de su casa con monedas en las manos.

      El Dotor era rico, el más rico de todo el país, ya que no sabía qué hacer de su dinero. Diariamente, su criada – una vieja que había servido á su padre y conocido á

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