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ansia, lo comparó a una sanguijuela, creándole así su apodo.

      Desaparecía del Palmar semanas enteras. De vez en cuando se sabía que andaba por los pueblos de tierra firme pidiendo limosna a los labradores ricos de Catarroja y Masanasa y durmiendo sus borracheras en los pajares. Cuando permanecía mucho tiempo en el Palmar desaparecían durante la noche las bolsas de red caladas en los canales; los mornells se vaciaban de anguilas antes que llegasen los amos, y más de una vecina, al contar sus ánades, ponía el grito en el cielo notando la falta de alguno. El carabinero de mar tosía fuerte y miraba de cerca al viejo Sangonera, como si pretendiese meterle los recios bigotes por los ojos; pero el borracho protestaba, poniendo por testigos a los santos, a falta de fiadores de mayor crédito para su inocencia. ¡Era mala voluntad de las gentes, deseo de perderle, como si aún no tuviera bastante con su miseria, que le hacía habitar la peor barraca del pueblo! Y para apaciguar al fiero representante de la ley, que más de una vez había bebido a su lado, pero que fuera de la taberna no reconocía amigos, comenzaba de nuevo sus viajes por la otra orilla de la Albufera, no volviendo al Palmar en algunas semanas.

      Su hijo se negaba a seguirle en estas expediciones. Nacido en una choza de perros, donde jamás entraba el pan, había tenido que ingeniarse desde pequeño para conquistar la comida, y antes que seguir a su padre procuraba apartarse de él, para no compartir el producto de sus mañas.

      Cuando los pescadores sentábanse a la mesa, veían pasar y repasar por la puerta de la barraca una sombra melancólica, que acababa por fijarse en un lado del quicio, con la cabeza baja y la mirada hacia arriba, como un novillo próximo a embestir. Era Sangonereta, que rumiaba su hambre con expresión hipócrita de encogimiento y vergüenza, mientras brillaba en sus ojos de pilluelo el afán de apoderarse de todo lo que veía.

      La aparición causaba efecto en las familias. ¡Pobre muchacho! Y atrapando al vuelo un hueso de fúlica a medio roer, un pedazo de tenca o un mendrugo, llenaba la tripa de puerta en puerta. Si veía a los perros llamarse con sordo ladrido y correr hacia alguna de las tabernas del Palmar, Sangonereta corría también, como si estuviera en el secreto. Eran cazadores que guisaban su paella, gentes de Valencia que habían venido al lago para comer un all y pebre; y cuando los forasteros, sentados ante la mesita de la taberna, tenían que defenderse a patadas, entre cucharada y cucharada, de los empujones de los perros famélicos, veíanse ayudados por el haraposo muchachuelo, que, en fuerza de sonrisas y de espantar los feroces canes, acababa por hacerse dueño de los restos de la sartén. Un carabinero le había dado un gorro viejo de cuartel; el alguacil del pueblo le regaló los pantalones de un cazador ahogado en un carrizal, y sus pies, siempre desnudos, eran tan fuertes como débiles sus manos, que jamás tocaron percha ni remo.

      Sangonera, sucio, hambriento, metiendo su mano a cada instante bajo el gorro lleno de mugre para rascarse con furia, gozaba de gran prestigio entre la chiquillería.

      Tonet era más fuerte, le zurraba con facilidad, pero se reconocía inferior a él, siguiendo todas sus indicaciones. Era el prestigio del que sabe existir por cuenta propia, sin necesitar apoyo. La chiquillería le admiraba con cierta envidia al verle vivir sin miedo a correcciones paternales y sin obligación alguna. Además, su malicia ejercía cierto encanto, y los muchachos, que en su barraca recibían una buena mano de bofetadas por la menor falta, creían ser más hombres acompañando a aquel tuno, que todo lo consideraba como propio y sabía aprovecharlo para su bien, no viendo un objeto abandonado en las barcas del canal que no lo hiciese suyo.

      Tenia guerra declarada a los habitantes del aire, ya que su captura exigía menos trabajo que la de los animales del lago. Cazaba con artes ingeniosas de su invención los gorriones llamados moriscos, que infestan la Albufera y son temidos por los agricultores como una mala peste, pues devoran gran parte de la cosecha de arroz. Su época mejor era el verano, cuando abundaban los fumarells, pequeñas gaviotas del lago, que aprisionaba por medio de una red.

      El nieto del tío Paloma le ayudaba en esta tarea. Iban a medias en el negocio, según declaraba gravemente Tonet, y los dos muchachos pasaban las horas en acecho en las riberas del lago, tirando de la cuerdecita y aprisionando en la red a los incautos pájaros. Cuando tenían buena provisión, Sangonera, viajero audaz, emprendía el camino de Valencia llevando a la espalda la bolsa de red, dentro de la cual los fumarells agitaban sus alas obscuras Y mostraban desesperados las panzas blancas. El pillete paseaba las calles inmediatas a la Pescadería pregonando sus pájaros, y los chicos de la ciudad corrían a comprarle los fumarells para hacerlos volar en las encrucijadas con un bramante atado a las patas.

      Al regreso eran los disgustos entre los consocios y el rompimiento comercial. Imposible sacar cuentas con semejante tuno. Tonet se cansaba de zurrar a Sangonera, sin conseguir un ochavo de la venta; pero siempre crédulo y supeditado a su astucia, volvía a buscarlo en aquella barraca ruinosa y sin puerta donde dormía solo la mayor parte del año.

      Cuando Sangonera pasó de los once años comenzó a repeler el trato de sus amigos. Su instinto de parásito le hizo frecuentar la iglesia, ya que ésta era el mejor camino para introducirse en la casa del vicario. En una población como el Palmar, el cura era tan pobre como cualquier pescador, pero Sangonera sentía cierta tentación por el vino de las vinajeras, del que oía hablar con grandes elogios en la taberna. Además, en los días de verano, cuando el lago parecía hervir bajo el sol, la pequeña iglesia se le aparecía como un palacio encantado, con su luz crepuscular filtrándose por las verdes ventanas, sus paredes enjalbegadas de cal y el pavimento de rojos ladrillos respirando la humedad del suelo pantanoso.

      El tío Paloma, que despreciaba al pillete por ser enemigo de la percha, acogió con indignación sus nuevas aficiones. ¡Ah, grandísimo vago! ¡Y qué bien sabía escoger el oficio!

      Cuando el vicario iba a Valencia le llevaba hasta la barca el ancho pañuelo, de los llamados de hierbas, lleno de ropa, y seguía por los ribazos despidiéndose del cura con tanta emoción como si no hubiera de verle más.

      Ayudaba a la criada del eclesiástico en los menesteres de la casa; traía leña de la Dehesa y agua de las fuentes que surgían en el lago, y sentía estremecimientos de gato goloso cuando en el cuartucho que servía de sacristía, solo y en silencio, se tragaba los restos de la mesa del vicario. Por las mañanas, al tirar de la cuerda del esquilón despertando a todo el pueblo, sentíase orgulloso de su estado. Los golpes con que los vicarios avivaban su actividad parecíanle signos de distinción que lo colocaban por encima de sus compañeros.

      Pero este afán de vivir a la sombra de la iglesia debilitábase algunas veces, cediendo el paso a cierta nostalgia por su antigua vida errante. Entonces buscaba a Neleta y Tonet, y juntos volvían a emprender los juegos y correrías por los ribazos, llegando hasta la Dehesa, que a sus simples compañeros les parecía el límite del mundo.

      Una tarde de otoño, la madre de Tonet los envió a la selva por leña. En vez de molestarla jugueteando en el interior de la barraca, podían serla útiles trayendo algunos haces, ya que se aproximaba el invierno.

      Los tres emprendieron el viaje. La Dehesa estaba florida y perfumada como un jardín. Los matorrales, bajo la caricia de un sol que parecía de verano, se cubrían de flores, y por encima de ellos brillaban los insectos como botones de oro, aleteando con sordo zumbido. Los pinos retorcidos y seculares se movían con majestuoso rumor, y bajo las bóvedas que formaban sus copas extendíase una dulce penumbra semejante a la de las naves de una catedral inmensa. De vez en cuando, al través de dos troncos se filtraba un rayo de sol como si entrase por un ventanal.

      Tonet y Neleta, siempre que penetraban en la Dehesa, se sentían dominados por la misma emoción. Tenían miedo sin saber a quién; se creían en el palacio encantado de un gigante invisible que podía mostrarse de un momento a otro.

      Caminaban por los tortuosos senderos de la selva, tan pronto ocultos por los matorrales que ondeaban por encima de sus cabezas, como subidos a lo más alto de una duna, desde la cual, al través de la columnata de troncos, se veía el inmenso espejo del lago, moteado por barcas pequeñas como moscas.

      Sus pies resbalaban en el suelo, cubierto de capas de mantillo. Al ruido de sus pasos, al menor de sus gritos, estremecíanse los matorrales con locas carreras de animales invisibles. Eran los conejos que huían. A lo lejos sonaban lentamente los cencerros de las vacadas que pastaban por la parte del mar.

      Los

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