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era más velera que la nuestra, no pudimos zafarnos y tuvimos también que arriar el trapo a las tres de la tarde, cuando ya nos habían matado mucha gente, y yo estaba medio muerto sobre el sollao porque a una bala le dio la gana de quitarme la pierna. Aquellos condenados nos llevaron a Inglaterra, no como presos, sino como detenidos; pero carta va, carta viene entre Londres y Madrid, lo cierto es que se quedaron con el dinero, y me parece que cuando a mí me nazca otra pierna, entonces el Rey de España les verá la punta del pelo a los cinco millones de pesos.

      – ¡Pobre hombre!… ¿y entonces perdiste la pata? – le dijo compasivamente Doña Francisca.

      – Sí señora: los ingleses, sabiendo que yo no era bailarín, creyeron que tenía bastante con una. En la travesía me curaron bien: en un pueblo que llaman Plinmuf (Plymouth) estuve seis meses en el pontón, con el petate liado y la patente para el otro mundo en el bolsillo… Pero Dios quiso que no me fuera a pique tan pronto: un físico inglés me puso esta pierna de palo, que es mejor que la otra, porque aquélla me dolía de la condenada reúma, y ésta, a Dios gracias, no duele aunque la echen una descarga de metralla. En cuanto a dureza, creo que la tiene, aunque entavía no se me ha puesto delante la popa de ningún inglés para probarla.

      – Muy bravo estás – dijo mi ama; – quiera Dios no pierdas también la otra. «El que busca el peligro…»

      Concluida la relación de Marcial, se trabó de nuevo la disputa sobre si mi amo iría o no a la escuadra. Persistía Doña Francisca en la negativa, y D. Alonso, que en presencia de su digna esposa era manso como un cordero, buscaba pretextos y alegaba toda clase de razones para convencerla.

      «Iremos sólo a ver, mujer; nada más que a ver – decía el héroe con mirada suplicante.

      – Dejémonos de fiestas – le contestaba su esposa. – Buen par de esperpentos estáis los dos.

      – La escuadra combinada – dijo Marcial, – se quedará en Cádiz, y ellos tratarán de forzar la entrada.

      – Pues entonces – añadió mi ama, – pueden ver la función desde la muralla de Cádiz; pero lo que es en los barquitos… Digo que no y que no, Alonso. En cuarenta años de casados no me has visto enojada (la veía todos los días); pero ahora te juro que si vas a bordo… haz cuenta de que Paquita no existe para ti.

      – ¡Mujer! – exclamó con aflicción mi amo. – ¡Y he de morirme sin tener ese gusto!

      – ¡Bonito gusto, hombre de Dios! ¡Ver cómo se matan esos locos! Si el Rey de las Españas me hiciera caso, mandaría a paseo a los ingleses y les diría: «Mis vasallos queridos no están aquí para que ustedes se diviertan con ellos. Métanse ustedes en faena unos con otros si quieren juego». ¿Qué creen? Yo, aunque tonta, bien sé lo que hay aquí, y es que el Primer Cónsul, Emperador, Sultán, o lo que sea, quiere acometer a los ingleses, y como no tiene hombres de alma para el caso, ha embaucado a nuestro buen Rey para que le preste los suyos, y la verdad es que nos está fastidiando con sus guerras marítimas. Díganme ustedes: ¿a España qué le va ni le viene en esto? ¿Por qué ha de estar todos los días cañonazo y más cañonazo por una simpleza? Antes de esas picardías que Marcial ha contado, ¿qué daño nos habían hecho los ingleses? ¡Ah, si hicieran caso de lo que yo digo, el señor de Bonaparte armaría la guerra solo, o si no que no la armara!

      – Es verdad – dijo mi amo, – que la alianza con Francia nos está haciendo mucho daño, pues si algún provecho resulta es para nuestra aliada, mientras todos los desastres son para nosotros.

      – Entonces, tontos rematados, ¿para qué se os calientan las pajarillas con esta guerra?

      – El honor de nuestra nación está empeñado – contestó D. Alonso, – y una vez metidos en la danza, sería una mengua volver atrás. Cuando estuve el mes pasado en Cádiz en el bautizo de la hija de mi primo, me decía Churruca: «Esta alianza con Francia, y el maldito tratado de San Ildefonso, que por la astucia de Bonaparte y la debilidad de Godoy se ha convertido en tratado de subsidios, serán nuestra ruina, serán la ruina de nuestra escuadra, si Dios no lo remedia, y, por tanto, la ruina de nuestras colonias y del comercio español en América. Pero, a pesar de todo, es preciso seguir adelante».

      – Bien digo yo – añadió doña Francisca, – que ese Príncipe de la Paz se está metiendo en cosas que no entiende. Ya se ve, ¡un hombre sin estudios! Mi hermano el arcediano, que es partidario del príncipe Fernando, dice que ese señor Godoy es un alma de cántaro, y que no ha estudiado latín ni teología, pues todo su saber se reduce a tocar la guitarra y a conocer los veintidós modos de bailar la gavota. Parece que por su linda cara le han hecho, primer ministro. Así andan las cosas de España; luego, hambre y más hambre… todo tan caro… la fiebre amarilla asolando a Andalucía… Está esto bonito, sí, señor… Y de ello tienen ustedes la culpa – continuó engrosando la voz y poniéndose muy encarnada, – sí señor, ustedes que ofenden a Dios matando tanta gente; ustedes, que si en vez de meterse en esos endiablados barcos, se fueran a la iglesia a rezar el rosario, no andaría Patillas tan suelto por España haciendo diabluras.

      – Tú irás a Cádiz también – dijo D. Alonso ansioso de despertar el entusiasmo en el pecho de su mujer; – irás a casa de Flora, y desde el mirador podrás ver cómodamente el combate, el humo, los fogonazos, las banderas… Es cosa muy bonita.

      – ¡Gracias, gracias! Me caería muerta de miedo. Aquí nos estaremos quietos, que el que busca el peligro en él perece.

      Así terminó aquel diálogo, cuyos pormenores he conservado en mi memoria, a pesar del tiempo transcurrido. Mas acontece con frecuencia que los hechos muy remotos, correspondientes a nuestra infancia, permanecen grabados en la imaginación con mayor fijeza que los presenciados en edad madura, y cuando predomina sobre todas las facultades la razón.

      Aquella noche D. Alonso y Marcial siguieron conferenciando en los pocos ratos que la recelosa Doña Francisca los dejaba solos. Cuando ésta fue a la parroquia para asistir a la novena, según su piadosa costumbre, los dos marinos respiraron con libertad como escolares bulliciosos que pierden de vista al maestro. Encerráronse en el despacho, sacaron unos mapas y estuvieron examinándolos con gran atención; luego leyeron ciertos papeles en que había apuntados los nombres de muchos barcos ingleses con la cifra de sus cañones y tripulantes, y durante su calurosa conferencia, en que alternaba la lectura con los más enérgicos comentarios, noté que ideaban el plan de un combate naval.

      Marcial imitaba con los gestos de su brazo y medio la marcha de las escuadras, la explosión de las andanadas; con su cabeza, el balance de los barcos combatientes; con su cuerpo, la caída de costado del buque que se va a pique; con su mano, el subir y bajar de las banderas de señal; con un ligero silbido, el mando del contramaestre; con los porrazos de su pie de palo contra el suelo, el estruendo del cañón; con su lengua estropajosa, los juramentos y singulares voces del combate; y como mi amo le secundase en esta tarea con la mayor gravedad, quise yo también echar mi cuarto a espadas, alentado por el ejemplo, y dando natural desahogo a esa necesidad devoradora de meter ruido que domina el temperamento de los chicos con absoluto imperio. Sin poderme contener, viendo el entusiasmo de los dos marinos, comencé a dar vueltas por la habitación, pues la confianza con que por mi amo era tratado me autorizaba a ello; remedé con la cabeza y los brazos la disposición de una nave que ciñe el viento, y al mismo tiempo profería, ahuecando la voz, los retumbantes monosílabos que más se parecen al ruido de un cañonazo, tales como ¡bum, bum, bum!… Mi respetable amo, el mutilado marinero, tan niños como yo en aquella ocasión, no pararon mientes en lo que yo hacía, pues harto les embargaban sus propios pensamientos. ¡Cuánto me he reído después recordando aquella escena, y cuán cierto es, por lo que respecta a mis compañeros en aquel juego, que el entusiasmo de la ancianidad convierte a los viejos en niños, renovando las travesuras de la cuna al borde mismo del sepulcro!

      Muy enfrascados estaban ellos en su conferencia, cuando sintieron los pasos de Doña Francisca que volvía de la novena.

      «¡Qué viene! – exclamó Marcial con terror.

      Y al punto guardaron los planos, disimulando su excitación, y pusiéronse a hablar de cosas indiferentes. Pero yo, bien porque la sangre juvenil no podía aplacarse fácilmente, bien porque no observé

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