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en la ciudad que no empujase en alma camino del cielo, con nubes de incensario en los solemnes funerales, y aunque los pillos, los rebeldes a la influencia del hijo recordaban aquellos días de mercado en los cuales el rebaño de los huertos venía a dejarse esquilar en su despacho de rábula, toda la gente sensata que tenía que perder, lloró la muerte del hombre digno y laborioso que, salido de la nada, había sabido crearse una fortuna con su trabajo.

      En el padre de Rafael aún quedaba mucho de aquel estudiantón que tanto había dado que hablar. Sus gustos de libertino rústico le hacían perseguir a las hortelanas, a las muchachuelas que empapelaban la naranja en los almacenes de exportación. Pero tales devaneos quedaban en el secreto; el miedo al quefe ahogaba la murmuración y como además costaban poco dinero, doña Bernarda no se daba por enterada.

      No amaba a su marido: tenía el egoísmo de la señora campesina que considera cumplidos todos sus deberes con ser fiel al esposo y ahorrar dinero.

      Por una anomalía notable, ella, tan avara, tan guardadora, capaz de palabrotas de plazuela cuando había que defender el dinero de la casa, disputando con jornaleros o con los compradores de la cosecha era tolerante con los despilfarros del esposo para mantener su soberanía sobre el distrito.

      Cada elección abría una brecha en la fortuna de la casa. Don Ramón recibía el encargo de sacar triunfante a tal señor desconocido, que apenas si pasaba un par de días en el distrito. Era la voluntad de los que gobernaban allá en Madrid. Había que quedar bien, y en todos los pueblos volteaban corderos enteros sobre las hogueras; corrían a espita rota los toneles de las tabernas; se distribuían puñados de pesetas entre los más reacios o se perdonaban deudas, todo por cuenta de don Ramón; y su mujer, que vestía hábito para gastar menos y guisaba la comida con tal estrechez que apenas si dejaban algo para los criados, era la más espléndida al llegar la lucha, y poseída de fiebre belicosa, ayudaba a su marido a echar la casa por la ventana.

      Era esto un cálculo de su avaricia. El dinero esparcido locamente, era un préstamo que cobraría con creces en un día determinado. Y acariciaba con sus ojos penetrantes al pequeñín moreno e inquieto que tenía sobre sus rodillas, viendo en él al privilegiado que recogería el resultado de todos los sacrificios de la familia.

      Se había refugiado en la devoción como un oasis fresco y agradable en medio de su vida monótona y vulgar, y experimentaba una sensación de orgullo cuando algún sacerdote amigo la decía a la puerta de la iglesia:

      – Cuide usted mucho de don Ramón. Gracias a él la ola de la demagogia se detiene ante el templo y los malos principios no triunfan en el distrito. El es quien tiene en un puño a los impíos.

      Y cuando tras una declaración como esta que halagaba su amor propio, dándole cierta tranquilidad para después de la muerte, pasaba por las calles de Alcira con su hábito modesto y su mantilla, no muy limpia, saludada con afecto por los vecinos más importantes, le perdonaba a su Ramón todos los devaneos de que tenía noticia y daba por bien empleados los sacrificios de fortuna.

      ¡Si no fuera por ellos, qué ocurriría en el distrito!… Triunfarían los descamisados, aquellos menestrales que leían los papeles de Valencia y predicaban la igualdad. Tal vez se repartirían los huertos y querrían que el producto de las cosechas, inmensa pila de miles de duros que dejaban ingleses y franceses, fuese para todos. Pero para evitar tal cataclismo, allí estaba su Ramón, el azote de los malos, el campeón de la buena causa, que la sacaba adelante dirigiendo las elecciones escopeta en mano, y así como sabía enviar a presidio a los que le molestaban con su rebeldía, lograba conservar en la calle a los que con varias muertes en su historia, se prestaban a servir al gobierno sostenedor del orden y de los buenos principios.

      Bajaba la fortuna de la casa de Brull, pero aumentaba su prestigio. Las talegas recogidas por el viejo a costa de tantas picardías, se desparramaban por el distrito sin que bastasen a reemplazar su hueco algunas distracciones de fondos municipales. Don Ramón contemplaba impávido aquel derroche, satisfecho de que hablasen de su generosidad tanto como de su poder.

      Todo el distrito miraba como una bandera sagrada aquel corpachón bronceado, musculoso, que arbolaba en su parte superior unos enormes mostachos en los cuales comenzaban a brillar muchas canas.

      – Don Ramón: debía usted quitarse esos bigotes – le decían los curas amigos con acento de cariñoso reproche. – Parece usted el propio Víctor Manuel, el carcelero del Papa.

      Pero aunque don Ramón era un ferviente católico (que casi nunca iba a misa) y odiaba a los impíos verdugos del Santo Padre, sonreía acariciándose los mostachos, muy satisfecho en el fondo de tener alguna semejanza con un rey.

      El patio de la casa era el solio de su soberanía. Sus partidarios le encontraban paseando de un extremo a otro, por entre los verdes cajones de los plátanos, con las manos cruzadas en la espalda anchurosa, fuerte y algo encorvada por la edad: una espalda majestuosa, capaz de sostener a todos sus amigos.

      Allí administraba justicia, decidía la suerte de las familias, arreglaba la vida de los pueblos; todo con pocas y enérgicas palabras, como un rey moro de los que en aquella misma tierra gobernaban siglos antes a sus súbditos a cielo descubierto. En los días de mercado se llenaba el patio. Deteníanse los carros ante la puerta, todas las rejas de la calle tenían cabalgaduras atadas a sus hierros, y dentro de la casa sonaba el zumbido de la rústica aglomeración.

      Don Ramón les escuchaba a todos, gravo, cejijunto, con la cabeza inclinada, teniendo a su lado al pequeño Rafael, apoyándose en él con un ademán copiado de los cromos, donde él había visto a ciertos reyes acariciando al príncipe heredero.

      Las tardes de sesión en el Ayuntamiento, el cacique no podía abandonar su patio. En la casa municipal no se movía una silla sin su permiso, pero le gustaba permanecer invisible como Dios, haciendo sentir su voluntad oculta.

      Toda la tarde se pasaba en un continuo ir y venir de concejales desde la casa del pueblo al patio de don Ramón.

      Los escasos enemigos que tenía en el municipio, gente de oficio – como decía doña Bernarda – devoradora de papeles contrarios al rey y la religión, atacaban al cacique, censuraban sus actos, y todo el rebaño de don Ramón se estremecía de cólera e impotencia. ¡Había que contestar! A ver: uno que fuese a consultar al quefe.

      Y salía un regidor corriendo como un galgo, y al llegar a la casa señorial echando los bofes, sonreía y suspiraba con satisfacción viendo que el quefe estaba allí, paseando como siempre por su patio, dispuesto a sacarles del apuro como inagotable Providencia. «Fulano había dicho esto y lo otro». Deteníase en sus paseos don Ramón, meditaba un rato y acababa diciendo con fosca voz de oráculo; «Bueno; pues contestadle aquello y lo de más allá». El partidario salía desbocado como un caballo de carreras; todos sus compañeros se agrupaban ansiosos para conocer la sabia opinión y se establecía un pugilato entre ellos, queriendo cada uno ser el encargado de anonadar al enemigo con las santas palabras, hablando todos a la vez como pájaros que de repente ven la luz y rompen a cantar desaforadamente.

      Si el enemigo replicaba, otra vez la estupefacción y el silencio; nueva corrida en busca de la consulta, y así transcurrían las sesiones con gran regocijo del barbero Cupido – la peor lengua de la ciudad – el cual, siempre que se reunía el municipio, decía a los parroquianos:

      – Hoy es día de fiesta: corrida de concejales en pelo.

      Cuando las exigencias del partido le hacían abandonar la ciudad, era su esposa, la enérgica doña Bernarda, la que atendía las consultas, dando respuestas, en concepto del partido, tan acertadas y sabias como las del quefe.

      Esta colaboración en el sostenimiento de la autoridad de la familia era lo único que unía a los esposos. Aquella mujer, falta de ternura, que jamás había experimentado la menor emoción en su roce conyugal y se prestaba al amor con la pasividad de una fiera amansada y fría, enrojecía de emoción cada vez que el jefe admitía como buenas sus ideas. ¡Si ella dirigiera el partido!… Ya se lo decía muchas veces don Andrés, el amigo íntimo de su esposo, uno de esos hombres que nacen para ser segundos en todas partes, y fiel a la familia hasta el sacrificio, formaba con los dos esposos la santa trinidad de la religión de los Brull esparcida por todo el distrito.

      Allí

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