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rió de la simpleza de su primo. Quería mandar otra vez un barco, pero suyo, sin tener que sufrir las imposiciones de los armadores. El podía permitirse este lujo. Sería como un yate enorme, pronto á hacer rumbo á su gusto ó su conveniencia y proporcionándole al mismo tiempo cuantiosas ganancias. Tal vez su hijo llegase á ser director de compañía marítima, al convertirse con los años este primer vapor en una flota enorme.

      Conocía todos los puertos del mundo, todos los caminos del tráfico, y sabría adivinar los lugares faltos de buques, donde se pagan fletes altos. Hasta ahora había sido un asalariado valeroso y ciego. Iba á empezar su vida de explotador del mar.

      Dos meses después escribió desde Inglaterra diciendo que había comprado el Fingal, vapor-correo de tres mil toneladas, que hacía el servicio dos veces por semana entre Londres y un puerto de Escocia.

      Ulises se mostraba entusiasmado por la baratura de su adquisición. El Fingal había sido propiedad de un capitán escocés, que, á pesar de sus largas dolencias, no quiso abandonar nunca el mando, muriendo á bordo de su buque. Los herederos, hombres de tierra adentro, cansados de una larga espera, ansiaban deshacerse de él á cualquier precio.

      Cuando el nuevo propietario entró en el salón de popa, rodeado de camarotes – único lugar habitable en este buque de carga – , los recuerdos del muerto salieron á su paso. En los planos de las entrepuertas estaban pintados los héroes de la Ilíada escocesa: el bardo Ossián y su arpa; Malvina la de los redondos brazos y sueltas crenchas de oro; los guerreros bigotudos, con cascos de aletas y salientes bíceps, que se daban cuchilladas en los broqueles, despertando los ecos de los lagos verdes.

      Un sillón mullido y profundo abría sus brazos ante una estufa. Allí había pasado sus últimos años el dueño del buque, enfermo del corazón, con las piernas hinchadas, dirigiendo desde su asiento un rumbo que se repetía todas las semanas, á través de las nieblas, á través de las olas invernales que arrastraban pedazos de hielo arrancados á los icebergs. Cerca de la estufa había un piano, y sobre su tapa un rimero de partituras amarilleadas por el tiempo: La sonámbula, Lucía, romanzas de Tosti, canciones napolitanas, melodías fáciles y graciosas que esparcían las viejas cuerdas del instrumento con el timbre frágil y cristalino de una caja de música. El pobre nauta de piernas de piedra tendía su corazón enfermo hacia el mar de la luz. Esta música hacía surgir en medio de los cielos brumosos las colinas de Sorrento, cubiertas de naranjos y limoneros, las costas de Sicilia, perfumadas por una flora ardorosa.

      Ferragut tripuló el buque con gente amiga. Su segundo fué un piloto que había empezado su carrera en las barcas de pesca. Era del mismo pueblo de los abuelos de Ulises, y se acordaba del Dotor con respeto y admiración. Había conocido á su capitán actual cuando éste era pequeño é iba á pescar con su tío. En dicha época, Tòni era ya marinero en un laúd de cabotaje, superioridad de años que le había autorizado para tutear á Ulises.

      Al verse ahora bajo sus órdenes, quiso modificar el tratamiento, pero el capitán no lo consintió. Tòni y él eran tal vez parientes lejanos. Todos los de aquel pueblo de la Marina estaban unidos por largos siglos de existencia aislada y peligros comunes. La tripulación, desde el primer maquinista á los últimos marineros, se mostraba igualmente familiar en su respeto. Unos eran de la misma tierra del capitán, otros habían navegado largamente á sus órdenes.

      Ulises conoció como armador un sinnúmero de preocupaciones que no había sospechado antes. Se verificó en él la angustiosa transformación del artista que se convierte en empresario, del literato que se desdobla en editor, del ingeniero dedicado á la fantasía de los inventos que pasa á ser dueño de fábrica. Su amor romántico por el mar y sus aventuras fué acompañado ahora de preocupaciones sobre el precio y el consumo del carbón, sobre la concurrencia rabiosa que hacía bajar los fletes, y la busca de puertos nuevos con carga pronta y remuneradora.

      El Fingal, que había sido rebautizado por su nuevo propietario con el nombre de Mare nostrum, en memoria de su tío, resultaba una compra dudosa á pesar de su bajo precio. Ulises se había entusiasmado como navegante al ver su proa alta y afilada dispuesta á afrontar los peores mares, su esbeltez de buque veloz, sus máquinas sobradamente poderosas para un vapor de carga, todas las condiciones que le habían hecho servir de correo durante varios años. Consumía demasiado combustible para dedicarse con ganancia al transporte de mercancías. El capitán, durante sus navegaciones, sólo pensaba ahora en el alimento de las calderas. Siempre le parecía que Mare nostrum marchaba con excesiva rapidez.

      – ¡Media máquina! – gritaba por el tubo á su primer mecánico.

      Pero á pesar de esta precaución y de otras, el gasto de combustible resultaba enorme al hacer el arqueo de un viaje. El buque consumía todas las ganancias. Su velocidad era insignificante comparada con la de un trasatlántico, pero resultaba absurda en relación con la de los vapores mercantes de gran casco y pequeña máquina que iban solicitando carga á cualquier precio por todos los puntos.

      Esclavo de la superioridad de su buque y en continua lucha con ella, Ferragut se esforzó por seguir navegando sin grandes pérdidas. Todas las aguas del planeta vieron á Mare nostrum dedicado á los transportes más raros. Gracias á él ondeó la bandera española en puertos que no la habían visto nunca.

      Hizo viajes por los mares solitarios de Siria y Asia Menor, ante costas donde la novedad de un buque con chimenea hacía correr y aglomerarse á las gentes de los aduares. Realizó desembarcos en puertos fenicios y griegos cegados por la arena, que sólo conservaban unas cuantas chozas al pie de montones de ruinas. Algunas columnas de mármol se erguían aún como troncos de palmeras desmochadas. Ancló junto á temibles rompientes de la costa occidental de África, bajo un sol que hacía arder la cubierta, para recibir caucho, plumas de avestruz y colmillos de elefante traídos en largas piraguas por remeros negros. Salían siempre de un río poblado de cocodrilos é hipopótamos, en cuyas orillas alzaba la factoría los conos pajizos de sus techumbres.

      Cuando faltaban estos viajes fuera de las rutas ordinarias, Mare nostrum hacía rumbo á América, resignándose á luchar en baratura con ingleses y escandinavos, que son los arrieros del Océano. Su tonelaje y su calado le permitían remontar los grandes ríos de la América del Norte, llegando hasta las ciudades del remoto interior que hacen humear las filas de chimeneas de sus fábricas al borde de un lago dulce convertido en puerto.

      Navegó por el rojizo Paraná hasta Rosario y Colastiné, para cargar trigo argentino; fondeó en las aguas de ámbar de Uruguay, frente á Paysandú y Fray Ventos, recibiendo cueros destinados á Europa y carne salada para las Antillas. En el Pacífico remontó el Guayas á través de una vegetación ecuatorial, en busca del cacao de Guayaquil. Su proa cortó la infinita lámina del Amazonas, apartando los troncos gigantescos arrastrados por las inundaciones de la selva virgen, para anclar frente á Pará ó frente á Manaos, tomando cargamentos de tabaco y café. Hasta llevó de Alemania pertrechos de guerra para los revolucionarios de una pequeña República.

      Estos viajes, que en otro tiempo entusiasmaban á Ferragut, tenían ahora como final una decepción. Después de pagados los gastos y de haber vivido con rabiosa economía, apenas quedaba algo para el armador. Cada vez eran más numerosos los buques de carga y el flete más barato. Ulises, con su elegante Mare nostrum, no podía luchar contra los capitanes septentrionales, alcoholizados y taciturnos, que aceptaban á cualquier precio el llenar sus buques sórdidos, emprendiendo una marcha de tortuga á través de los océanos.

      – No puedo más – decía con tristeza á su segundo – . Voy á arruinar á mi hijo. Si me compran Mare nostrum, lo vendo.

      En una de sus expediciones infructuosas, cuando sentía mayor desaliento, una noticia inesperada cambió su situación. Acababan de llegar á Tenerife con maíz de la Argentina y fardos de alfalfa seca. Tòni volvió á bordo después de haber legalizado los papeles del buque.

      – ¡La guèrra, che! – gritó en valenciano, la lengua de su intimidad.

      Ulises, que se paseaba por el puente, acogió la noticia con indiferencia. «¿La guerra?… ¿Qué guerra era esa?…» Pero al saber que Alemania y Austria habían roto las hostilidades contra Francia y Rusia, y que Inglaterra acababa de intervenir en defensa de Bélgica, el capitán se lanzó

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